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Imágenes paganas (17): El mundo de las cortinas

Por: David Bustos | Publicado: 02.04.2017
Imágenes paganas (17): El mundo de las cortinas cortinas |
Es imposible postular, hoy, un mundo sin cortinas. Estas delgadas interrupciones de la vista son la única manera de sobrevivir en los microespacios urbanos. Lo cierto es que la cortina, como dice la palabra, es corte. Un corte de vista. Una navaja que acorta la mirada. De estos coloridos géneros que cuelgan depende el espacio íntimo en el que podemos transitar desprovistos de la armadura social.

Todo comienza y termina en Santiago, vivir afuera siempre provoca un escape de aire en el neumático que avanza por la carretera de la economía doméstica. La otra noche me tocó quedarme por primera vez en un estudio. Tuve que comprar unos pliegos de papel de envolver para improvisar unas cortinas. Una de las cuestiones atractivas de vivir en una zona rural, es que los vecinos, o más bien la vida privada del otro, está a una distancia considerable. De ese espacio y distancia depende aproximarse a los grados de la soledad. Un escritor que no sepa experimentar con cierto goce el invierno de la soledad, está mediando su escritura, dejando que se cuele por la ventana la audiencia.

La noche que me quedé en Santiago, no sólo pude experimentar el diálogo de los vecinos, si no que también escuché un orgasmo, cuestión que hizo que me escondiera entre las sabanas y tapara la cabeza por el pudor.

El papel de envolver adherido al ventanal y su inquietante transparencia, me hizo pensar en las cortinas y en el pudor. Habitar en uno de esos departamentos nuevos y sin cortinas, es como vivir dentro de un acuario. El pez que creemos ver a través del cristal somos nosotros mismos, pero eso no lo sabemos, porque sólo podemos ver hacia fuera. Nuestro punto de vista nunca está del otro lado, pero podemos hacer ese esfuerzo y cuando lo hacemos, dislocamos nuestra mirada y nos llenamos de pudor.

El pudor, para un escritor, es la primera persona, el yo. Las cortinas serían de alguna forma escamotear esa ejecución. Escribir con la distancia de la tercera persona y observación de por medio. Un mundo de imágenes en que el yo siempre esté a resguardo, como si se tratara de una cortina.

Es imposible postular, hoy, un mundo sin cortinas. Estas delgadas interrupciones de la vista son la única manera de sobrevivir en los microespacios urbanos. Lo cierto es que la cortina, como dice la palabra, es corte. Un corte de vista. Una navaja que acorta la mirada. De estos coloridos géneros que cuelgan depende el espacio íntimo en el que podemos transitar desprovistos de la armadura social. Como un caballero de la edad media, con su figura esqueletica, que deja al costado su traje de hierro.

Las cortinas en la poesía serían como el corte de verso, la manera de dividir la respiración o encuadrar una imagen. Como un obturador que es percutado sucesivas veces hasta que en sus divisiones se dibuje un cuerpo, un poema.

Entre el espacio público y el privado, tiene que existir un corte y de ese corte depende cortar o ser cortado.

Hace poco fui a ver a mi papá al hospital, y en la sala estaba él y otro paciente, divididos por una cortina. En un momento mi papá dijo que me acercara, me habló en voz baja, como si estuvierámos confiandonos un sucio secretillo, como diría Deleuze. Me señaló unos zapatos de mujer que parecían acompañar a un cuerpo, que nos espiaba en la conversación. Alarmado, me pidió que me asomara para que descubriera en plena faena a la espía. No pude negarme, ya que desde que mi papá cumplió 85 años, no se le puede decir que no a nada. Al otro lado de la cortina, una señora, seguramente madre del tipo que estaba en cama, leía una revista y sus pies, que daban a los pies de la cortina, daban desde el otro lado la sensación de que estaba escuchando nuestra conversación.

Esa imagen de mi padre alertando una posible espía de nuestro mundo privado, me da vueltas. De alguna forma, ahora comprendo que en el campo donde vivo haya rodeado nuestra casa de cipreses, como una cortina natural ante la visión externa. Como si arquetípicamente tuviéramos una necesidad de límites.

Antes era una muralla, hoy son cortinas. Delgados géneros que dividen un lugar de otro, una división del mundo privado que con sólo una ráfaga de viento puede ser vulnerado.

Todos tenemos nuestra cortinas propias, los párpados por ejemplo, cuando los dejamos caer, ejercemos nuestro derecho a dejar de funcionar y responder al mundo. Cuando alguien va sentado en el metro con los ojos cerrados, está diciendo: quiero estar dentro, no me molesten. Los párpados como el caparazón de la tortuga. No hay nada más eficaz que cerrar los párpados para romper el vínculo con el otro. La fantasía de las cortinas gruesas de terciopelo, como en los antiguos telones de los escenarios, que podían dividir con éxito lo público y el montaje de una escenografía. El derecho al telón, a las bambalinas para ejercitar nuestra coreografía o afinar nuestros instrumentos privados.

En dictadura fueron conocidas las cortinas de humo, un estratégico velo comunicacional que hacía las veces de distractor para esconder una verdad que no deseaba ser revelada. Vivimos 17 años a punta de cortinas de humo. Los esbirros de Pinochet y su clase política se especializaron en el diseño y confección del cortinaje. Medios de comunicación, radios periódicos, programas de televisión, escondían o maquillaban la realidad social. Es posible que la dictadura hubiese sido mucho más corta, a no ser por los expertos en cortinas de humo, que tenían a la población embelesada, sumida a una vida privada forzosa, donde más que pudor había miedo.

Es posible pensar la ciudad como un gran texto y cortarlo a nuestro antojo, ser un Gordon Matta Clark. Realizar un collage de encuadres, como si se tratara de nuestra ventana privada al mundo. De esa micro mirada dependemos para sobrevivir a la endulzante oferta del mercado, que homogeniza y normaliza todo. Ser por una vez la tuerca que salta de la máquina engrasada y caer agotado en la penumbra, con un cigarro entre los dedos en completo silencio. Descansar en esa falsa quietud de uno mismo. Escucharse y entender que eso también es insoportable.

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