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Los frenteamplistas no podemos ser los concertacionistas nuevos y buena onda

Por: Tadeo Villanueva | Publicado: 23.05.2017
Los frenteamplistas no podemos ser los concertacionistas nuevos y buena onda frente | Foto: Agencia Uno
La democracia radical, o el gobierno de todos, explicada como la forma de ejercer la soberanía popular de forma colectiva y participativa, es intrínseca al término común. Lo común, en éste caso, es el deber político que emerge de una participación masiva en la política, que ahora es de todos y para todos.

Durante los últimos años como izquierda (en general) hemos apuntado a un enemigo común: el neoliberalismo. Un sistema perverso, lleno de aliados y de obstáculos para superarlo, que ha articulado una serie de principios del modelo económico que nos ha sido impuesto.

Como bien indican Laval y Dardot: “El neoliberalismo es la imposición de una lógica normativa global”. Esto, para ir al grano, es que el neoliberalismo constituye no solo un sistema económico, sino una serie de comportamientos, hábitos y formas de entender el mundo que normalizan el sistema e incluso lo vuelven ante los ojos de las personas como el más racional y funcional a nivel histórico, dibujándolo como la cúspide del progreso humano, el sistema ideal por naturaleza.

Este aspecto del neoliberalismo se plasma en el trascurso de la cotidianidad, donde se van dando procesos que acompañan de forma funcional e idónea los intereses de la clase dominante y su sistema, y vuelven imperceptibles las posibilidades de una población crítica con el estado actual de cosas.

Pareciera que el neoliberalismo genera en los ciudadanos, y en especial en los estratos más pobres, una conciencia propia de los tiempos del fascismo. Si nos ponemos a revisar los escritos de Walter Benjamin, en «Calle de Dirección Única»,  nos llevamos la amenazadora imagen de que el comportamiento de las personas es extremadamente similar al de hoy. Por ejemplo: “Una extraña paradoja; la gente sólo piensa en su interés egoísta y privado cuando actúa, pero al mismo tiempo su comportamiento está determinado más que nunca por los fuertes instintos de masa. Y más que nunca los instintos de la masa se han descarriado por completo y se han vueltos ajenos a la vida”.

En la misma obra y en la página siguiente nos dice: “(…) al ocupar el dinero de forma devastadora el centro de todos los intereses vitales, por un lado, y constituir justamente, por el otro, la barrera ante la que fracasan casi todas las relaciones humanas, van desapareciendo más y más, tanto en el ámbito de la naturaleza como en el de las costumbres, la confianza espontánea, la calma y la salud”. En Chile se ha instalado, por parte de los liberales y conservadores, el individualismo y la competencia como parte de la naturaleza humana, siendo que estos valores solo merman el comportamiento del humano, afectando sus relaciones sociales y laborales  y van destruyendo los principios de solidaridad y vida comunitaria que, por cierto, son dos valores que traen, en caso de aplicarse, en escala micro y macro los mejores indicadores de felicidad, confianza y salud en las personas.

Una vez hecho ese pequeño diagnóstico (bastante simple por cierto) al sistema neoliberal, nos preguntamos lo siguiente: ¿cuándo toma legitimidad el sistema neoliberal? Hay una respuesta modesta y obvia: el neoliberalismo se consolida después de la caída del muro y el fracaso de los socialismos reales. Ahí es cuando las lógicas mercantiles e individualistas (por primera vez) se instalan de forma global en todas las actividades de relacionamiento humano.

Obviamente los partidos políticos no fueron la excepción; dejaron de ser espacios de consolidación democrática y materialización del sentir de distintos y variados sectores de la población y pasaron a ser meras empresas: dejan de tener un horizonte utópico que los guíe, y pasan a ser tiendas que buscan llegar al poder cada año, a través de la mercadotecnia política, a pesar de que ésta contradiga el discurso o los ideales del partido.

La transformación partidista a empresarial es síntoma principal inanición ideológica: especie de enfermedad intangible que se identifica cuando los partidos políticos le dan la espalda a una tradición de lucha y a un imaginario político y social de liberación histórica, únicamente para poder posicionarte políticamente en la próxima encuesta. Probablemente el Comité Central del Partido Socialista inicia cada plenario preguntándose: «¿Quién o qué nos garantiza ganar en las próximas elecciones o aparecer con parlamentarios con varios puntos de aprobación en la próxima encuesta CADEM?».

Esta inanición ideológica y transformación de partidos a empresas tiene un aliado en el marketing político: el clientelismo. El clientelismo, si queremos caricaturizarlo, podría retratarse como la búsqueda de un filántropo millonario que debe salvar la imagen de su empresa cada cierto tiempo, para que la misma pueda mantenerse durante unos años más en pie. Los partidos que ya no tienen rumbo fijo ni un proyecto político alentador que los guíe a su utopía ideal, prefieren entregar regalías o garantías monetarias a las juntas de vecinos y a los pobladores para que los mismos bajen moralmente obligados a votar por el concejal PPD que se sacaba una foto con ellos la semana pasada.

Pero esta red clientelista no podía establecerse sin una previa desarticulación del movimiento social en Chile. Esto se logró de dos formas. La primera fue el miedo, creando la imagen de que cualquier movimiento en la sociedad civil terminaría por provocar un avance de las fuerzas reaccionarias y, por tanto, la vuelta a dictadura. La segunda, a través de una nueva institucionalidad, la cual fue diseñada e implementada en su mayoría por el maestro de la Concertación: Edgardo Boeninger.

El nuevo institucionalismo proponía una doctrina de los consensos, que fue el manual de bolsillo que portaban todas las grandes figuras de la coalición del arcoíris. Se acababan los caudillos problemáticos y los discursos románticos dirigidos a las grandes multitudes, la idea era evaporar los antagonismos, a modo de elaborar un Chile republicano, con una democracia estable y con un mercado que funcionaba: un modelo político sobrio y sin roces. La inteligencia concertacionista, que acabó con el régimen pinochetista, conservaba mucho del mismo; los operadores de los partidos conocían de sobremanera al sujeto popular manifestante, y solo por eso pudieron descomponer la protesta social y las actividades de movimiento en los territorios.

La política de los consensos y todo el modelo político de la transición trajo una profesionalización de la política que alejó de forma total a la ciudadanía del Estado y de los partidos, y con ello el Parlamento se cerró y puso sobre el mismo una gran burbuja de acero que convirtió al congreso en tecnócrata. Las opiniones de la gente solo valían cuando estaban reflejadas en encuestas que se hacían poco antes de las elecciones; lo que importaba en verdad era la opinión del especialista/lobbista que visitaba las oficinas de los concejales o a los diputados en la cafetería cada cierto tiempo.

El mayor problema de esto no es la ilegitimidad de lo que levantan como democracia, dado que no hay representación real alguna, sino que los lobbistas o especialistas que visitan a los representantes electos son enviados por las grandes empresas, ya sea a la hora de la tramitación de un proyecto que pueda dañar su negocio, como el royalty o la implementación de software libre en las oficinas del Estado, o en el momento en el que el edil duda de entregar ciertos permisos a una empresa constructora.

La transición psefocrática

Como la protesta social fue desarticulada y criminalizada, los políticos dejaron a los representados el voto como única opción de cambio, pese a que en la papeleta no hubiera más que dos coaliciones igual de nefastas elección tras elección. Un fragmento de Multitud de Antonio Negri, describe de forma excelente lo que planteo: “Muchos pensadores y revolucionarios del siglo XVIII se alejaron y repudiaron los estándares y normas de la democracia moderna, anticipando que la noción representatividad que la misma tenía, no era más que una protección frente a los peligros de la democracia absoluta: el cuerpo social recibe una dosis de gobierno del pueblo, y así queda inmunizado contra los temibles excesos de la multitud”.

Lo que entendemos actualmente por democracia en nuestro país es un sistema psefocrático. La psefocracia es un término acuñado por Ashis Nandy, un intelectual indio que señala que el sistema tiene como único objetivo la victoria electoral: mientras la victoria sea legal, lo demás es superfluo.

El término psefocracia proviene de la antigua democracia ateniense, dado que se votaba con piedras negras o blancas, en señal de rechazo o aprobación respectivamente (psefo es voto en griego). Pero es más que obvio que la democracia no se reduce a la aprobación o rechazo de un proyecto país, sino que se trata de ejercer soberanía popular de forma colectiva, de lo contrario adquiere tintes totalitarios o aristocráticos.

Hacia una democracia social: hoy

Una de las tareas principales de la izquierda (y del Frente Amplio) hoy, es recuperar en la práctica y en la táctica el concepto gramsciano de hegemonía. Pues para Gramsci la hegemonía significa: la intervención del poder (en cualquier forma) sobre la cotidianidad de los ciudadanos, y, por tanto, la colonización de todas sus actividades y esferas de producción y reproducción de la vida cotidiana, volviéndolas campos de disputa política y social. Por tanto los grupos dominantes están constantemente justificando y normalizando su dominio a través de métodos de coerción cultural e institucional. Entonces, la supervivencia del orden capitalista y burgués es dependiente del control ideológico del mismo, puesto que toda dominación es, en cierta parte, aceptada y normalizada por el dominado, tal como señalaba Max Weber. Pero la hegemonía o lucha contra-hegemónica no es de ninguna manera la instrumentalización de la base social para la llegada al poder estatal, sino que es la concientización de las masas a través de diálogo y deliberación democrática, que terminan por culminar en una síntesis revolucionaria que nos permite, al fin, alterar y transformar el orden establecido.

Actualmente estamos en una crisis orgánica, por lo menos en el ámbito político, dado que la clase dominante está completamente deslegitimada frente a los sectores subalternos, que, de alguna manera, están empezando a organizarse. Ahí es donde los administradores del Estado empiezan a operar y legislar contra la voluntad colectiva y popular, tornándose totalitarios y actuando de forma antidemocrática, a pesar de que, como señalamos antes, eso sea socialmente reconocido como una práctica normal en la democracia.

El concepto de hegemonía es fundamental para poder avanzar a una disgregación ideológica del régimen dominante y promocionar una alternativa cultural no alienada y revolucionaria.

Para poder recuperar el concepto gramsciano de hegemonía, por lo menos en lo estratégico, debemos ir consolidando nuestros espacios de lucha contra-hegemónica: para Gramsci eran las fábricas y la democratización de las mismas. Nosotros para ir consolidando nuestros espacios de lucha cultural e ideológica necesitamos un principio estructural que rija nuestro comportamiento y forma de entender el mundo, propongo, por ejemplo, el principio de lo común.

Lo común es un término que siempre ha estado presente en la teoría marxista, aunque de forma implícita, es ahora que ha sido expuesto más públicamente por Negri, y trabajado en profundidad y de forma crítica por Laval y Dardot. Ellos mismo entienden lo común como una lógica de pensamiento que es capaz de superar las dicotomías ideológicas (clásicas) del siglo XX. Se presenta como una forma de entender y articular un nuevo mundo, que hace frente ante la lógica neoliberal totalizadora de la competencia. Lo que lo hace especial es que es un término positivo, en el sentido de que ofrece una posibilidad real de cambio.

La democracia radical, o el gobierno de todos, explicada como la forma de ejercer la soberanía popular de forma colectiva y participativa, es intrínseca al término común. Lo común, en éste caso, es el deber político que emerge de una participación masiva en la política, que ahora es de todos y para todos.

Lo común, por cierto, es distinto a lo público/estatal. Lo público son los servicios y derechos de carácter universal administrados de forma monopólica por el Estado. Lo común son los mismos servicios, bienes, derechos, lugares, objetos o cosas administrados por y para la comunidad, rompiendo con la lógica mercantil presente en lo público que constituye un funcionario como dueño del servicio y al usuario como el consumidor del mismo.

Una vez planteado esto empezamos a entender que nuestros espacios de lucha contra-hegemónica son todos aquellos donde se pueda construir una comunidad estable: asambleas comunales sin incidencia de partidos o instituciones que refuercen el régimen actual de dominación, sin caudillos dirigentes que terminen por agobiar a los participantes base de las asambleas, y que puedan dirigirse a la defensa de los barrios; consejos de fábricas o cooperativas de trabajadores que vayan alterando y socializando la producción de bienes, modificando de forma radical y positiva las relaciones sociales de producción; fortalecimiento y ampliación de los sindicatos, que ahora son resolutivos y soberanos, los mismos trabajan en pos de una producción y reproducción  de la cotidianidad que ahora ya no es alienante; control comunitario de los espacios educativos y sus dependencias, para la construcción de una pedagogía democrática y crítica.

Son muchos más los espacios que tenemos para cambiar el país, tarea nuestra es no terminar siendo la caricatura con la cual nos indican, a nosotros, los frenteamplistas: como los concertacionistas nuevos y más buena onda…

Tadeo Villanueva