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Crónicas Militantes Populares I: Descolonizando la Marginalidad

Por: Freddy Urbano | Publicado: 17.03.2017
Crónicas Militantes Populares I: Descolonizando la Marginalidad santiago 1986 |
«Crónicas militantes populares» son textos sobre las militancias populares de los años ´80 y ´90. Cada viernes se presentarán pequeñas narraciones de los sectores populares y rurales de ese periodo.

A mediados de septiembre de 1982, el país había cumplido nueve años bajo una cruel dictadura militar: nuestras poblaciones habían sido allanadas una y otra vez y las patrullas militares y carros policiales abundaban en esos tiempos. La cesantía rondaba el veintisiete por ciento, y eso se percibía en el ambiente poblacional. En aquel entonces, era habitual ver cómo las esquinas se colmaban de jóvenes desocupados que buscaban, a través del espontáneo encuentro callejero, una forma de hacerle el quite a la compleja situación económica del país. La esquina resultó ser un lugar de relativa confortabilidad frente a un entorno social arruinado por la basura desparramada en el vecindario, y que adornaba el paisaje agreste donde sólo unos pequeños charcos de agua lluvia se resistían a morir. Eran efectivamente archipiélagos en franca descomposición que con cierto aroma pestífero se rebelaron a ser consumidos por la tierra árida, aquella que ganaba territorio en el último soplo del invierno.

En esos tiempos se caminaba más de lo común, kilómetros y kilómetros entre tierrales y pastizales secos… ahí por la orilla de la Circunvalación Américo Vespucio -avenida que sólo tenía asfalto hasta el Cementerio Metropolitano, en la zona sur de Santiago-, éramos testigos comparecientes del abandono de la modernización capitalista. Muchos decían que la dictadura había parado el proyecto de asfaltar la avenida justo en este sector de la circunvalación, porque aquello era el anhelo del Presidente Allende. Ahí estaba un hoyo inmenso a medio terminar que imaginó a principios de los ‘70 un camino que eludiera la línea férrea: una avenida que conectaba el sur con el norte y el este con el oeste de la capital. En el verano del ‘82, los amigos del vecindario le decían “el cráter”, porque era seco y desagradable. Ya en el invierno de ese año era un lago, producto de las persistentes lluvias. Ahí todos nosotros tirábamos un cholguán y navegábamos por las aguas fluviales. Llenos de veleros estaba aquel tranque estacional que nos entregaba cada invierno, en que nuestras manos aleteaban como espátulas en el agua para movernos de un lado a otro.

Al finalizar ese año, un tenue murmurar se asomó en el vecindario, y con ello un leve disgusto comenzó a salir de su oscuridad, apoderándose paulatinamente de las calles. Poco a poco, los vecinos comenzaron a perder el miedo infundido por la dictadura y promovieron incipientes actividades sociales. En enero del ‘83, por primera vez, un vecino se acercó y de una manera muy cauta me invitó a participar de pequeñas actividades sociales con niños del sector. Las denominaban “colonias urbanas”: eran acciones colectivas llevadas a cabo por adultos y jóvenes para educar a los infantes en un ambiente de entretención. Esas actividades fueron un estímulo vital en aquella época, en que el temor era un paralizante social muy efectivo en los espacios públicos. Ese verano particularmente suscitó un ambiente festivo en las calles, lo que de modo paradójico colisionaba con el contexto sociopolítico de permanente violencia policial en los sectores poblacionales. Por lo pronto, se retomó una sociabilidad olvidada: sus calles y pasajes brotaron nuevamente como espacios vitales de encuentro y conversación.

En marzo del ‘83 había cumplido 14 años, y rápidamente con mi vecino mayor comencé a participar en actividades solidarias para ayudar a combatir la crisis económica, que afectaba a los pobladores que habían sido desahuciados de fábricas e industrias. La cesantía sacudió fuertemente a las familias del sector y como consecuencia de esta situación, ya eran muchos los que salieron de su confinamiento y comenzaron a participar de las incipientes acciones de solidaridad. Al interior de la capilla católica del sector, pequeñas mediaguas fueron ocupadas por los vecinos que decidieron organizarse para resistir el empobrecimiento del lugar. Las ollas comunes, los sistemas de compra colectiva y los comedores populares, entre otras actividades, fueron sumando pobladores que vieron en estas acciones colectivas medidas eficaces para sortear los malos tiempos. Ahí convivían y dialogaban, de modo simultáneo, la pobreza y la esperanza. Se forjó durante los meses venideros una comunidad participativa y activa socialmente; la solidaridad fue el horizonte que nos convocó y, a la vez, estimuló en nosotros un afán político nutrido de rebeldía. Rebeldía que necesitábamos albergar en algún lugar que cobijara nuestras inquietudes y sueños.

Abrigábamos la voluntad de participar en algún partido de la izquierda chilena, de todos aquellos partidos políticos censurados y perseguidos por la dictadura. Yo intuía que mi vecino mayor participaba en el MIR o en el Partido Socialista, y que aún no tenía la confianza de invitarme. En esos tiempos, conseguir el ingreso en alguna reunión partidaria era prácticamente inviable, por razones de seguridad y sobrevivencia de sus militantes. Todo se manejaba con mucha cautela, y cada uno de nosotros debía mostrar credenciales suficientes para merecer la confianza y tener cabida en alguna de estas reuniones.

En aquella época, logré entender que la militancia no es sólo un deseo genuino por participar, sino que es, a la vez, una voluntad: voluntad de querer, pero fundamentalmente de entregar. No había en aquella época un manual o una guía de lo que debía ser un militante; sin embargo, uno presentía que la militancia tenía un estrecho vínculo con el sacrificio y la misión, y sobre todo con “entregar” sin pedir nada a cambio. Sin racionalizar demasiado, en la militancia brotaba algo que escapaba a los formatos religiosos y pastorales; en ella se hospedaba un sentido distinto, se nos convocaba a participar por un ideal, un sueño, un horizonte… algo que no tenía cuerpo, algo que ausentaba al pastor.

“Simpatizante” era una figura de acercamiento a la militancia; simpatizar con un partido era el preámbulo al ingreso… había que demostrar dedicación social y sobre todo generar confianza para ser admitido en los encuentros militantes. Yo manifestaba con frecuencia a mi vecino el interés de ingresar a los núcleos socialistas, pero él se mantenía muy cauto, sin dar claras señales del momento indicado para participar. Entre febrero y marzo del ‘83, fui conociendo a muchos activistas y dirigentes de organizaciones sociales, y a la vez me fui introduciendo gradualmente en sus reuniones, donde se organizaban las actividades venideras, se definían las labores y funciones de cada uno de nosotros. Allí también se discutía de política y de los problemas de seguridad que concernían a los dirigentes e integrantes de las organizaciones sociales. Sin percatarme lo suficiente, me di cuenta que era un simpatizante en vías de militancia. El ingreso al núcleo socialista carecía de formalidad y menos de solemnidad; no obstante, en ese momento logré entender que ingresar a militar en un partido político, en ese contexto de marginación social y política, tenía un significado vital para lo que se venía para mí en los años siguientes.

Al aproximarse la primera protesta nacional de Mayo del ‘83, yo era un integrante más en una de las variadas corrientes socialistas de la época. Lo que se viene por delante va cambiar sustantivamente mi forma de vivir… mi forma de pensar…

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