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Crónicas militantes rurales II: Militar versus militante

Por: Vladimir Rivera | Publicado: 27.03.2017
Crónicas militantes rurales II: Militar versus militante conscripto |
Nos hicieron varios exámenes. Noté que uno de los milicos era el Cabezón Soto. Un gorila, bueno para la ñoco, pero ahora era milico. Habíamos sido compañeros en el liceo B-30 Manuel Bulnes de Parral. Siempre nos topábamos en los recreos, tras el baño donde íbamos a fumar a escondidas de los inspectores.

Llegué a las 8 de la mañana a Cauquenes ese día caluroso de diciembre del año 92. Ahí quedaba el cantón de reclutamiento. Era un gimnasio. En esa época estudiaba en Osorno, pero mi cantón quedaba en Cauquenes. Ahí viajábamos todos lo de la provincia. Lo complicado de la situación era que un par de días comenzaban los exámenes finales. Ya en Parral, me conseguí un certificado con el Cura Custodio Ruiz, un cura de tendencia demócrata cristiana, aunque nunca lo declaró. En su casa vivió la relegación Manuel Bustos. El Cura Custodio había sido capellán del Regimiento de Cauquenes. No quería hacer el servicio e iba con todos los argumentos para no hacerlo: estaba estudiando, usaba lentes y una carta del padre Custodio. Ese año recibí varias cartas. La de aviso, la que si no había recibido la anterior, la de recordatorio y la última la de amenaza. Si no me presentaba, sería declarado remiso. Mis amigos que habían pasado por el proceso me dijeron que sólo habían recibido una sola carta. La última misiva sonó a exilio o cadena perpetua. Llegué. Éramos 20 más menos. Nos hicieron formar por apellido. Un chico se formó en la H. Un milico lo miró y le preguntó: «Apellido». El chico respondió Osorio. «De cuándo que Osorio se escribe con H, huaso culiao». Lo tomó y lo puso en la O. Es decir, junto a mí.

Nos hicieron varios exámenes. Noté que uno de los milicos era el Cabezón Soto. Un gorila, bueno para la ñoco, pero ahora era milico. Habíamos sido compañeros en el liceo B-30 Manuel Bulnes de Parral. Siempre nos topábamos en los recreos, tras el baño donde íbamos a fumar a escondidas de los inspectores. Nunca entendía los chistes, le iba mal en casi todos los ramos y casi siempre se quedaba en silencio frente a todos, más que timidez era porque supongo, o tenía nada que decir. Era, como muchos de nosotros, un prospecto de fracaso, nuestras vidas pobres y miserables eran una crónica de una muerte anunciada. Me pareció que era una buena decisión de vida haber hecho el servicio. Tenía en su gorra una PM y un fusil. Lo miré con la intención de saludarlo, pero en vez de eso, esquivó la mirada. No me saludó, a pesar que una vez le regalé una floripondio.

Nos desnudaron, nos miraron el orto, los pies, las muelas. Me sentí como Kunta Kinte antes de ser comprado. Luego, nos hicieron vestir, y nos hicieron preguntas personales obvias: nombre, enfermedades, alergias, ese tipo de cosas. Siempre en orden, siempre fila por fila. Eran cerca ya de las dos y nos dejaron formados, mientras ellos se iban a comer. Ahí estábamos los 20 chicos. Nos mirábamos con cierto temor. ¡como tenerles miedo a los milicos en esa época! El Soto habló con otros conscriptos, pero conmigo no. Ni me miró. Pasaban los minutos y algunos comenzamos a preocuparnos, ya el último bus a Parral era a las 4. Y nadie tenía dinero para pagar una pensión ni nada por estilo. Luego de un rato, llegó un Coronel o algo así y nos pusieron en un extremo de la cancha. El milico se puso al medio, le pusieron un escritorio, una libreta, unas carpetas y una guarida: El Soto.

El Coronel, serio, peinado a la gomina, comenzó a llamarnos uno a uno. Nos colocábamos en línea recta hacia él, a distancia de unos 10 metros más menos. Preguntaba o gritaba más bien ¿Algún impedimento para no hacer el servicio militar? Era el momento que cada uno daba sus argumentos. «Vivo solo con mi mamá», «soy el sustento de mi casa», «ninguno señor» y así, un largo etcétera. Cuando llega mi turno, me llama. ¿Algún impedimento para no hacer el servicio militar?. «Estudio»- le respondo. «¿Y qué estudiai?». «Pedagogía en Castellano». Me mira y anota. «En Osorno». Asiento, aunque en ninguna parte yo había señalado que estudiaba allá. «Acá también hay hartos que estudian…¿Otra cosa para no hacerlo?». Niego. Recordé la carta del Cura Custodio, pero algo dentro de mí me decía que eso no serviría.  «¿Seguro que no tenía otro impedimento?». «Sí, seguro»- balbuceó una respuesta lo más probable, temerosa. «Estudio en el año y trabajo en los veranos». Me mira y anota. «¿Y tú papá?»- pregunta mirándome fijo. Lo miro. «Mi papá murió»- atiné a decir. «¿Y de que murió?»- inquiere. «Es Detenido desaparecido»- respondo. «Entonces no está muerto, se fue de la casa». Asiento levemente. En ese momento recordé las veces que fuimos a los cuarteles preguntando por mi papá y nos dijeron: Lo más probable es que se haya ido con otra mujer. «¿Y qué edad tenía cuando se fue de la casa”? «21 años». Me miró y me dijo: «Sabí que más, yo habría matado a más hueones». Hizo una pausa y finalizó: «Anda a sentarte mejor».

Me subí a las gradas junto a los otros chicos.

Luego, comenzaron a llamar uno a uno y les entregaban sus cosas, su carnet. En orden alfabético siempre, todo en orden. Cuando llegó mi turno, me saltaron. Pasaron al compañero siguiente. Me dio miedo. Se fue el último conscripto. Se fue el capitán, se fueron todos los milicos y yo ahí en la grada. Al final sólo quedó el Soto y yo. El con su fusil. Yo, sin zapatos y sin saber si volvería a casa. Su mirada era distante. No me veía. No me miraba y yo pensaba: «pero guatón Soto, te acordai que fumábamos detrás del baño». Pero nada, ninguna reacción de quien había sido mi compañero.

A las 5 para las cuatro, el Soto me dijo que me fuera. Tomé mis cosas y corrí al terminal, pero el bus se había ido. A lo único que atiné fue a caminar hacia la salida del pueblo con la intención de hacer dedo. Metí mis manos al bolsillo del pantalón, ahí estaba la carta de Cura Custodio. La rompí. Me puse mi personal y me fui escuchando a REM: «Losing my religion«.

El camino se hizo más feliz, por lo menos desde ese momento.

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