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Enfermarme de rabia: Una crítica a «Dramas Pobres» de Claudia Rodríguez

Por: Diamela Eltit | Publicado: 29.03.2017
Enfermarme de rabia: Una crítica a «Dramas Pobres» de Claudia Rodríguez claudia |
El libro viaja desde la cárcel real para construir una cárcel simbólica que encierra, clasifica y marginaliza. Es esa cárcel permanente –la cárcel de los géneros y de las clasificaciones- la que dispara el texto para hablar del poder y del desamparo travesti. Porque “Dramas pobres” es un texto muy poderoso, eficaz para dar cuenta de lo vulnerable y de cómo deambula lo vulnerable.

Pienso, en uno de los registros posibles (me refiero a las estelas provocativas de lo múltiple) que la escritura literaria es una forma de travestismo. O, dicho de manera directa, es travestismo puro en la medida que la letra requiere dotarse de diversas cosméticas y técnicas para habitar los territorios estéticos por los que transita, para así alterar la letra burocrática. Entonces es ornamento. Suspenso. Drama o jolgorio. Tensión e intención. Máscara. Un poderoso ensamblaje. En ese sentido la escritura literaria puede ser considerada como “producción total”.

Pero también hay que pensar en los géneros literarios como límites y de qué manera las sucesivas trasgresiones a lo largo de los tiempos han desestabilizado sus fronteras. Esas rupturas provocaron tensiones y escándalos frente a los nuevos procedimientos -otras estéticas y renovadas cosméticas- que rompieron los consensos y las poderosas tradiciones con las que se han definido y acaso se protege cada uno de los géneros.

Desde otra perspectiva, el macro programa masculino-femenino es una impresionante producción binaria del sistema. Su formato es tan arbitrario como los géneros literarios y sus ordenanzas. Sé que podría resultar polémico afirmar que filiarse al género asignado por el sistema porta un tipo incesante de travestismo. Sin embargo lo pienso así porque habitar el género implica una forma de incomodidad, de simulacro, de disfraz. Un sí. Un no. Una dosis de incerteza y un no +saber. Lo que quiero señalar en realidad es que cada vez hay que aprender y reaprender para ejercer un conjunto de guiones siempre móviles, insuficientes. Me refiero de manera primordial a lo femenino. O, implica, siguiendo a Foucault, un tipo de sumisión ante un terreno resbaladizo dictaminado por los aparatos disciplinares para producir dominaciones.

El sistema ofrece un catálogo de femeninos posibles a los que adscribirse, modelos de femeninos que pueblan los imaginarios y que arrastran un remanente caótico donde la euforia por alcanzar el modelo –su mimético acontecer- puede rozarse con la depresión y el sinsentido ante una cierta imposibilidad.

La oferta de modelos de lo femenino es amplia. Desde lo intenso hasta la modestia, de la decoración al desaliño. Poco importa en realidad, pues lo que está en juego, desde la política de los controles, no es para qué filiarse a una de las ofertas sino para quién filiarse. Porque -y continuando con los riesgos- pienso que es lo masculino quien construye lo femenino. Lo construye como subordinación y servicio, como botín, como mercado de exterioridades.

Desde luego, cuando hablo de masculino me refiero al sistema: a aparatos tecnológicos de controles, a sitios de poder y de riqueza, a máquinas de guerra, hablo de los múltiples dispositivos militares, de la ley, de la industria médica, de las religiones entre otras estructuras. Cuando hablo de masculino aludo, desde luego, a la apropiación indiscutible del lenguaje, a la construcción de imaginarios, a la violencia, a las jerarquías y, cómo no, a las clasificaciones.

Lo que me interesa señalar aquí es que la obligación al género no es una simple investidura sino una constante travestidura por ese desfase entre el cuerpo más material y el género también más material que promueven (y necesitan) entre sí el choque y una permanente discordancia.

La dominación de género como constructor de cuerpos se hace tal vez más visible, más urgente cuando un cuerpo biohombre adopta el travestismo de alguno de los modelos del género femenino. No importa de cual. Hay que entender con toda claridad que ser travesti es una identidad y frente a la pregunta «¿qué eres?» la única respuesta certera es: travesti. Entonces la travesti se erige como uno de los monumentos de la tiranía del género más reconocible. Ella es la que mejor lo deconstruye y lo evidencia con su abnegada dedicación cosmética. La travesti no es exactamente homogénea pues repite filiaciones a distintos modelos, pero en cada en cada uno de ellos se imprime su deseo. Y, hay que decirlo otra vez: este deseo no es inocente ni menos propio porque se trata de una ocupación territorial de orden simbólica que se origina mediante la intensa colonización en los imaginarios.

La travesti –mas allá de las diferencias que adopte- se traviste doble o triplemente pues su oficio, de una gran envergadura cosmética por la incidencia de la biología, en general se pliega al deseo masculino dominante mediante la ocupación de los iconos más preciados por el sujeto que los construye (el “hombre”) convirtiendo ese deseo en exceso, máscara y carnaval mediante la apropiación de ese icono desde un cuerpo otro. Lo carnavalesco es dual. Por una parte acusa la subyugación a los iconos adoptando una posición conservadora (pese a la trasgresión que porta esa subyugación) y simultáneamente la deconstruye y la pulveriza mediante ese mismo exceso. De esa manera la travesti desmonta el género femenino de manera científica, para así poner en evidencia la teatralidad, su imposición y la obligación a una representación constante e incierta. Pero, desde otra perspectiva, la travesti puede ser pensada como máquina de poder interpretativo pues se erige como una eximia lectora de la aguda forma de producción del género femenino.

Pero hay que considerar también la actualidad del travestismo de sí en el cuerpo concreto de las biomujeres llevadas al paroxismo mediante las industrias más gananciales de los químicos y los quirófanos. Así la silicona o el botox -entre otros químicos- y los siempre sangrientos bisturíes, se han apoderados de los cuerpos para extremar sus atributos. O, dicho de otra manera, los atributos que el estereotipo de lo masculino ensueña y privilegia: la mujer carnal inscrita en sus labios extremos como la oferta más radical en la enunciación que porta su rostro. Hoy se podría hablar de un doble travestismo que genera a lo que podríamos denominar como “la mujer travesti de sí misma”, producida sincrónicamente por las diversas industrias médicas y cosméticas.

Ahora mismo cuando las revoluciones políticas parecen inviables por el imperio totalitario del racionalismo neoliberal, el Estado en una perfecta unión con el mercado abre sus compuertas para acoger las diferencias de identidades generando una ecuación perfecta entre controles y dinero. Aunque esta apertura puede resultar una liberación y un notable avance y, más aún, puede ser considerada una notable ganancia, yo pienso que la sigla LGTBI aparece como un nuevo mecanismo de control para comprimir y cercar aquello que parecía resbaladizo e irreductible. Esta sigla se erige como un domicilio masivo y un lugar seguro para la acumulación del capital que produce la innovación en el mercado de las diferencias. Un periférico y centrista barrio cultural. Una forma de ingreso y a la vez de segregación. Un síntoma de triunfo y de derrota. La ONG internacional más perfecta o el panóptico multitudinario en la cárcel vigilada de las identidades ahora cautivas por la única sigla LGTBI que las aglutina. Un preciado activo para la bolsa de valores. Un barco colmado de inmigrantes. Quintillizos a la deriva.

Estamos inmersos en una época clasificatoria. La veloz tecnología está lista para rotularlo todo en una perfecta codificación. No pretendo aquí plantear una salida a estas clasificaciones, más bien me moviliza el deseo de pensarlas o repensarlas, ensayarlas.

Pero ahora mismo, justo entre esas instancias que parece necesario enunciar para contextualizar lecturas, aparece una nueva versión, esta vez en el formato libro, de “Dramas pobres” de Claudia Rodríguez. Y, a la vez, esta publicación marca el nacimiento de “Ediciones del Intersticio”. Dos emergencias que se unen en torno a un deseo de desacato, de problematización y hasta de subversión de los órdenes y de las órdenes. En la presentación se incluye un manifiesto editorial, que se define como “les editores” en contra de “los” para aliviar así la dominación genérica masculina del lenguaje y de la escritura. En ese “les” se incluye una alternativa, una torsión que busca la liberación del cuerpo de la escritura para escuchar –como lo señalan- “la medianoche del canon”, un deseo de “oír todo crujiendo” o cómo lo expresa “Dramas pobres“: “tengo pa 3 meses de estar metía aquí” recuperando esa otra gramática, siempre deslumbrante, fascinante en realidad porque es una creación construida por la indisciplina de los mundos populares.

A la manera de un mapa de las periferias, el libro recorre zonas, produce distintas siquis, prácticas, deseos travestis activados desde una sede poética en que se muestran diversas subjetividades marcadas por la carencia. Las diversas travestis textualizadas por “Dramas pobres” se abocan a la tarea de pluralizarse en discursos poéticos que apelan a la memoria, a la política, al humor, a la denuncia social, a la cárcel. El deseo travesti se cruza con el deseo por la travesti y, en un lugar sutil, en algunas de sus partes, la travestí adquiere su poder cuando deconstruye ese deseo en medio de la obligación sexual en la que se miden ambos: la travesti y su hombre.

El libro se articula desde una diversidad de formas poéticas donde la página no solo contiene escenas sino escenarios de escritura mediante la pluralidad y la alteración de los formatos. Sus sujetos travestis caminan por las orillas sociales movilizados por una sed de amor y por la extrañeza. Sus subjetividades cautivadas por un romanticismo ciego (ese romanticismo que ronda a lo femenino) se esconde tras una máscara que está disponible para una actividad sexual carente de condiciones ni límites. Su sed de amor es un fracaso por la obligación a una práctica genital sin sentimentalismo alguno. Pero en otro lugar, quizás el más elocuente, está la cárcel y su escritura popular sin maquillaje ni efectos. Pensé que ese era un lugar central del libro, su “medianoche”, ese sitio donde se oye “todo crujiendo” porque, en definitiva, esa cárcel aparece como la metáfora más coherente para dar cuenta de las subjetividades minoritarias –que por minoritarias son siempre candentes, resistentes- cercadas por una pobreza que el texto politiza.

Desde mi perspectiva, el libro viaja desde la cárcel real para construir una cárcel simbólica que encierra, clasifica y marginaliza. Es esa cárcel permanente –la cárcel de los géneros y de las clasificaciones- la que dispara el texto para hablar del poder y del desamparo travesti. Porque “Dramas pobres” es un texto muy poderoso, eficaz para dar cuenta de lo vulnerable y de cómo deambula lo vulnerable: “uno de los tantos rufianes que me amó y que yo amé una noche en sus brazos me dijo; “¡¡Claudia¡¡ ¿A quién matarán primero…a mí o a ti?” Y aunque realmente no sé qué pasó con el rufián, sí estoy muy segura de que Claudia está viva. Porque ella resistió para escribir de manera brillante la medianoche poética de la trama travesti. Una trama, la suya, la del libro que se cursa en una sobrevivencia siempre agitada. Política.

Diamela Eltit