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Memorias de octubre (19): Isaak Bábel, oficios del escritor ausente

Por: Federico Galende | Publicado: 02.10.2016
Memorias de octubre (19): Isaak Bábel, oficios del escritor ausente galende |
Bábel en realidad no publicaba mucho: apenas un libro cada cinco años, cada diez años. Esto debido a que lo suyo era más bien corregir, corregirse, motivo por el que se lo podía encontrar a cualquier hora del día trabajando en sus manuscritos de sol a sombra.

                                                                                               para Sergio Villalobos-Ruminott 

De los infinitos apuntes que a lo largo de más de diez años Isaak Bábel esbozó laboriosamente para escribir en 1929 Caballería Roja, no apareció ninguno y de casi todos se conjetura que fueron a parar a la hoguera. Solo se salvó el diario que redactó en 1920, el año en el que empezó a formar parte del Primer Ejército de Caballería. La responsable del salvataje fue una señora, la señora apenas leía, era oriunda de Kiev y en la portada descifró el nombre del escritor cuando éste ya no vivía y había alcanzado fama internacional. El tableteo de las ametralladoras, la mujer gorda, Krivija, el pequeño judío barbudo, la niña triste del pueblo vecino, el cristo de los milagros, el piano Steinway, la mansión de Polonia, el pan, la leche, la gula y el sol. La lista sigue, pormenoriza cada uno de los detalles, se extiende a lo largo de cientos de páginas y después se deshilachaba como si fuese un códice.

Antes de llegar a ese libro (que obnubiló a Brecht, a Barbusse, a Gorki, a Bieli, a Roman, a Mann), Bábel no se ahorró sufrimientos: había nacido en un gueto de Odessa y a los cinco años salió ileso del progromo que se llevó a una parte de su familia gracias a que sus vecinos ocultaron su cuerpo en uno de los sótanos de la casa. Después luchó a solas por salir adelante, llegó a Moscú, se hizo íntimo amigo de Gorki y durante los cinco o seis años que siguieron a la revolución de octubre se dedicó a todas las cosas: fue soldado en Rumania, reportero en Tiflis, miembro de la Caballería Roja, Jefe de la Séptima Tipografía Soviética, Comisionado en Odessa.

No hubo nada por lo que hubiera pasado que no fuera a dar a esos extensísimos cuadernos de anotaciones que se perdieron y que terminaron por rebasar en varios volúmenes el estricto número de libros que se permitió publicar en vida. Porque Bábel en realidad no publicaba mucho: apenas un libro cada cinco años, cada diez años. Esto debido a que lo suyo era más bien corregir, corregirse, motivo por el que se lo podía encontrar a cualquier hora del día trabajando en sus manuscritos de sol a sombra.

De su breve estancia en aquel sótano de Odessa había heredado un cariño especial por las guaridas y los rincones: se conocía todas las madrigueras del mundo, se escondía allí a trabajar durante largas horas y solía reírse de su absurda costumbre por retirarse a escribir en medio de paisajes fastuosos hacia los que jamás alzaba la vista. Corrían los días, amanecía, anochecía, volvía a clarear y Bábel seguía ahí, en ocasiones sin probar un bocado ni levantarse siquiera a prepararse un café.

Su prudencia para publicar era uno de los temas predilectos de la crítica, así como también su tendencia a esconderse o a desaparecer de repente: no le gustaba decir jamás hacia dónde se dirigía ni citarse con nadie ni comprometerse a reuniones. El mundo de los escritores lo detestaba y en el ambiente contaba con muy pocos amigos, esto a pesar de lo buen amigo que era del resto de las personas: del frutero de la esquina, del estafador de la casa de enfrente, del ratero del barrio y de las mujeres mundanas. Soñaba con fundar con todos ellos un día una verdadera Internacional de espíritus libres.  

Precisamente por esto le costaba mucho participar en congresos de escritores, donde Iliá Ehrenburg, uno de sus contados amigos en el circuito, solía representarlo. Un día en el que todos los criticaban, tomó la palabra para defenderlo: dijo que la elefanta llevaba en el vientre a sus crías más tiempo que la coneja y todo el mundo empezó a reír y a burlarse. Era la única manera que tenía Ehrenburg de defender los libros que Bábel estiraba en el tiempo mientras les daba una nueva pasada. Los resultados estaban sin embargo más que a la vista: las dolorosas desventuras de infancia y las hazañas de juventud las narró en el ineludible Historia de mi palomar y con Caballería roja, por si hiciera falta agregarlo, terminó convirtiéndose en uno de los escritores más fundamentales de Rusia.

Pero ¿qué es fundamental? Bábel en estas cosas no reparaba, no le importaba ser ni el mejor ni el peor: su universo literario era francamente exquisito y él estaba interesado en hacer bien su tarea por el solo hecho de hacerla bien, como se suele decir de los artesanos. De alguna manera amaba tanto su oficio que se distraía de la urgencia por inscribirlo, por promocionarlo, por tender sus redes. Por lo demás, mucha cara de escritor no tenía: la cabeza redonda y calva, metida entre los hombros como una pelota, la nariz achatada y gruesa, sosteniendo las gafas sin marco, los labios carnosos, todo le daba más bien el aspecto de un mongol tenebroso dedicado al crimen serial.

Él mismo recuerda que cuando llegó siendo muy joven a Petersburgo, el ingeniero que le arrendó una habitación de su casa lo mantuvo encerrado dos noches esperando a que llegara la policía y varios años más tarde le pasó lo mismo en Neuilly: la patroncita le ponía llave a su pieza mientras dormía porque temía que Bábel despertara en la madrugada y le serruchara el cogote. Pero esto era solo en apariencia, pues quienes lo conocían sabían que era un pedazo de pan.

En la revista Izvestia, de la que Ehrenburg fue durante décadas corresponsal, se informó uno de los últimos discursos que dio en París ante un auditorio completo. El discurso no lo hizo en ruso sino en francés, no leyó ni una sola palabra e improvisó ante la platea describiendo las transformaciones de la Rusia revolucionaria por medio de sus infaltables detalles: “Este koljosiano ya tiene pan, ya tiene casa, ya tiene incluso una condecoración. Pero le falta algo: ahora desea que escriban poemas sobre su vida”.

Los parisinos reían y él escondía una vez más sus terribles desvelos de infatigable escritor comentando que al final la vida era simple y que “el hombre vivía para el placer, para dormir abrazado al calor de otro cuerpo y comerse un helado si el frío daba una tregua”. No era en lo más mínimo el caso de quien, como él, acabaría “pagando con su lucha, con sus sueños, con sus libros y con su muerte la felicidad de las generaciones que le siguieron”. Tan bueno era que cuando en la primavera de 1939 los agentes de la policía irrumpieron repentinamente en su casa (se había retirado a una dacha sencilla en Peredélkino) les ofreció el plato de comida que jamás se preparaba para sí mismo. Trabajaba con el torso desnudo en uno de sus manuscritos, hacía calor y los agentes esperaron a que se pusiera zapatos y una camisa.

Y también un abrigo, un abrigo pesado, le aconsejaron: en la prisión de Butyrka nevará en invierno, el hielo congelará los huesos y como es lógico nadie lo va a matar si comete el error de morir antes de frío.

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