Avisos Legales
Opinión

Las balas o la democrática mapuchización del terror

Por: Pavel Guiñez Nahuelñir | Publicado: 27.12.2016
Desde la extrema riqueza a la extrema pobreza y todas las formas de vivir y expresar la sexualidad socialmente penalizadas, se entrelazan para producir y reproducir circuitos de violencia y discriminación que fluyen como cascadas desde el primer ladrillo de esta pirámide de colonizadores frustrados a la que llamamos “sociedad chilena”.

Primer acto:

Edmundo Alex Lemun Saavedra HA MUERTO, producto de una bala disparada directamente a la cabeza por parte de Carabineros de Chile, dañándole irreversiblemente su cerebro.

Hoy constatamos la cobardía y desesperación con que carabineros intenta negar su responsabilidad en la muerte de un comunero mapuche de sólo 17 años.”

(Comunicado Público CAM, 17 noviembre de 2002)

Segundo acto:

“Fuerzas Especiales de Carabineros que están apostados permanentemente en el fundo repelieron violentamente con rafagas de subametralladora al grupo de weichafe, una de estas balas impacto mortalmente por la espalda a Matias, atravesando el cuerpo de nuestro hermano.”

(Comunicado Público CAM, 03 de enero de 2008)

Tercer acto:

“A mi nieto (17 años, que defendió a su hermano, de 13) lo tenían botado en el camino, boca abajo y le dispararon a quemarropa. Dicen que se les escapó el tiro, que fue un accidente. Pero no hay justificación.”

(Abuelo de Brandon, por Pedro Cayuqueo, 20 de diciembre de 2016. La Tercera)

Con esta última noticia despertamos el pasado lunes, aunque, según las citas de 2002 y luego 2008, podría ser cualquier día de los últimos 20 años, y que hoy tiene a Brandon Hernández Huentecol de 17 años, con más de 150 balines de acero en su cuerpo, con la cadera destrozada y probablemente un riñón mutilado.

No hay informaciones de que Brandon perteneciera a alguna organización protagonista del conflicto que sostiene el Estado con el Pueblo Mapuche desde mediados de los 90, de alguna comunidad en conflicto abierto por la recuperación de tierras, o perteneciera a alguna comunidad-lof partícipe de enfrentamientos con las fuerzas policiales. Al contrario, lo que sabemos, es que Brandon es estudiante del Liceo Técnico de Angol y estaba a punto de comenzar su práctica en un taller mecánico. El joven es también parte de una familia que, siguiendo a un pastor evangélico, fundaron una villa cerca de Collipulli en la que no viven más de 12 familias. Un verdadero portazo al prejuicio que inunda los comentarios del Chile racista sembrado por la dictadura y abonado por la Concertación.

Hada, Brandon e Isaías son habitantes de una comuna en que existen más tanquetas y carros policiales que ambulancias, y sobre todo, donde se expresa con más crudeza el espíritu de la reforma educacional y el abandono de la educación pública. En Collipulli las escuelas y liceos son reemplazados por bases policiales militarizadas, donde el control está antes que la educación, existe migración forzada, y una diáspora empujada por la violencia del Estado. De ahí que comentarios como “Estado terrorista”, “pacos racistas”, “Estado represor”, o algún otro epíteto comúnmente escuchado, no salga de esta familia que habla más de “injusticia” y “rabia” y un continuo “no entender” el accionar policial en las entrevistas.

El pasado viernes 23 de diciembre, 4 días después que el responsable del disparo a Brandon, Cristian Rivera, quedara libre y sin medidas cautelares, la Corte de Apelaciones de Temuco revoca por cuarta vez el arresto domiciliario de la Machi Francisca Linconao. Desde su hospitalización producida por el empeoramiento del grave estado de salud, que la tiene pesando 45 kilos a 8 meses de investigación, nuevamente deberá volver a la cárcel a seguir deteriorándose como acusada en un caso en que aún no se prueba su responsabilidad y que la mantiene encerrada “preventivamente”.

¿Cómo explicar tanta injusticia? ¿Cómo explicar tanta diferencia de criterios entre un caso y otro? El racismo es esa idea fuertemente instalada en la sociedad chilena, que determina la existencia de un grupo humano con determinadas características que superiores al resto de los grupos, y por tanto, ese grupo tiene el derecho y la responsabilidad de decidir lo mejor para la sociedad, sin importar lo que el resto, siempre inferior, tenga que decir. El colonialismo aflora como defensa de las elites; el menosprecio, la discriminación, el odio y la negación, acompañan a esa superioridad y facilidad increíble de enjuiciar y definir al otro, como también a la coerción necesaria, la violencia gradual para que la “letra” (las ideas) entre con la suficiente “sangre” (literal).

Así los indios, ahora “ciudadanos” (antes “el pueblo”), nos creímos el cuento de pertenecer a categorías que operan como escalones en la sociedad de las oportunidades neoliberales. Compartimentos de inferioridad de los que escapamos montados en la espalda de nuestros vecinos y vecinas, gracias al crédito y trabajos extenuantes, estupidez e ignorancia distribuidos racialmente y jerarquías enclavadas en los matices existentes en el tránsito del negro más oscuro al blanco más insípido.

Desde la extrema riqueza a la extrema pobreza y todas las formas de vivir y expresar la sexualidad socialmente penalizadas, se entrelazan para producir y reproducir circuitos de violencia y discriminación que fluyen como cascadas desde el primer ladrillo de esta pirámide de colonizadores frustrados a la que llamamos “sociedad chilena”. Es aquí donde cada grupo descarga sus frustraciones sobre el siguiente en la escala de opresiones que compone a nuestra multicolor y aspiracional sociedad del Chile tercermundista, periferia del desarrollo y por siempre, territorio de despojos y de espejos.

Espacio donde el oprimido, pasa de ser “trabajador” a “ejecutivo de ventas”, un músculo profesionalizado sin nada que le pertenezca más que sus fibras, el cual ya no habla de sindicato, ni de población, ni de pueblo, palabras cargadas de derrota e inferioridad en un mercado que objetiva los derechos humanos. Entonces el inferior se viste con ropajes ajenos, de luces que le permitan ocultar sus sombras y dormir con tranquilidad luego de saber que un disparo por la espalda a un mapuche en la Araucanía por parte de efectivos policiales, no es motivo de tanta indignación, sino que es “normal” allá en el “lejano sur”.

Entonces ¿Por dónde atacar? Por todas partes. ¿Con quiénes? Con todos y todas las que sientan necesario volver a vivir como humanos, como “che” y no como mercancía apilada en una esquina esperando ser útil, ajenos a nosotros mismos. ¿Cómo? Como lo exija la fisonomía del enemigo, si hemos de unirnos habrá que hacerlo, pero con la confianza suficiente entre quienes emprendemos esa tarea para no desintegrarnos en la atmósfera a medida que avanzamos junto con la conciencia de sabernos necesarios, asumiendo que los Mapuche hoy, estamos en cualquier parte sobreviviendo, a veces sin siquiera saberlo. Y que no hemos sido asimilados del todo, no al menos en nuestros aspectos constitutivos que nos hacen ser lo que somos e indignarnos con lo que nos indignamos.

Situaciones como las de Lorenza Cayuhan y la pequeña Sayen, Macarena Valdés y sus 4 hijos, la Machi Francisca Linconao que inició una huelga de hambre, el Machi Celestino Córdova, Brandon Hernandez Huentecol, la Machi Millaray Huichalaf, y tantos otros y otras que probablemente se me escapan. Hoy nos exigen que, más allá de los idealismos y las formas preconcebidas, lejos del deber ser, debemos “organizarnos para vencer” a la epidemia neoliberal que nos mata. Porque para el Winka Estado y sus réplicas locales, por más blanqueados y colonizados que estemos, en cualquier minuto, sin mediar provocación alguna, podemos recibir un disparo “accidental” por la espalda que nos mate o nos deje malheridos.

Al final del día, tanto para ellos que nos matan, como para nosotros que nos indignamos: fuimos, somos y seremos Mapuche, somos un riesgo, somos amenaza, somos potencia de cambio y transformación. Eso sí, siempre y cuando seamos uno en nuestros objetivos, diversos en las ideas, miles en la acción.

Pavel Guiñez Nahuelñir