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Opinión

Genealogías ch’iso

Por: Jorge Díaz | Publicado: 08.04.2017
Genealogías ch’iso jorge1 |
Una lectura sobre nuestras genealogías torcidas dentro del arte homosexual chileno y sus derivas latinoamericanas, una mirada situada de un activista de la disidencia sexual.

¿Quien escribirá la historia de nuestras lágrimas?

La Paz, Bolivia, febrero de 2017.
De repente brota una emoción, una lágrima que anticipa el adiós mientras el taxi serpentea entre calles estrechas repletas de licorerías y pollo frito: atrás va quedando la ollada, esa maravillosa ciudad altiplánica con transporte colectivo aéreo y una presencia indígena atravesada por una modernidad colonial. Una ollada barroca mestiza, llena de morenadas y ferias populares. Hemos leído sin organización ni programa varios libros mientras viajamos: una novela policial que conjetura un complot sobre la muerte de Roland Barthes, el relato de una mujer alcohólica en la intelectualidad argentina de los 70, unas perdidas novelas autobiográficas de Pasolini donde lo acusan de pervertido y pedófilo, el diccionario marica de un colectivo boliviano donde aprendo que la palabra ch’iso en aymara significa raro y que es una denominación homosexual en el ambiente boliviano, un libro de poesía homoerótica que idealiza la expresión “comerse el cuerpo de cristo” como una antropofagia gay y un libro sobre artes visuales de los 80-90 a partir del trabajo de los ya consagrados y a esta altura hiper-exhibidos y estudiados artistas Carlos Leppe, Juan Dávila, las Yeguas del apocalipsis y colectivos urbanos que hicieron resistencia ciudadana utilizando los recursos del arte y el cuerpo como escudo y arrojo ante el horror del genocidio y la tortura.

En cada mate de coca que recupera el aliento, en cada conversación y en cada encuentro con otras activistas feministas y maricas he tenido que hablar sobre Pedro Lemebel. El escritor terrible, el cronista coliza, el hombre loca de corazón comunista es parte de la bibliografía básica de cualquier boliviano comprometido. Hemos sido honestos, mostrando nuestros acuerdos y desacuerdos, lo brillante de su presencia en el descampado Chile neoliberal, la importancia de su escritura y acciones de arte, su violencia, su menosprecio, sus escupos y sus tacos políticos.

Pienso en escribir esta presentación en las alturas, unas alturas que me hacen sentir una resaca permanente. Debería aprender a escribir y ser mas disciplinado pero tengo dos remolinos en mi pelo y una carrera que fue un desafío completo para mi. No tengo la cabeza de un científico, no sé donde tengo la cabeza.

Me dejo seducir por la radicalidad de estudiantes de secundaria que en un debate televisivo dicen que se sienten orgullosos de ser indios. Que los cholos blancos mestizos con mentalidad europea y los extranjeros no tienen nada, que la tierra es de ellos, la cultura les pertenece, la pacha mama ha sido asediada y asesinada por gente rubia. Hablan de los cruentos asesinatos a Túpac Catari y a otros líderes de la rebeldía. Las feministas me dicen que el indigenismo a ultranza es anti-aborto. Nos quedamos en su casa llena de deseos.

Estamos en “La virgen de los deseos”, la casa del colectivo Mujeres Creando: el espacio es una hospedería, una cocinería, una fotocopiadora y, por supuesto, la radio deseo, ese espacio que se irradia como vasos comunicantes de un sistema circulatorio que llega a todos los rincones de la ciudad, cargado de crítica, debates y política feminista. Todo esto autogestionado, una economía de sobrevivencia y acción política. Semanas antes de nuestra llegada, Mujeres Creando intervinieron la fachada del museo nacional de arte, invitadas por una importante Bienal. El museo está a dos cuadras del palacio de gobierno donde hay un gran reloj que da la hora al revés. Las manecillas giran hacia la izquierda. Estoy en otro tiempo, en otro mundo he pensado también. Ellas hicieron un altar blasfemo en cita a los mismos altares que, dentro del museo forman parte de la colección. Altares enchapados en oros, el barroco mestizo en su máxima expresión. Con las imágenes de su intervención ejercían una dura crítica a la iglesia, su silencio en los temas de abusos sexuales, la homofobia y la corrupción que la constituye. “Tu Iglesia crucifica mujeres cada día, el feminismo las resucita”, decía uno de sus característicos grafitis. El mural no duró ni un día, fue rayado por la misma comunidad y clérigos con litros de pintura blanca que entre gritos llamaban a todo esto un apocalipsis lésbico, una obra del demonio, unas mujeres locas y malas. Tiraron piedras. Fueron agredidas e insultadas. La gente de la bienal no hizo nada.

María Galindo me dice que todo esto fue muy poético: “Nosotras nunca hemos sido personas que nos aferramos al objeto. Al objeto mural, al objeto grafiti, al objeto…no hay objeto, nuestro objeto es la construcción de utopías, la construcción de atrevimiento, la construcción de derribar límites impuestos. Ahí nosotras derribamos un límite”.

Y es justamente en ese límite que me gustaría provocar una lectura contextual, un límite que marca gran parte de los artistas y procesos estudiados en el arte homosexual que nos constituye como activistas en una tradición torcida, dañada y también muchas veces silenciada. Un lugar no siempre cómodo donde confluimos. Un espacio donde se mezclan nuestras biografías, los afectos que desplegamos, las alianzas que disputamos y los desacuerdos que debemos enarbolar como política y como posición para generar obras, estéticas, escrituras e imaginarios que burlen el consenso neoliberal y heterosexual del Chile de hoy.

Amasar nuestras trayectorias situadas

Soy científico y, por lo tanto, he aprendido a moverme en el mundo a través de metodologías que rastrean datos, interpretan procesos y configuran mundos. Todo lo que he aprendido en la ciencia lo he des-aprendido en el mundo de la escritura feminista que propone un ojo mucho más curioso y desobediente que el de la investigación. Las artes visuales han sido un espacio donde he tenido que saber habitar, con cruces y choques. El activismo de la disidencia sexual produce materiales estéticos (videos, performance, lienzos, acciones urbanas, escrituras y gráfica) que son luego materias para investigar una parte del mundo de la visualidad. Al igual que el colectivo Mujeres Creando, hemos tenido que vincularnos con el mundo del arte y producir ahí nuestros encuentros y desencuentros.

Uno de los tres ensayos que contiene un importante libro publicado este año por el Centro de Documentación de La Moneda CEDOC y la editorial LOM llamado “Ensayos sobre artes visuales. Debates y procesos artísticos de los años 80 y 90 en Chile” tiene un importante texto que lleva por título “Prácticas y discursos proto-queer; Juan Dávila, Carlos Leppe, las Yeguas del Apocalipsis & el Che de los Gays” de Dimarco Carrasco, y es el que ha convocado mi mayor atención. Primero, porque es escrito por un activista al que conocí por su valioso trabajo de archivo en el centro de documentación Luis Gauthier del Movimiento por la diversidad sexual MUMS, segundo, porque activa una trama del arte homosexual donde se atreve a romper las barreras entre práctica artísticamente como tal—la galería, la exposición, la bienal— y las prácticas activistas que toman al arte como espacio de producción de estéticas y tercero, porque utiliza distintos materiales desde los cuales argumenta su investigación construyendo un “archivo de afectos”: cartas, textos, catálogos, fragmentos de entrevistas, cahuines, “el se dice que” de la noche alcohólica o los chismes sin validación, que son cada vez más incorporados para leer los contextos de las artes visuales.

El ensayo establece un generoso relato al leer las genealogías homosexuales en el arte chileno de la transición. Traza un mapa y una línea genealógica tomando como eje el concepto de Justo Pastor Mellado llamado “proto-queer” que como el teórico lo definió es “aquel conjunto de obras y discursos que sin declararse portadores de un programa de crítica gay, lésbica o queer, propiamente tal, sostienen de manera implícita en su diagrama elementos que serán posteriormente reivindicados como teoría queer, aunque no de manera explícita en la escena intelectual chilena”.

A pesar que soy un activista de la disidencia sexual que se ha formado en lecturas y estéticas que hacen directamente referencia con lo queer, estableciendo una localización de esta forma de pensamiento, me parece necesario torcer la línea genealógica que nos propone Dimarco Carrasco para leer nuestros activismos. ¿Por qué tendríamos que pensar los trabajos de Carlos Leppe, Juan Domingo Dávila, las Yeguas del apocalipsis y el Che de los gay, emergidos desde del sur, como parte de una genealogía que toma como fin los debates de la academia norteamericana? Me parece siempre necesario torcer las líneas. Tenemos que buscar genealogías que hagan sentido en su ubicación política y temporal, donde las claves del neobarroco: Sarduy y Perlongher se me hacen imperiosos y necesarios.

Tenemos que rescatar nuestras genealogías ch’iso, más aún cuando la misma Teresa de Lauretis, académica y teórica lesbiana, quien fuera la primera en organizar un seminario académico en California llamado “teoría queer”, en su último recorrido por Sudamérica planteó la decepción que tuvo el derrotero de tal teoría cuando dice “Si bien ese no era un proyecto utópico, en aquel momento yo todavía imaginaba que las prácticas teóricas y las prácticas políticas eran compatibles. Pensando en la subsiguiente evolución de la teoría queer, ya no estoy segura. El diálogo que yo esperaba no se produjo”

¿Podríamos, tomando los antecedentes de los años de la producción de textos claves para el activismo de la disidencia sexual como “Cuerpo correccional” o “La cita amorosa”, esto es, el cruce del psicoanálisis, la semiótica, el neobarroco, la vida amenazada y vigilada bajo la dictadura, ser considerados solo como textos “pre-teoría queer”?. Se hace urgente siempre desviar la direccionalidad y los sentidos que como en los vectores estudiados por la física, están constituidos por sus módulos de significados cuando hablamos de las historias del cuerpo sexuado. Tenemos que siempre demorarnos un ciclo más al momento de trazar nuestras genealogías. Adentrarnos en sus recovecos, en las distancias para así “amasar nuestras trayectorias situadas”.

¿Es que acaso lo queer nos dará explicaciones sobre los conflictos o diferencias de clase que separan a artistas como Juan Dávila de Pedro Lemebel?. Los trabajos genealógicos de la disidencia sexual más que una línea generan una curva, una suma de curvas espectrales, unos diseños topológicos quebrados para que lo disidente sexual no sea solo un tema más dentro de las investigaciones sino que establezcan una nueva epistemología de análisis.

Tenemos que celebrar la incorporaciones de subjetividades, identidades y el activismo del cuerpo sexuado dentro del repertorio y el archivo artístico, sí, pero por odioso que pueda ser, debemos detenernos en las configuraciones temporales, en los modos escriturales y en las referencias utilizadas para contar ciertas historias de nuestra política sexual y sus genealogías torcidas.

Una de las escritoras y críticas mayormente referenciada, discutida, citada, leída, acusada, puesta en jaque y muchas veces irrespetuosamente comentada en este ensayo es la intelectual feminista Nelly Richard, quién a través de su intenso e incansable trabajo en la visualidad y en la formación de un espacio intelectual desde los años 80 hasta hoy ha generado un mapa de relaciones, resistencias y posibilidades de enunciación. Debemos celebrar su infatigable deseo crítico. De hecho, este año nos presenta el video arte y política 2005-2015 (fragmentos) que bajo su política del resto y la opacidad, nos presenta un trabajo fascinante y necesario, una mezcla poco ortodoxa del mundo del arte y la política, aunando tiempos y obras a partir de las voces y los silencios. El video rescata la creatividad de la protesta estudiantil junto a trabajos consagrados del mundo del arte. Creo que el video impulsa a seguir en construir momentos, trazar puntos de contacto e intensificar la mirada sexual en los que no están y eso es lo más importante.

Me gusta pensar a Nelly como la gran maestra —así dicen los mexicanos—de la historia y teoría del arte local, siempre a extramuros de la universidad, moviéndose en los intersticios, una tránsfuga de la academia que así como ha dicho Rancière establece un lugar emancipador, la construcción de una vecindad política e intelectual, alejada de las lógicas embrutecedoras de la pedagogía, activando siempre un debate público, feminista y horizontal.

Jorge Díaz