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Imágenes paganas (15): Biblioteca

Por: David Bustos | Publicado: 04.03.2017
Imágenes paganas (15): Biblioteca biblioteca |
Cuando me cambié habían varias cajas de libros que revisaba sólo superficialmente y, casi por tincada, las relegaba a la bodeguita. Entonces un día, aprovechando la visita de un amigo poeta, le pedí que me ayudara en esta ingrata tarea. Se mostró dispuesto a darme una mano, yo ya sabía de su especial debilidad hacia los libros.

Desde que vivo en la playa, no he podido terminar un baño y se ha transformado involuntariamente en una pequeña bodega. Con los años he comenzado a tratar de despejarla. Con unas tablas poco confiables habilité un entretecho que, al introducir la cabeza, de inmediato te da mala espina. El habitáculo es un infierno, la temperatura al menos sube veinte grados, y las tablas del piso tienen aberturas entre las que debes saber poner los pies con precisión para no caer techo abajo. Pero como sea me ha servido bastante ese inhóspito espacio para con un ritmo bastante abúlico, ir sacando las cosas de esa bodeguita y en un  futuro prometedor transformarla en un baño.

Cuando me cambié habían varias cajas de libros que revisaba sólo superficialmente y, casi por tincada, las relegaba a la bodeguita. Entonces un día, aprovechando la visita de un amigo poeta, le pedí que me ayudara en esta ingrata tarea. Se mostró dispuesto a darme una mano, yo ya sabía de su especial debilidad hacia los libros.

Desde abajo le iba pasando cajas, rieles de cortina, impresoras en desuso, etc. Pronto, al ritmo de subir y bajar, mi amigo desde la oscuridad del entretecho fue abriendo algunas cajas y revisando lo que estaba siendo destinado a ese lugar sin destino. Desde arriba escuchaba sus advertencias. Libros que no tenía en mi radar o que hasta podría asegurar haberlos visto en mi anaquel, mi amigo, ya algo cansado, me preguntaba si estaba seguro de que deseaba dejarlo en ese punto ciego. Ese lapso duró por lo menos una hora, tiempo en que mi amigo, ya a estas alturas transpirando, con alarma y estupor me preguntaba una y otra vez si yo estaba consciente que el libro que tenía en sus manos, en la oscuridad del entretecho, sería relegado de una vez y para siempre a una caja que flotaría en el olvido. Por supuesto me ayudó mucho, sobretodo porque injustamente libros de poetas amigos estaban siendo puestos en el espacio indeterminado del cosmos. Lo que por supuesto corregí al instante y también me hizo aclararle que no sabía que estaban ahí y, casi avergonzado, le pedí que no comentara esa infortunada situación.

Al rato, exhausto por la tarea y con dos o tres libros que me pidió de regalo, mi amigo y yo, tras rescatar del hoyo negro más de veinte libros, dimos por terminada la tarea. Transpirado y sediento, mi amigo bajó por la improvisada escalera y tras tomar un vaso de agua, entornando los ojos me comentó que ahora deseaba ordenar mis anaqueles.

Dado su generoso ofrecimiento, no fui capaz de negarme y no tardé en darle luz verde. De alguna forma confiaba ciegamente en él.

A la hora y media todos los libros se veían totalmente ordenados en los anaqueles. Ya no estaban sobre la mesa sin destino o uno sobre otro. El cutis de los libreros se veía reluciente, no se apreciaban relieves o mordiscos en el conjunto. No me acerqué a averiguar los criterios del orden, para mí bastaba observar la simetría en línea como para sentirme agradecido.

Pasaron unos días y hoy deseaba escribir una columna acerca de las hormigas. Conversando con Federico Galende, llegamos a un verso de Enrique Lihn que, según Fede, Aedo lo menciona al comienzo del Recolector de Pixeles. Ese dato, pensé, podría ser mi puntapié inicial para escribir mi columna acerca de las hormigas. Llegué a casa con la decisión de encontrar el libro y, para eso, me fui a la sección de poesía, que más que una sección parece un rizoma, y comencé como todos comienzan, de arriba hacia abajo, libro por libro a buscar. Pero al poco rato me di cuenta que el orden de mi amigo era extrañísimo. Por ejemplo, Álvaro Mutis estaba al lado de Sergio Mansilla y por el otro costado estaba Paul Celan. Después, en la misma corrida pero a varios centímetros, estaba nuevamente Mutis, pero ahora rodeado por Cristián Gómez y Carlos Cardani. Señal de que Mutis estaba desmembrado. Pero esa primera constatación no me desanimó, mi objetivo era encontrar El Recolector de Pixeles y no detenerme en nimiedades. En el anaquel de abajo encontré Carahue, de Ricardo Herrera, entre Tomas Harris y José Kozer. Después a Soledad Fariña apretujada entre una versión de la biblia que había olvidado que tenía, y Cecilia Vicuña. Cuestión que califiqué de inquietante ya que en otro anaquel, nuevamente estaba Cecilia Vicuña, pero esta vez junto a Sergio Afsen y Federico Schopf. Digamos que la poeta Cecilia Vicuña, al igual que Mutis, saltaba de una liana a otra. En lo que podría interpretarse como simplemente desorden, algo hizo que saltaran las alarmas. La primera señal la tuve con el  poeta Sergio Muñoz, perfectamente ordenado, todos sus libros uno al lado de otro, incluso acompañado por Gonzalo Rojas. Y recordé el cariño que le tiene mi amigo a Sergio Muñoz,  y entonces comencé a darme cuenta. Zurita estaba completamente ordenado, Enrique Lihn y Neruda también. Todos esos libros uno al lado de otro consecutivamente organizados, casi cronológicamente. La segunda señal fue encontrar los dos únicos libros de poesía que había publicado mi amigo, puestos en un lugar del anaquel que se podría calificar de protagónico, disputándole privilegios a Vallejos. A su lado, respirándole en el cuello, casi hombro con hombro, el libro de una amiga en común, que mi amigo quiere muchísimo.

Mi molestia terminó por tener forma cuando vi a Andrés Anwandter, poeta que siempre me he encargado de tenerlo reunido, en un mueble y luego en otro. El árbol del lenguaje en Otoño, junto a Paisaje Lunar y Viaje Nocturno de Kurt Folch. Qué extraño que el libro de Anwandter estuviera entre esos dos libros de Kurt. A esas alturas ya me parecía que el orden para mi amigo tenía un sentido. Por ejemplo, Guía para perderse en la ciudad, de Víctor López, estaba entre Fabla Grafitty de Guillermo Valenzuela y Tres Canciones de Carlos Cociña. Y en el mismo mueble, exactamente abajo, Poemas divididos, apretujado entre Álbum de Valparaíso de Elvira Hernández y Proyecto de obras completas de Rodrigo Lira. Digamos que sus lecturas en algunos casos coincidían con lo que yo podría reflexionar acerca de algunos libros y en otras me sentía totalmente distante. No necesariamente habían estéticas que se relacionaban, sino que él había armado ciertas discusiones, que hasta podrían parecer polémicas en su orden, y que a estas alturas ya era una propuesta de lectura.

Pasé mucho rato tratando de entender como leía la poesía mi amigo, pero pese a todos estos distractores no logré dar con El Recolector de Pixeles.

Luego recordé una situación similar, pero a la inversa. Hace unos meses fui a ver al poeta Jorge Polanco, que se fue a vivir a Valdivia. Su biblioteca es diez veces más numerosa que la mía. Jorge tenía que trabajar casi todo el día y su biblioteca estaba a medio ordenar, entonces como una manera de sentirme útil en las horas del día, me ofrecí a ayudarle con sus libros. Cuestión que él desechó con tranquilidad y hasta podría decirse, con amabilidad. Luego de lo que me sucedió con mi biblioteca, comprendo ahora su negativa. El único que puede ordenar su biblioteca es uno mismo y el único que la puede desordenar o dejar de ordenar también. Porque hay una patria, un territorio, una declaración que no debemos nunca entregársela a nadie, porque de eso depende no sólo que podamos encontrar un libro que queramos consultar o leer; de alguna forma, de eso depende incluso que podamos seguir escribiendo.

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