Avisos Legales
Opinión

Ha votado, ha botado

Por: Christophe Beau | Publicado: 09.05.2017
Y ahí salta a la vista el otro tema subyacente, consubstancial al clasismo: el «reglismo» chileno. (…) la regla es un deber aplicarla, y un derecho «aprovecharla». Así que cuidado, nunca te pongas en mi carril ni intentes cortar la fila, pues no faltará alguien que tenga la tentación de denunciar o delatar la pequeña, mientras la mediana y gran pillería continúa aumentando.

Hoy sábado viajé en bus a Santiago para ejercer, como buen francés, mi derecho a voto: Le Pen o Macron, abstención o voto blanco, no hay otra alternativa.

Llegando al terminal de Pajaritos, desde Quilpué, veo dos taquillas abiertas para cargar las tarjetas o adquirir boletos del metro, con filas de 40 personas como mínimo -en París, la cola se hubiera deshecho, e incluso las autoridades del metro, transcurrido un tiempo prudente, hubiesen dado el pase libre-. Acto seguido, voy al torniquete y ya lo estoy por brincar, ya que uno no va a esperar media hora para entrar en el metro. Pero estoy en Chile, y aparece la encargada de vigilancia.

Le confieso que voy a brincar por razones que me parecen obvias, y que mil disculpas, pero es así. «Que mala clase», me contesta, sin más que decir. Me quedé petrificado un instante mientras se me armaba un conflicto cultural por algunos segundos y, con bastante clase, brinqué no más. Todo el viaje, hasta Estación Salvador (¿Salvador cuánto?), me quedé pensando en la anécdota y dándole vueltas a esta palabra «clase». ¿Me lo habrá dicho porque no parezco un hombre de clase con mi vestón de lana, medio campesino, y mi pantalón beige de lino? Mi amor propio dio saltos y se convenció de que de eso no se podía tratar, estaba descartado.

Tampoco podía ser el hecho de no saltar con la ligereza de un ciervo, ya que con mi porte esbelto y atlético a los 60 años -autoestima todavía en camino-, el ejercicio no podía ser más que elegante, considerando además que era a la vista del público y sin un entrenamiento previo en los torniquetes del Metro Santiago.

No, no me quedaba más que reflexionar sobre el famoso «clasismo» chileno invocado, en este caso, por alguien que provenía de la clase más necesitada de la sociedad chilena. El clasismo -lo sé después de 5 años de residencia en este país pasillo-, es cultural en Chile, y atañe a la mayoría de las capas sociales y generaciones del país. País pasillo, de linealidad absoluta, tal como es todavía la jerarquía del sistema de castas a la chilensis.

Proviniendo de una cultura distinta, entiendo que aquí es difícil ser a la vez campesino con azadón y tijera, o pisotear mi uva en mis tinajas y lagares de cuero, como lo hiciera la pasada semana y, a la siguiente, disfrutar un copa en un bar hippie chic de Vitacura durante el estreno de la guía de vinos más «in» del barrio alto, en donde con sólo verme me clasifican como excéntrico. Lo excéntrico para mí es que me pregunten reiteradamente: «… y usted, ¡cuántos obreros tiene en su empresa?» u  «oiga, no falte a la presentación de las viñas del Hyatt el próximo sábado» (a la que debería pagar $200.000 pesos por asistir); o bien, que los trabajadores de mi vecino me digan riéndose amistosamente «esto no le conviene, Don Christophe; cuando usted quiera hacemos trato». En mi vida no me había pasado que me traten de «Don». Pero lo confieso, ese tipo de reverencia (hipócrita por supuesto) me acaricia discretamente el ego. Aunque esta palabra la asimilo íntimamente al don de donar o de talento…

Por supuesto, el clasismo en este amable país no es espantoso, pero es una forma de convivir en esta sociedad que esconde sus miedos detrás de esta coraza, y otras tantas cortinas más. Por ejemplo, lo experimento cada vez que ando rodando afuera de mi campito como feliz dueño de la Fiat Fiorino más callampa de la quinta región, manejando con esa flexibilidad y relajo de reglas muy a la francesa. A menudo me invade una andanada de bocinazos por doquier, cosa que no sucede cuando me subo al lujoso y flamante vehículo de mi amiga. Y si, por casualidad, me asomo por la ventana de mi camioneta, los bocinazos arrecian a la vista de mi facha, que de seguro incomoda.

Y ahí salta a la vista el otro tema subyacente, consubstancial al clasismo: el «reglismo» chileno. Las reglas son las reglas, pero para algunos perentoriamente, y quién sabe si para otros que se dan la maña de eludirla a escondidas (la llamada pillería chilena). Dicho de otra manera, la regla es un deber aplicarla, y un derecho «aprovecharla». Así que cuidado, nunca te pongas en mi carril ni intentes cortar la fila, pues no faltará alguien que tenga la tentación de denunciar o delatar la pequeña, mientras la mediana y gran pillería continúa aumentando.

Vendiendo mis vinos «vernaculares», me di cuenta que el famoso Servicio de Impuestos Internos es fiel reflejo de aquella fragilidad del espíritu fuerte chileno. Pongo un ejemplo: cuando un restaurante me compra 12 botellas (llevadas a duras penas en carrito de vendedor ambulante en el Metro), el SII me pide pagar el Iva y el Ila. Sí o sí, y a los treinta días como máximo. La multa electrónica no autoriza ninguna negociación. Mientras tanto, el restaurante, en el supuesto que le vaya bien, me pagará pasado los tres meses, y después de un sin número de correos electrónicos al estilo:  «Junto con saludarle estimado (significa huevón en este caso), quisiera me informara cuándo me va a pagar, pues no le puedo regalar el vino y, además, no puedo adelantar al Estado chileno los impuestos».

Recién ahora, con los años, he llegado a entender la inflexibilidad del sistema del SII. Al comienzo me asombraba que el panadero saliera corriendo de su tienda detrás mío exigiéndome llevarme la boleta de los 250 pesos de mis hallullas diarias. Bueno, ya entiendo, hay que ser positivos; mucho mejor la proliferación de reglas que el caos o las mafias mexicanas que acaban con el comercio, exigiendo tienda por tienda, un impuesto para protegerlas del cartel. Pero cuando el año pasado hice el trámite a SII para pedir la devolución de IVA de mi muy pequeña economía campesina, tuve que rehacer 5 veces el trámite, sin apoyo de la institución y con un resultado igualmente negativo.

Clasismo y reglismo son, por tanto, las dos ubres que nutren y mantienen firme el esqueleto de la sociedad chilena. Habiendo vivido como latino-europeo en otros países latinoamericanos, tales como México y Venezuela, pensaba que Chile -por lejos más ordenado que sus vecinos- iba a ser en buena medida apoyo en la flexibilidad y estabilidad para mis pequeños asuntos. Y no fue así. ¡Será porque hay sangre mapuche, alemana o croata? No lo creo. ¿Será porque Chile sufrió del caudillismo y pinochetismo, destilando por años el miedo a la transgresión y a la implantación de leoninos reglamentos?  No, me insisten los amigos de cualquier tendencia política; simplemente es cultural… Y está bien. Porque Chile es un país que funciona, cierto. Es exacto; hay reglas, se respetan, y no cambian cada 6 meses como en la Argentina, donde el emprender es muy azaroso.

Al final, habiendo sido eliminado mi candidato Melenchon, voté por Macron para alejar el monstruo (me disculpas la contradicción, querido Bruno Vidal, para nada vital), y también para contribuir a que se encamine este país en salir un poco del consenso antagónico -somos todavía todos marxistas-.

Ya de regreso, entrando al metro, me compré dos boletos, uno para el viaje y otro para la señora vigilante de los torniquetes, y poder así recobrar la clase perdida que me merezco. Lamentablemente ya no se encontraba, y no me atreví a hablarle al agente de turno. ¿Qué voy a hacer con este ticket? Creo que esta semana lo llevaré ante el SII para añadir su valor y ver si podríamos corregir mi dossier de devolución de IVA.

¡Salud al “regla-cismo” chileno y también al anarquismo latino!

Christophe Beau