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Ser periodista en México: Lucha y resistencia contra la violencia, el narco y el abandono

Por: Meritxell Freixas @MeritxellFr | Publicado: 26.05.2017
Dos destacados periodistas mexicanos hablan a El Desconcierto sobre las dificultades de trabajar en los medios nacionales, las estrategias para autoprotegerse y superar sus miedos y contradicciones.

Con más de 26 años de experiencia a sus espaldas y habiendo cubierto todos los conflictos sociales que han tenido lugar en México en las dos últimas décadas, asegura que nunca en la historia del periodismo había ocurrido algo parecido.

El veterano periodista del semanario de análisis social y político “Proceso”, José Gil Olmos, tiene miedo, un miedo “permanente”, dice. Reporteó en contextos de alta complejidad que lo llevaron a cubrir el conflicto con la guerrilla, entrevistando en casas de seguridad, en la montaña o donde fuera. Sin embargo, asegura que “aquellos riesgos eran mínimos comparados con los que corremos ahora”.

Entonces estaba claro quién era quién: guerrilla y ejército, el riesgo estaba identificado. “Ahora, no”, dice. “No tengo ninguna certeza, ni certidumbre de protección cuando voy con a algún lugar de alto riesgo”. Los reporteros sospechan de cualquier persona porque las redes del crimen organizado del narco, sobretodo en las comunidades más rurales, son muy amplias y cuentan con muchos colaboradores, los llamados “halcones o apuntadores”. “Sospechas del portero, el recepcionista del hotel, el que vende periódicos en las calles, las autoridades locales… la red de informantes es enorme”, explica Gil, que lleva 16 años ejerciendo en “Proceso” y antes había pasado otros ocho en “La Jornada”.

La escalada de violencia de las bandas criminales que, en los últimos días, acecha al gremio de comunicadores dejó sin vida al reconocido cronista del narcotráfico Javier Valdez, quien fue asesinado a balazos en Sinaloa, y al reportero jalisciense Jonathan Rodríguez. También por estos días, tuvo lugar la desaparición del michoacano Salvador Adame, director del canal 6TV del poblado de Nueva Italia, secuestrado en plena luz del día y de quien todavía no se sabe nada.

El panorama para los profesionales de la comunicación en este país del norte de América es profundamente desalentador. El degoteo de víctimas mortales y agresiones es constante, con 106 asesinados desde el 2000 hasta la fecha y un índice de impunidad que supera el 95 por ciento.

México lleva al menos diez años sumido en una guerra no convencional que masacra periodistas, estudiantes, abogados, campesinos, mujeres, activistas medioambientales, defensores de los derechos humanos… La lista oficial de desaparecidos desde 2006 hasta hoy es de 30.000 personas, mientras que la no oficial triplica esta cifra y registra un total de 200.000 muertos. Una cantidad muy superior a la que dejaron las dictaduras de Chile y Argentina, donde hubieron 40.000 y 30.000 desaparecidos, respectivamente.

Autoprotegerse

“Es tan fuerte, difícil y complicado el trabajo del periodista en México que para ir a zonas de conflicto tienes que tomar muchos resguardos”, señala José Gil. El reportero aprendió con los años a trabajar en conflictos de alto riesgo, lo que lo llevó a diseñar todo un protocolo de seguridad para autocuidarse en su desempeño profesional.

Al llegar a una localidad controlada por el crimen organizado, lo primero que hace es hablar con el corresponsal de la zona, nunca ir solo y promover el trabajo colaborativo. Una vez juntos, arriendan un auto dentro del mismo municipio, para que pase totalmente desapercibido y ponen en marcha el programa, que se cumplirá rigurosamente para aprovechar al máximo el día y alejarse de la zona en la noche. Se mueven acompañados sólo de las fuentes confiables (defensores de derechos humanos, sacerdotes, campesinos, etc.). Si necesitan alojarse, se irán al hotel más seguro y nunca revelarán que son periodistas. El último paso, justo antes de ir de vuelta, será contactar a las autoridades locales. “Eso es sólo al final, para que nunca antes sepan que estamos allí”, subraya Gil. Durante todo el reporteo, mantendrá un contacto constante con el editor, llamándolo casi cada media hora para indicarle dónde se dirigen y para qué.

La meticulosidad con la que los y las periodistas mexicanas tuvieron que aprender a trabajar para autocuidarse es insólita, y cada acción que llevan a cabo está pensada y planificada: caminar en el sentido contrario de los coches para observar quién viene de frente, sentarse siempre mirando hacia la puerta en un restaurant, no tomar alcohol ni dejar margen para ninguna posibilidad de descuido.

“Antes trabajaba con mucha más libertad y ligereza, era más libre, menos preocupada”. La periodista de la Radio Universidad de Guadalajara Jade Ramírez reconoce un cambio “importante” en la forma de trabajar. A sus 38 años, con más de 20 desempeñándose como profesional, explica que dedica mucho de su tiempo de reporteo a no dejar huellas y estar atenta a los detalles: “Que funcione el auto, que no falle, que esté bien de llantas, que tenga gasolina, no emitir facturas para que no sepan que eres periodista, mirar los autos que me siguen… todo eso, a veces, me desgasta más que trabajo en sí”, asegura.

Como la mayoría de los reporteros que tratan temas ambientales, sociales o rurales, Ramírez sufrió la violencia del crimen organizado: acoso sexual, persecuciones, difamaciones, maltrato de las autoridades estatales… “En el primer acontecimiento hubo un componente de acoso sexual y me costó mucho trabajo procesarlo, entender y asumir que hay riesgos y que hay que estar preparada”, dice.

Sin embargo, la época más dura para ella tuvo lugar durante su desempeño como miembro del consejo consultivo del Mecanismo de Protección a personas Defensoras de Derechos Humanos y Periodistas. Desde este organismo, Ramírez dedicó varios años a defender la libertad de expresión y los derechos humanos, lo que la llevó a sufrir los ataques más violentos. Quizás uno de los peores, cuando recibió un sobre amarillo dirigido a ella en donde se le pedía información relacionada con sus actividades profesionales y una fotografía de su rostro cortada en nueve piezas que al unirlas dejaban ver una perforación a la altura del cráneo.

“Me acosaron, me siguieron, me llamaban cuando llegaba a mi departamento, intentaron entrar en mis cuentas de correo electrónico, e intentaron allanar mi domicilio de madrugada, mientras yo estaba en la casa”, detalla. La reportera aprendió a convivir con esa realidad, “tratando de superarla, procesarla, entender por qué pasa, capacitarme y buscar herramientas para enfrentarla”, apunta.

En agosto de 2015, la comunicadora renunció a su puesto en el Mecanismo de Protección “como respuesta a su ineficacia”. Según argumentó en aquella oportunidad, la instancia validó la confianza a las autoridades federales sin que éstas hubieran cumplido los objetivos prometidos y necesarios para garantizar la protección de quienes se arriesgan por ejercer el periodismo.

Hoy sigue velando por la libertad de expresión desde la Red de Periodistas de Pie, una organización que desde hace diez años trabaja con los periodistas de los distintos estados para publicar los temas que suelen quedar silenciados en los medios convencionales de los grandes grupos de poder.

Convivir con la violencia tiene efectos evidentes en los reporteros: pesadillas, miedo, insomnio, estrés… que derivan en el conocido estrés postraumático. “Ves tanto dolor que se te queda dentro, escuchar todas las historias, sobretodo las de las mujeres que buscan a sus hijos y no pueden cerrar el duelo… Terminas llorando”, confiesa José Gil.

Un estudio del investigador Rogelio Flores, quien también escribe en “Proceso”, comprobó que los periodistas en México padecen estrés postraumático, como el que padecen los corresponsales de guerra. Pero el estudio fue más allá y reveló que aquellos que viven y trabajan en comunidades rurales bajo el control del narco sufren el mismo tipo de estrés post traumático que un combatiente porque reciben el impacto y los efectos de la violencia todos los días y a todas horas.

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Reporteras, doblemente violentadas

Como en todos los contextos de guerra, las mujeres se llevan siempre la peor parte. La violencia de género en contra de ellas está estrechamente relacionada con el acoso sexual, el vínculo del trabajo periodístico con las relaciones personales, el aspecto físico, el descrédito de la personalidad y los ataques a la familia.

Miroslava Breach, corresponsal de La Jornada en Chihuahua, dedicada a temas de crimen organizado, corrupción y narcotráfico, fue asesinada apenas un mes antes que Javier Valdez. Le dispararon ocho tiros delante de su hijo cuando salía de su domicilio para llevarlo a la escuela. Tras el crimen, Valdez tuiteó: “A Miroslava la mataron por lengua larga. Que nos maten a todos, si esa es la condena de muerte por reportear este infierno. No al silencio”. Toda una premonición.

Otro caso fue el de la reportera de Veracruz, Anabel Flores Salazar. A ella la asesinaron y luego dejaron su cuerpo semidesnudo botado en la carretera.

Según la organización Comunicación e información de la Mujer – (CIMAC) en 2016 se registraron 331 hechos violentos en contra de las periodistas por su labor profesional. De 2002 a 2015, 13 de ellos terminaron en feminicidio. En México, entre 2012 y 2016, casi más de 7.400 mujeres fueron asesinadas víctimas de la violencia de género.

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Riesgo según ciudad y medio

“Incredulidad, tristeza, rabia y miedo, en ese orden”, dice José Gil que sienten los periodistas. De hecho, quizás la palabra que más se lee y escucha de las plumas mexicanas es precisamente el miedo, que invadió al gremio brusca y repentinamente. Un click, según Jade Ramírez, se dio ahora, como si el asesinato de Valdés hubiera quitado la venda de los ojos a muchos que nunca pensaron que esto también podría apuntarlos a ellos.

“Creo que muchos colegas vivían en una burbuja y no ponían atención cuando veníamos advirtiendo que, sea el tema que sea el que cubras, terminará por exponerte”, reflexiona la periodista. Para ella, los asesinatos de Miroslava y Javier van con un mensaje explícito “ellos, y los que sean necesarios”, expresa contundente.

Los comunicadores aseguran que existen distintos niveles de riesgo según el lugar desde el que trabaja el periodista y la protección que le ofrece su medio. Aquellos que trabajan fuera de la capital, en los estados y en determinadas regiones, tienen más probabilidades de convertirse en víctima que los que se desempeñan en Ciudad de México. Cuanto más uno se separa de las zonas urbanas y entra en las rurales, más violento se vuelve el contexto. Bajo esta lógica, los corresponsales extranjeros serían los más protegidos.

Jade, que sabe muy bien qué significa reportear en zonas rurales muy controladas por el narco, es crítica con el actuar profesional de algunos: “Los periodistas enviados por dos o tres días llegan con su equipo, con otra vestimenta, con otra actitud. Incluso calientan un poco la zona, dejándolo todo descontrolado. Eso deja a los compañeros locales con más riesgo, más expuestos, mientras ellos se devuelven a la capital para escribir extraordinarios textos que luego son premiados en medios internacionales”, espeta.

A propósito de este reproche, la reportera explica que hace unos días se publicó un texto “muy delicado” de Pablo Ferri en «El País» que cuenta “con pelos y señales” los conocedores de los tejes y manejes de las células delictivas en Sinaloa. La periodista calificó de “gravísimo error” que el autor revelara las identidades de los protagonistas del artículo porque “los puso en el punto de mira”. “Una se enoja con Pablo Ferri y le pregunta ¿dónde está la ética y la responsabilidad?”, dijo. Lamentó que los periodistas seamos “tan malos reporteando sobre otros periodistas, porque se nos olvida que también somos víctimas. Si eso se lo haces a un periodista, ¿qué no le haces a una víctima?”, preguntó.

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/ Alejandro Meléndez

Soledad ante la colusión del poder político y el crimen organizado

El informe “Libertades en Resistencia” de la organización inglesa Artículo 19, creada hace tres décadas para defender la libertad de expresión, señala que el 53 por ciento de las agresiones contra la prensa mexicana en 2016 fueron cometidas por funcionarios públicos de distintos niveles de gobierno. Incluyendo, dos ejecuciones extrajudiciales de periodistas.

“Los grupos criminales se han fusionado con las autoridades. Hemos visto de manera muy clara que en al menos seis o siete de los 32 estados la autoridad y el crimen organizado son exactamente lo mismo”, detalla José Gil, que cita como ejemplos a los estados de Sinaloa, Michocacán, Guerrero, Morelos y Tamaulipas.

El periodista de Proceso habla del “narcoestado” para referirse a la connivencia entre el poder político y las redes delictuales que, dice, en los últimos años experimentaron una “ramificación” en unos 17 rubros distintos. Entre ellos, la venta de autos, de armas, el tráfico de personas o la venta de ropa usada procedente de Estados Unidos.

El asesinato de Valdés llevó al presidente mexicano Enrique Peña Nieto a ofrecer medidas para frenar la violencia. Se comprometió a fortalecer la estructura y el presupuesto para proteger activistas y periodistas; establecer un protocolo para reducir riesgos y dotar a la Fiscalía de mejor personal, policías y peritos.

No es la primera vez que los comunicadores en México escuchan las promesas de las autoridades sin que eso dé lugar a ningún avance. Por eso, la falta de confianza es total.

“No nos pidan que celebremos ni que aceptemos que nos llamen ‘amigos’, pues a pesar de llegar tarde al tema de la crisis de violencia que nos alcanzó de manera inaudita a los y las periodistas, en colectivo, en organizaciones, en pequeños e invisibles esfuerzos, llevamos más ventaja que el gobierno y hemos aprendido a articularnos para salvaguardarnos en la medida de lo posible y para autocuidarnos”, escribió Jade Ramírez en su editorial de “Periodistas de a Pie”.

Las y los reporteros mexicanos se sienten solos. La sociedad del país vive alejada de su problemática y no apuesta por una defensa del periodismo. “Existe una imagen del los reporteros como mentirosos, vendidos y sin talento. En estas etiquetas estamos todos, por eso ha habido muy pocas expresiones de apoyo”, lamenta Ramírez.

Por otra parte, el abandono de la comunidad internacional ante el conflicto es otra de las grandes denuncias del colectivo. Más aún, cuando desde el 2000 existen mecanismos de presión al gobierno del país para que frene la violencia. La llamada “cláusula democrática” del Acuerdo Global entre México y la Unión Europea estableció sancionar al ejecutivo mexicano en caso de que no protegiera los derechos humanos de sus ciudadanos. Papel mojado. La cláusula nunca se invocó, primaron los intereses.

“No existe una voluntad internacional para acabar con el origen del problema: el consumo de drogas. Es un negocio muy fructífero que no termina porque tenemos al lado el mercado más grande del mundo, Estados Unidos”, comenta José Gil. Según él, “mientras no se legalicen las drogas, este problema va a seguir porque genera grandes intereses en Estados Unidos y Europa, pese a que lo sufrimos nosotros”.

«Si me doblego, estoy cediendo»

A pesar de los temores y amedrentamientos, ni José Gil ni Jade Ramírez pensaron nunca en abandonar el periodismo. Al contrario. En ambos, la dificultad del contexto reforzó la responsabilidad de seguir informando de una forma aún más consciente. Son plumas valientes que tienen claro que parar es entregar el triunfo al narcoestado.

Sin embargo, José piensa en el futuro de la profesión y no es tan optimista. En la universidad, donde dio clase un tiempo, fue testigo de la autocensura de algunos de sus estudiantes amenazados por Los Zetas. La ola de agresiones y muertes preocupa a las futuras generaciones de reporteros y algunos ya han pensado en buscar otras salidas menos comprometidas, como la publicidad.

A pesar de eso, José está convencido de que el momento de mayor riesgo para reportear, es el mejor momento para poner en práctica el buen periodismo porque “hay muchas cosas que decir, muchas cosas que investigar y muchas historias que contar”. Por eso lo tiene tan claro: “Si me doblego, como reportero, estoy cediendo, me sentiré derrotado y voy a transmitir ese ánimo de resignación al conjunto de la sociedad. No podemos dejar de escribir”.

Jade comparte la importancia de seguir en la trinchera en estos momentos de tanta dificultad. Lo vive como una militancia que intenta transformar en “un servicio, en un bien público: la información”. Desde esta mirada busca crear consciencia y dar a conocer el mundo. “Los periodistas contamos las historias, hallamos cosas, descubrimos cadáveres y narramos como se descompone la situación social. Cuando, en todo eso, nuestro trabajo es útil para otras personas, es cuando nos convertimos en periodistas incómodos, que caeremos muy mal a los poderosos”, cierra. Su conclusión recoge uno de los fundamentos básicos del periodismo.

Fotografía: Alejandro Meléndez

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