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Opinión

Gay viejo, gay pobre: La soledad trasnochada de los desheredados

Por: Antonio Toño Jerez | Publicado: 12.06.2017
Gay viejo, gay pobre: La soledad trasnochada de los desheredados |
La loca tiene prohibido ser romántica o saborear, si es que la hay, esa coquetería estudiada y calentona cuando llega el primer amor. No nací para ello según las leyes, por lo que he de ser despreciado hasta acabar con mis restos pulverizados en el hollín macabro de cualquier vagón salitrero. Tampoco he de rememorar la borrasca de palabras que aderezan –todavía- los insultos, ni he de analizar esta soledad que se queja con tantas preguntas púberes.

Los arbustos de cualquier emplazamiento emperifollan mi efigie de novillo disponible; y allí -arrodillado o arrodillada- como quiera usted llamarme, engullo patriota, ese fiambre chileno que se ha descarriado con unas cuantas copas encima, olvidando indisciplinado la cátedra eclesiástica de curas troleros.

Es en las tinieblas cuando, sobrio y parsimonioso, patineo las callejuelas tenebrosas de mi puerto fulano, hasta descubrir los destellos de un climax necesitado en este enrevesado discurso vigente de transigencia y aprobación parlamentarias.

Allí mismo juguetea mi lengua con ese capullo revestido de nacionalismo varón y futbolero. Y yo, cuchito y cariñoso, minita y cohibida, como que sí como que no, meneo mis palabras en mi cháchara travestida de aurora para hacerle creer que nadie más que usted lo tiene mayúsculo y desmesurado en este escondite de vientos y sacudidas. Que me asusta un poquito, pero que con esa tremebunda porción no hay quien se resista, que la fascinación y el embaucamiento son enormes y que con sólo mirarlo pareciera que hasta el cráneo se contrae y se dilata. Se dilata y se contrae. Hay que reconocer la verdad, pues, mi amor, un macho como usted es difícil encontrar en esta geografía regional.

Es mentira pura que hay que salir al extranjero para torear semejantes fiambres. La variedad chilensis también es digna de transacción cuando todas se ofrecen después de la medianoche, mostrándose totales y perfectas en la cumbia amistosa de descampados y esquinas rotosas sin fulgores. Hasta este puerto iluminado al peo llegan barcos rebosantes de marineros esclavos cuya tonelada de secreción y semillas almacenadas, busca afligida aquella caverna moza para el remojo aliviado.

Pero usted es único en el peregrinar embriagado de peñascos y abalorios. Su sabor a chelita fresca, junto a ese exabrupto de cilantro y pebre, me harán su doncella de pueblo hasta que usted nomás, mi güacho, decida interrumpir la sacudida de mis posaderas con su deseo ilegítimo, contenido, furioso y de trastazos y fricción desbocada.

No hay para qué rememorar mi infancia de escasez y detrimento ni tampoco aquellos vendavales de charchazos y palpamientos encubiertos a los que un niño, debilucho como yo, fue sometido en el desfile inacabado de burlas, acoso y dedos señalando… No hay para qué; aquí sólo nos vale este desposorio madrugador que no conocerá de amores, promesas ni efemérides.

La loca tiene prohibido ser romántica o saborear, si es que la hay, esa coquetería estudiada y calentona cuando llega el primer amor. No nací para ello según las leyes, por lo que he de ser despreciado hasta acabar con mis restos pulverizados en el hollín macabro de cualquier vagón salitrero. Tampoco he de rememorar la borrasca de palabras que aderezan –todavía- los insultos, ni he de analizar esta soledad que se queja con tantas preguntas púberes. Los mariquitas hemos sido siempre una especie de usar y tirar para, más tarde, ser engominadas y empolvadas en el tablao de luces rojas que en esa esquina de Tocopilla todavía subsiste; históricos y empeñados aún subsisten.

Hasta ahí llegamos exhaustos de llorera y con nuestros bolsillos cargados de plegarias. Las puertas se abren siempre con el olor del pan recién hecho y con el beso húmedo del perro guardián capaz de oler el lamento bujarrón a miles de kilómetros…

Allí, en esa covacha cochina y colorida, encontraremos el consuelo a esta soledad tortuosa en la que caímos cuando se dieron cuenta que nuestros pasos guapos, se convirtieron en pasos torcidos con movimientos ahembrados y trastornados de peluca indigente.

Pero es mejor dejar de recapitular, de lo contrario el corazón se acelera, cielo mío. Sigamos disfrutando de este batido de caricias, agarrones, palmetazos y penetraciones sudoríficas. Ahora está conmigo, vida mía, con nadie más; haciéndome creer que esta noche de cuevas y búhos me pertenece como yo a usted. Puedo alcanzar las estrellas fugaces mucho antes que usted se dé a la fuga, una vez que su glande bendito se inmole entre mis vísceras esparciendo la maicena afectuosa que preñará mis pensamientos e ideales de cola. Qué más da que aquel destierro de impúber nortino se repita una y otra vez en este montonazo de lengüeteos, mordiscos e impregnación. Qué más da si soy toda suya y me acepta el rollo fantasioso de ser, por un rato, la más importante en su cueca maraca de antropoide tropical.

Me tuerzo profesional, me estiro contorsionista y me afirmo a los troncos, cierro los ojos y no hago caso a mis pucheros, me abro toda, cual puerta del transantiago para que entre dominante, irrespetuoso, bruto y jugoso; hasta alborotarme la tripa más tímida de mis internos. Total, hay que llegar al final como sea, perrito…

Y hago como que me quejo. Y hago como que me duele. Y hago como que me gusta. Y hago como que me tiene vuelta loca y llorosa de emoción virgen. Y hago como que mis laberintos son demasiados estrechos para su recorrido; en fin, hago como que hago para que usted haga como que hace…. y ambos hagamos lo que haya que hacer.

El mino fricciona cual serrucho carpintero, cepilla mi pasadizo de doncella hasta irritar entera la noche. Ha encontrado sus bocados desde los tobillos hasta la cabeza, tragando hambriento mis carnes perfumadas de camanchaca y arena. Ha abierto, cerrado y concluido los recovecos de todos mis elementos, dejando caer, inconscientemente, sin darse cuenta, un beso accidental y profundo de lenguas y gargantas con el que yo beso, en el mismo segundo, mi existencia desolada de sodomita tercermundista.

Yo, sin chistar siquiera, me limpio higiénica agradeciendo a la virgencita y a otros santos expeditos. Y por si alguno se me olvidase, recito toda la letanía que me enseñó el curita de mi puerto después de servirme sus manjares obesos bajo la túnica canóniga de sus deseos místicos.

Entonces limpio mi hocico de reinona y acomodo mi peinado embustero mirando las estrellas de este Rincón del Diablo. Presentando el dedo medio a mi público sodomita. Mis compis locas que tras las redes y bollas presenciaban mi performance porno de jureles, pejesapos y cojinovas. Algunas riendo, otras envidiando. Pero mirando tras las redes; ambicionando -melancólicas- que la suerte les deleite con el mismo festín fálico que la noche me regala a veces, escondido-coliza, en el muelle Prat de nuestra maltratada Tocopilla.

Entonces él se va derechito a beberse la noche. Rapidito, fumándose toda la madrugada en su pitillo barato de macho descargado. No hay tiempo para el adiós o el abrazo que certifique que habrá una segunda vez; esas cosas no se pronuncian, se adelantan en cualquier paseo secreto con las manos en los bolsillos, subiendo y bajando las cejas, enquistados en ese lenguaje de señas descubierto para este negocio.

Y yo me voy derechito hacia mi casa, saltando de roca en roca mi mundología devaluada, pero honrada por mi propia composición desdentada de transformista famélico, codo a codo con mis locas sindicalizadas con este ir y venir de la muerte. Camino sin mirar el peligro, porque yo soy el peligro si mis garras se enfadan. Yo soy la pálida si mis pares son sacrificadas en ese altar estricto de moral inválida y discurso instigador. Yo surjo y resurjo dura después del innumerable abatimiento…

La puerta de mi casa la puede abrir cualquiera. No es difícil deshacer el nudo improvisado que reemplaza la cerradura, como tampoco resulta difícil inhalar la peste de un anciano desahuciado por su patria al examinar el óxido de los rincones en esta vida de jubilación indigente, de arcadas, hastío y, repetidamente, desespero.

La silla se tambalea con la caída exhausta de mis nalgas complacidas. El suelo se eriza con la acupuntura de mis tacones frenéticos de loca presuntuosa. La noche termina cuando empieza la mañana y las chauchas percibidas aseguran el pan y el té de nuevo en solitario.

Los gallos cantan para anunciar que su alteza se va a la cama sin la indumentaria con la que sobrecogió a la noche y a sus hombres. Las uñas, las cejas y los pelos se dejan sobre la mesa. El carmín, las tetas y las esponjas bajo la cama, siempre competente frente a cataclismos que se repiten y repiten en esta superficie chilena de tanta falla y millones de fallados; los collares, anillos, prendedores y brazaletes se esconden en la única cartera que registra mi verdadera existencia con este nombre que nunca me ha pertenecido. Los espejos ríen mi hazaña y sucumben a mi meneo feliz de vieja mariquita, soñadora y enamorada de mis alucinaciones.

Todo queda sobre la mesa, todo, menos Samuel, quien desnudo y despojado de su engaño, peregrina destellante y cansado hasta caer inconsciente sobre el colchón pulguiento de su mediagua gubernamental de un par de metros.

Pero es tarde ya, pienso… y es hora de tomar la droga para seguir ocupándose de los necesitados de mis muelles, para seguir permutando mi amor y mi palabra herida a quien quiera hacer un alto en su caminata salvaje de país infrecuente.

Antonio Toño Jerez