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Opinión

La creíble y triste historia de la cándida jubilada y su asesor desalmado

Por: Guisela Parra Molina | Publicado: 16.05.2017
La creíble y triste historia de la cándida jubilada y su asesor desalmado rafael-garay |
Sólo a una ilusa se le ocurriría la posibilidad de una vejez con estabilidad económica, aunque fuera mínima.

No sé si mi grado de ingenuidad superará el de los miles de personas que creyeron en Rafael Garay, en las estafas piramidales -o de cualquier tipo-, en la buena fe de algunos políticos o en el arcoíris. Tampoco sé si quien me contó cuentos que cándidamente creí esté o no en Rumania u otro lugar del globo, alejado de la ciudad de La Serena en Chile, donde dijo que vivía. Lo que sí sé es que, después de un año o más de excusas de variada índole, el 13 de febrero de este año me presentó sus últimos pretextos y cortó toda comunicación conmigo.

La diversidad y verosimilitud de esas excusas fue decayendo a medida que pasaban los meses, de donde desprendo que el motivo de su ausencia es que su imaginación se agotó. Algo comprensible, dada la exigencia que implica -desde el punto de vista de la habilidad ficcional- crear y adaptar historias para tan numerosos y variados clientes. Ni que fuera escritor.

A Pablo Andrés Pizarro Gálvez, dizque asesor financiero y corredor de bolsa, lo conocí por la bien intencionada recomendación de alguien que hoy está en una situación parecida, así como quienes de buena fe se lo recomendaron a ella y como aquellos a quienes yo lo recomendé con igual intención. Así funciona la cosa, supongo. De hecho, cuando se desataron los escándalos de las estafas piramidales, por todos lados explicaban claramente los procedimientos de este tipo de negocio –incluso el experto al que me refiero daba charlas sobre ese tema-. Solo que para mí ya era tarde.

A Pablo Andrés Pizarro Gálvez, dizque asesor financiero y corredor de bolsa, lo conocí en el año 2015 con motivo de mi jubilación. En el fondo, como muchas cosas en mi vida y en la vida de millones de chilenos -con algunas excepciones-, la catástrofe se relaciona con un modelo económico perverso, en que la supervivencia de un cristiano depende de la habilidad con que aplaste a otro, una competencia que se fomenta ya desde el jardín infantil. En este caso particular está relacionada, además, con un sistema indigno de pensiones miserables para la mayoría, impuesto por la dictadura y perfeccionado sucesivamente a lo largo de los gobiernos de la “democracia”.

El año 2015 jubilé, después de 36 años de trabajo. Los últimos 20 fueron en la Universidad de La Serena, por lo cual me correspondió una suma equivalente a 11 sueldos, como incentivo por retirarme recién cumplidos los 60. El sueldo y la pensión de una docente universitaria –de media jornada, más encima- dista mucho del sueldo y la pensión de una funcionaria de gendarmería, por poner un ejemplo cualquiera.

Esto lo aclaro para evitar malos entendidos matemáticos: 11 de nuestros académicos sueldos no alcanzan para prepagar la mitad restante de un crédito hipotecario –un monto igualito al precio total de la vivienda-, que es la única estrategia que esta mujer ingenua, ignorante del teje y maneje de la economía, podía discurrir. El razonamiento fue: «Un dividendo mensual en UF que supera con creces el 50% de la pensión puede representar un problema de subsistencia. Entonces ¿qué hago?». Ni aunque echara mano de toda la creatividad de una escritora…

Fue entonces que conocí a Pablo Andrés Pizarro Gálvez. Me dijo varias cosas, sin ir más lejos, que era asesor financiero y corredor de bolsa. Me explicó que trabajaba de manera independiente, con diversas empresas de inversiones para no “casarse” con ninguna. Que invertía principalmente en el extranjero, porque era más rentable. Que estaba inscrito en el registro de la Superintendencia de Valores y Seguros y sujeto a su fiscalización. Que su desempeño profesional contemplaba una reunión quincenal con sus clientes, así como informes periódicos y comunicación expedita regular. También dijo que entre sus clientes se contaban casi todos los doctores del Colegio Médico de La Serena desde hacía 15 años, y muchos pudientes conocidos de esa ciudad, además de que prestaba asesoría a importantes empresas mineras, como Los Pelambres y El Romeral. Algo que, para el caso, no me interesa poner en duda ni tiene ninguna importancia.

En lo que sí me concierne, Pablo Andrés Pizarro Gálvez, dizque asesor financiero y corredor de bolsa en Chile y el extranjero, me aseguró que su sistema de inversión me permitiría complementar mi pensión para poder subsistir y enfrentar imprevistos, que era a lo que yo aspiraba. Me explicó en qué consistía dicho sistema, una figura que me evocó aquello de los huevos y las canastas que, estoy segura, muchos recordamos haber visto, por allá por los albores de la tele en color y los robos flagrantes de las empresas financieras. Sin embargo, no por eso me iba a merecer desconfianza un muchacho tan afable, que muestra diplomas, recita su abundante currículum, aparentemente sabe de qué habla –y vaya que lo sabe- y lo hace con tanta convicción. Y en efecto, durante la mitad del año 2015, aparentemente los huevos, las canastas y hasta el gallinero completo parecieron seguir el curso previsto: incluso tuve ocasión de saborear alguna que otra proteína, con moderación.

Pablo Andrés Pizarro Gálvez, dizque asesor financiero y corredor de bolsa en Chile y el extranjero, me entregó un pagaré, como respaldo para que, según dijo, yo pudiera exigirle la totalidad de mi capital cuando me viniera la regalada gana (no fueron sus palabras, él es muy respetuoso y cuidadoso de su lenguaje). Además, la Superintendencia respondería en caso de que a él le ocurriera algo. “Dios no lo quiera” (ésas sí fueron sus palabras, es un muchacho muy creyente).

Yo no estoy afirmando aquí que él sea un estafador profesional en Chile y el extranjero como otros casos conspicuos, ampliamente divulgados en la tele. Creo que decir aquello sería, incluso, un piropo. Lo que relato es simplemente la triste historia de una cándida mujer jubilada que creyó en la idoneidad y la eficiencia de un supuesto profesional de las finanzas y, pese a los múltiples indicios, desechó hasta más no poder las sospechas que a veces hacían el intento de asomarse, simplemente porque la desconfianza es un estilo de enfrentar la vida que no está en su ADN. Es más, hasta hace muy poco, tendía a relacionar esta historia con incompetencia profesional más que con codicia, habilidades piramidales o fortunas en paraísos fiscales.

Sin embargo, alguna información que he tenido últimamente me lleva a pensar que hasta en eso estoy errada: lo he subestimado, su competencia es inigualable, y el botón de muestra soy yo misma.

Lo que hoy lleva a esta cándida mujer a desconfiar –por fin, aleluya- no es una tincada, como sería esperable de alguien con tal perfil. No, mis dudas se basan en hechos. Hechos inexplicables –o, peor, explicables-, comprobables, e indignantes.

-Pablo Andrés Pizarro Gálvez, dizque asesor financiero y corredor de bolsa en Chile y el extranjero, no aparece en ningún registro de la Superintendencia de Valores y Seguros; por tanto, mal podría ser fiscalizado por esa entidad. Tampoco están allí las compañías inversoras con las que afirmó trabajar.

Pablo Andrés Pizarro Gálvez, dizque asesor financiero y corredor de bolsa en Chile y etcétera, efectivamente me entregó un pagaré como respaldo. Pero omitió un detalle: ese tipo de pagaré tiene vigencia de un año. Cuando me enteré de que estaba caduco y le propuse firmar otro, aceptó, obsequioso, como es su estilo. Sin embargo, me informó que tendría que hacerlo el siguiente día hábil, cuando pudiera traer una cierta estampilla de la Tesorería, indispensable. Han pasado varios meses hábiles, no he visto estampilla ni documento alguno; sólo excusas, unas más hábiles que otras.

-Pablo Andrés Pizarro Gálvez,  dizque asesor financiero y etcétera en el extranjero, estableció en su pagaré un domicilio falso o, al menos, impreciso y ya sin vigencia, que no es lo mismo, pero es igual.

Pablo Andrés Pizarro Gálvez, dizque asesor financiero y etcétera en etcétera, durante el año 2015 cumplió parcialmente su compromiso de comunicación regular y reuniones periódicas. Sin embargo, junto con la baja del mercado a fines de ese año, se le produjeron, tal parece, otras bajas. Por ejemplo:

1. Teléfonos paralelos y confusos, so riesgo de que la pareja le revisara el celular, una problemática que me relató con detalles y me hizo pensar que el pobre hombre pertenecía al 2% en las estadísticas de violencia intrafamiliar.
2. Virus y/o fin de saldo del prepago, factores que le impedían llamarme con regularidad y responder mis llamados. Me parecía raro que tuviera un celular sin plan y sus recursos no fueran suficientes para recargar minutos; pero ésa era su explicación.
3. Funcionamiento misterioso del correo electrónico (para qué decir del Whatsapp), tal que no le llegaban los correos que yo le mandaba, a la vez que, según él, me enviaba muchos que, curiosamente, yo tampoco recibía. Me parecía bizarro también que un profesional de esta área tuviera problemas tecnológicos de cualquiera índole, ya que, hasta donde sé, las operaciones bursátiles y los etcéteras son online.
4. Problemas personales y familiares, como embarazo inesperado de quien le revisaba el celular, dificultades con el auto, enfermedades de los hijos y propias, entre otras cosas que también me relató en detalle.
5. Una conducta cada vez más errática y evasiva, ejemplos de lo cual sería demasiado lato enumerar. Basta señalar que de los contados informes financieros que la insistencia me permitió obtener, no hay ninguno inteligible ni completo.

Aclaro que de todas las explicaciones que menciono, de sus comportamientos erráticos y de mucho más, hay testigos.

Ustedes se preguntarán si no siente pudor esta cándida mujer al confesar tan públicamente su candidez. Incluso habrá quienes usen adjetivos y sustantivos, digamos, más variados y menos castizos. Yo misma lo haría. Es más, ya me he calificado –descalificado, mejor dicho- usando la terminología más soez de mi diccionario personal, a modo de latigazo de penitente.

Pero ninguna vergüenza ni pudor equipara el grado de estupidez con que me corono retrospectivamente todos los días, cuando sueño con lo que podría haber disfrutado si me hubiera permitido “malgastar” ese “capital” en placeres e impulsos propios del Carpe Diem. Qué bien me sentiría, por ejemplo, si me hubiera dado permiso para, instintiva e irresponsablemente, comprar pasajes para visitar a mi hijo que vive en el extranjero. Sólo a una ilusa se le ocurriría la posibilidad de una vejez con estabilidad económica, aunque fuera mínima…

Ningún latigazo igualará el flagelo de recordar a diario con qué desnudez me expuse a la violencia subrepticia, solapada, de este representante del insalubre mundo financiero que nos regula la vida.

Y por último, si ya he paseado mi credulidad totalmente pilucha delante de los ojos y las garras ávidas de tal personaje y de su etcétera, ¡qué más da que la ponga a bailar en paños menores ante mi público lector! Sobre todo si existe alguna posibilidad de que, de ese modo, esta creíble y triste historia atraviese los anteojos de alguna jubilada cándida que estuviere a punto de quitarse el corsé ante Pablo Andrés Pizarro Gálvez o cualquier otro dizque asesor financiero y corredor de bolsa, con o sin etcétera. Si este relato lograse que alguna persona reconsiderara la opción de entrar en este calvario de humillante indefensión, sería, en cierto modo, reconfortante.

Por otra parte, sigo soñando con el día en que los cielos del país se llenen de chicharras cuyo canto, en vez de llevarlas a la muerte, sirva para terminar de una buena vez con el sistema perverso que mueve a este mundo desquiciado.

Guisela Parra Molina