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Mauricio Jürgensen y su libro «Dulce Patria»: Encontrando la memoria y la identidad de la música chilena

Por: core | Publicado: 25.06.2017
Mauricio Jürgensen y su libro «Dulce Patria»: Encontrando la memoria y la identidad de la música chilena | Facebook: Mauricio Jürguensen
A días del lanzamiento de la segunda edición de «Dulce patria: Historias de la música chilena» (Ediciones B, 2017) , el periodista César Tudela conversó con su autor, Mauricio Jürguensen, sobre la necesidad de construir una memoria musical en base a historias y anécdotas, reforzando la identidad propia y explicando lo que implica ser músico en Chile.

Hace sólo tres meses salía a librerías “Dulce Patria: Historias de la música chilena”, el primer libro de Mauricio Jürgensen, que vino ampliar nuestra literatura musical, que hace un par de años –y al contrario de lo que se podría imaginar- ha crecido exponencialmente.

Por estos días salió la segunda edición, hito que marca el éxito de este trabajo que mezcla entrevistas con crónica y ensayo, elaborando un texto entretenido para leer, y que va mezclando épocas y artistas sin ningún prejuicio. Y como dice el propio periodista viñamarino, es un libro que pretende humanizar a nuestros músicos a través de sus historias, con un afán, tan pretencioso como admirable, de abrir puertas para construir una identidad chilena a partir de nuestra música popular.

Conversamos largo y tendido con Mauricio desde el locutorio de Radio Cooperativa, el cubil de donde surgió la idea de estampar por escrito más de un centenar de historias orales, y donde día a día se emite “Dulce Patria”, el programa.

–Cuando ya tomaste la decisión de escribir un libro de música popular, ¿tenías alguna referencia o idea de cómo querías enfrentar el proyecto?
–Me pasa algo, siento que hay un interés real de la gente por consumir literatura sobre música chilena. Cuando partí en el ’99 no existía nada. Me acuerdo de las primeras biografías de Cecilia, de Juan Cristobal Peña; la de Los Prisioneros, de Freddy Stock; o los libros de Fabio Salas, que era un gran cronista de ciertos momentos de la historia del rock, pero no existía mucho más. Entonces, celebro que haya mucho más material, pero me da la impresión que lo que se ha publicado en los últimos años masivamente son investigaciones académicas con una mirada enciclopédica de la música chilena, sobre géneros en particular, o acercamientos biográficos (formales y no oficiales). Me dio la impresión, y no es que lo haya calculado tanto en la previa, pero había algo que faltaba, que es lo que quisiera poder, humildemente, aportar con el libro, que es un acercamiento más emotivo con los músicos y con la historia de la música chilena. Construir memoria a partir de la historia de cada uno, por lo mismo es que me atrevo a poner a Palmenia Pizarro y a los Fiskales Ad-Hok.

–Un reto no menor.
–¿Sabes? En el fondo ambos apelan a una cosa muy elemental, que es ser músico en Chile. Y para mí eso es suficiente, porque probablemente tienen mucho más común de lo que uno pudiera pensar, más allá de lo evidente que son estilos distintos, pero en el fondo son historias de gente que se ha criado acá, en barrios similares, en escenas similares, que han tenido que enfrentar cosas que son interesantes de contar. La música tiene que ver con las emociones, y era necesario un texto que pudiera acercarse a ellas. Y en ese sentido era tan interesante hablar con Lucho Jara, consciente que es un nombre que puede generar aprensiones, como hablar con los BBS Paranoicos y que cuenten su historia. Creo que es súper necesario empezar a mirar la música en su amplitud, y eso no se había hecho en ningún libro chileno hasta ahora. Porque se estaba viendo, o la escena del hip-hop, o la historia de la Nueva Canción Chilena, o la historia del metal, que está bien, no quiero hacer una apología del simplismo, pero mi propuesta era hacer una cosa mucho más amplia, desde lo humano y lo anecdótico, más que una investigación rigurosa sobre el origen de la música popular.

–Parte de esa historia, desde el rock, ya la hizo David Ponce en “Prueba de Sonido”.
–Probablemente David ya hizo el catastro riguroso de datos (fechas, géneros, grupos), lo que me parece estupendo, pero yo quería apostar desde otro lado, porque siento que desde la anécdota, desde la historia, uno puede conectarse más con la emoción, con la precariedad, con la historia del talento, o con las concesiones que, por ejemplo, tuvo que hacer Congreso. En una anécdota bien contada puedes conocer tanto o más del personaje que si te vuelvo a contar la historia formal de cómo fue que inició su carrera, en qué año y en qué contexto. Siempre tuve claro eso, y que en algún modo también implicaba otras dos cosas: uno, conocer el formato y el hábitat de la radio (donde nace el libro), porque para mí, es un oficio relativamente nuevo; y lo otro, tiene que ver con la edad. Tengo 42 años y sentí que era un buen momento para hacer un libro, que ya había recorrido lo suficiente para tener ciertas tesis, ciertas ideas en la cabeza, y también con reencantarme con lo que pienso sobre el periodismo en su acepción más original, que es como conversación-historia. Uno se entusiasma harto cuando es más cabro con los géneros, las referencias foráneas, y está bien, a mi me gusta esa cosa melómana, pero hoy quisiera pensar que el libro pudiera aportar más a conocer sobre la música chilena que a seguir mirando hacia afuera, como que si lo que pasara acá no fuera digno de ser contado.

–¿De ahí nace la idea de tener a Manuel (García) y Américo para que estuvieran en el lanzamiento?
–Exacto. Lo hice porque sentí que en el papel eran dos nombres que no tienen cómo comunicarse, pero finalmente se juntan y sale algo. Aparte que son del norte, son ariqueños y tenían mucho en común. Fue la raja juntarse con ellos y ver como empezaban a dialogar, porque se acordaban de cosas locales y era muy chistoso. Para mi invitarlos era eso, simbolizar lo que de algún modo quise reflejar en el libro. Y por último, siento que las anécdotas que se cuentan como las de Redolés, de Pedro Foncea, de los Congreso, del mismo Pablo Herrera cantando en el Café del Cerro, cachando si se convertía o no en baladista, con todo esto, creo que igual se deja ver un país de fondo. Uno puede ver un Santiago medio complicado, unas regiones medias precarias. Miguel Barriga contando que tiene que conseguirse la guitarra con un viejito de la boîtes que era el único que tenía guitarra eléctrica. Me gustaría pensar que se deja ver algo del país, creo que es una buena… mmm…

–¿Una fotografía desde la música? Entendiendo que estamos de frente a sujetos –músicos de oficio- que tienen que retratar algo de alguna forma, en su caso, a través de las canciones.
–Exactamente.

–Y ese retrato país, que Marisol García lo propone desde la canción política, o Emiliano Aguayo desde las vicisitudes en el pop de los ’80, es en definitiva súper intercultural o multidentitario, por decirlo de alguna forma. Al final, no podemos distanciarnos, y lo podemos apreciar, por ejemplo, cuando los Fiskales deciden hacer su versión de “Resistiré” y convertirlo en un himno punk, viniendo desde otro mundo. O Devil Presley grabando “La gata bajo la lluvia”, una banda stoner, de la vereda más machista o heteronormada del rock, cantando una canción icónica del mundo gay.
–Ese es un muy buen ejemplo, una súper buena tesis, porque creo que tiene que ver también con sincerar cierta cosa que siempre se ha sabido de Chile: somos un país popular. Y cada vez me irrita más esta obsesión por lo foráneo. Si sale un grupo chileno nuevo, salen diciendo “sí, tiene una sicodelia como parecida a los Byrds año ’67“, y es como, ¿de qué me estás hablando? ¿Por qué no hablamos de Frutos del País? ¿Por qué no hablamos de Congregación? ¿Por qué no hablamos de grupos chilenos? Bueno, hay varias ideas de por qué no pasa eso. Primero, hay poca discografía, el catálogo chileno sabemos que está súper disperso, y hay harta ignorancia también. Finalmente, a nosotros nos toca tratar de construir, ayudar a construir un poquito más de identidad, a tenerle más cariño a la música chilena. Por lo mismo, también la elección de los personajes. Yo no estoy proponiendo que a la gente le vuelva a gustar Alberto Plaza, que está entrevistado en el libro, pero me parece súper interesante que él cuente su historia y defienda su tesis, o que diga lo que tenga que decir.  Es hijo de esta tierra por así decirlo y “Dulce Patria”, el programa, es un poco eso.

–Hay sintonía entre el programa y el libro, más allá del nombre.
–Quise ser fiel al espíritu abierto y que solo termina ligado a algo puntual: ser chileno. De hecho, hay medias horas que son bien virtuosas, a veces pongo a los Ramblers, Playa Gótica, Weichafe y Javiera Mena, y suena, o sea, no suena del todo raro. Pasé de una época a otra, de una voz femenina a otra masculina. Me di la vuelta entera y tiene un sonido, tiene una identidad chilena. La otra vez en una entrevista me decían: “Chile claramente no se puede comparar con Argentina, México o Colombia”. Me mató. Nos cagó de entrada. Le dije, que con Brasil no, porque probablemente es una potencia mundial de música, pero con los otros, ¿por qué no? ¿Crees que no tenemos identidad? Yo creo que sí tenemos identidad musical, y es interesante conversarla y tratar de empezar a encontrarla a partir de productos como estos.

Manuel García y Américo en el lanzamiento de «Dulce Patria» / Foto: Culto La Tercera

Descubrirte mirando el barrio

–Hay una entrevista a Weichafe donde cuentan la anécdota con Paco Ayala, el productor mexicano del disco «Mundo Hostil», sobre “la sonoridad chilena”.
–Lo puse también en el libro, me encantó. “No traten de sonar más chilenos, si ya suenan chilenos, no tienen para que ser redundantes”. Y no es algo de la letra, es de cómo se toca. Creo que eso es verdad. Hay un sonido, la guitarra del Gato Alquinta, por ejemplo, una sonoridad que no le suena a nadie en el mundo igual, y para mí eso es chilenidad. Congreso y su mezcla, o Illapu, que también está en el libro. Ellos son andinos como fueron muchas bandas bolivianas, peruanas, pero ellos dotaron lo andino y lo politizaron. Y el canto andino se volvió político y coyuntural por Illapu, y eso es muy la raja. Si escuchas música andina de grupos bolivianos y peruanos son como “que la negrita, mi niñita”, algo muy pintoresco, costumbrista, naturalista, pero el discurso más potente de las salitreras, los derechos civiles, eso es de Illapu, y eso es chileno.

–Y después lo toma Gepe, le da otra vuelta, y vuelve haber un correlato ahí también.
–Y ahí pasan cosas muy choras también. El otro día lo hablaba con Fernando Milagros, me decía que vivimos mucho tiempo tentado con “me invitaron del Primavera Fauna” o “fuimos a tocar al SXSW”, y en realidad cuando estaban allá, tocaban a la 1:00 PM, en un escenario de mierda, donde había 40 personas. O sea, sirve pal’ currículum, “Fernando Milagros codeándose con los grandes”, pero en realidad no es así, y me decía entonces, que ahora le interesaba más construir identidad con Perú, Venezuela, Colombia. De hecho, está haciendo un proyecto que se llama “Cordón Andino”, que lo encontré súper choro, que tiene que ver con vincularse con estos músicos, y en el fondo descubrirte mirando el barrio, y no mirando el último sonido de Canadá. ¿Qué tiene que ver eso con nosotros?

–“Si sueñas con Nueva York y con Europa”, decía Jorge González.
–Y una vez más tenía razón. Me acuerdo de una entrevista en la Extravaganza, año ’94-’95, y el periodista le preguntaba: “Oye Jorge, ¿oíste lo último de Radiohead?”, y dijo “ah, sí, todos me hablan de Radiohead, pero yo estoy escuchando Leo Dan”. Y cuando dijo eso, yo más cabro pensé, sin mentirte, “aaah, este hueón pasao’ de onda”, ¡pero, tenía razón! Y lo estaba viendo 20 años antes, de que había que escuchar lo propio, cómo construir nuestra identidad popular. Genio.

–Y bueno, la música popular es más que rock, aunque parece existir cierta premisa de encaminar todas las historias hacía este lado de la distinción, para que tomen cierto valor.
–Sí, y también creo que nosotros nos hemos acostumbrado a eso, y probablemente ahí hay culpa de nosotros los periodistas, como de declarar ciertas sensibilidades de Chile, como “Chile, país de metaleros”, y no de rockeros porque los argentinos son más rockeros, o “Chile es como más llorón y no es tan festivo”. Y son paradigmas que están en descrédito. Chile es súper fiestero, nos gusta el hueveo’, y también es rockero; Chile de repente tampoco es tan metalero, porque el público es más chico, pero a Chile le gusta mucho el pop; a Chile le gusta mucho la balada, y también le gusta mucho el pop de raíz, tipo Mon Laferte o Los Vásquez o Bloque Depresivo. Hay grupos de cumbia que tienen mucha actitud rockera. La cumbia del año 2000 en adelante se ha vuelto política, ha salido a la calle, se ha sacado el uniforme de sonora, como de fiesta de graduación, y tiene un vínculo más potente con algo más. La música tropical se ha estado nutriendo de cosas muy choras con los inmigrantes también. ¿Cachái cómo va a sonar la cumbia, y en general la música chilena, en 5 ó 10 años más con todos los inmigrantes que están tocando? Eso me lo hizo ver Kanela muy pillamente, “¿has escuchado la cumbia chilena en el último año? Está agarrando un colorcito, un saborcito distinto, en los shows de nosotros está llegando mucho peruano, mucho colombiano”. Y de ahí pueden salir muchas percusiones, ritmos, timbres, y eso es mixturar, eso es mezclar. Encuentro que el futuro se ve súper comprometedor. Advierto también que se está instalando, quizás con lo que está pasando con Mon Laferte, como un surgimiento del pop de raíz, que también tiene que ver con la identidad, y lo escribí en una columna. Observo con interés lo que está haciendo el Demián Rodríguez, un cabro de San Antonio, que era medio Chinoy al comienzo pero ahora encontró un perfil bolerístico de lujo. El disco que hizo el Rulo, el cabro de Los Tetas, me sorprendió, no me lo esperaba. Y ahí uno dice, claro, este cabro viene del rock pero empezó a conocer otras cosas… y en general, y quizás peco de optimismo, veo una escena musical chilena muy rica, llena de matices y de colores, de cosas muy entretenidas.

–Muchos colores, aunque la escena sigue siendo pequeña y atomizada.
–Sí, y eso es algo que se repite desde fines de los ’60 hasta ahora, y que cruza el libro: estamos en una escena chica, en espacios limitados para tocar, dificultad para poder consolidar carrera, dificultad para poder vivir de la música. También un castigo más o menos histórico al que decide ir a probar suerte afuera, que se le acusa de traidor y de no sé qué, y esas verdades creo que también son determinantes para lo que es la música en Chile. Es real, de hecho desde afuera se ve como “qué impresionante la cantidad de músicos, las mixturas”, pero la escena es minúscula… ¿Cuál es nuestro nombre más grandes? Puta, tal. ¿Cuál es el escenario más grande que ha llenado? Caupolicán, 5 lucas, y con eso no alcanzas a entusiasmar a nadie afuera. Pero bueno, es el dilema que tenemos que enfrentar, y es lo que somos nomás, donde nos tocó vivir y hacer música.

–Es como la premisa de que “hay más músicos que público”, y así es súper difícil configurar una escena que se sustente.
–Es súper brutal. Y creo que también, sin querer seguir defendiendo esos viejos paradigmas, pero ahí también hay algo de la ferocidad del público chileno con sus propios artistas, hay cierto mal hábito de que no hay que pagar por lo chileno porque “si igual me van a dejar entrar”, “que anótame en la lista nomás”. También hay cierta idea instalada en cierta generación de directores radios, de productores de sellos –que se evidenció muy fuertemente con la ley del 20%- que la música chilena está mal tocada, que no suena bien, que no se compara con los de al lado. Y son verdades muy instaladas. Y uno a veces siente que en gente más joven se sigue replicando. No estoy acá siendo chovinista y diciéndote que “si es chileno es bueno”, por lo demás, yo no siento que uno como periodista esté llamado a hacer promoción, pero si se me ha hecho muy evidente la ferocidad de cómo se juzga lo local, y es algo que seguramente supera el análisis musical y tiene que ver con cierta sociología, y ahí ya no me siento competente como para analizarlo.

–Es súper raro, y llama la atención, sobre todo, porque ha quedado demostrado lo bueno que somos para consumir grupos nuevos de afuera, y para confeccionar defensas cerradas en torno a ellos, versus bandas chilenas ya con rodaje, incluso con un par de discos, que alimentan la escena con buenas propuestas, o por lo menos interesantes, pero que siguen siendo resistidos. Hay un fácil consumo de lo extranjero y una crítica súper liviana, pero brutal, con lo nuestro.
–Ahora lo vivimos muy seguido con “grupitos” que traen a tocar al Amanda, al Cariola, y con toda una promoción detrás… bueno, hay marcas asociadas. Me pasó en Lollapalooza, donde hubo conciertos muy buenos este año: (me llamo) Sebastián que dejó la cagá, Alex Anwandter, que está en otra liga, no vamos hablar de los Ases Falsos, particularmente lo de Tus Amigos Nuevos que encuentro están sonando a todo cañón y tienen un show la raja, Como Asesinar a Felipes que son extraordinarios… pero están tocando a mediodía, y de repente uno se encuentra con Silversun Pickups, 6 o 7 de la tarde, escenario principal, 45 minutos… y ahí uno se queda plop. Ya, ok, no seamos tan lapidarios, te puede gustar y no hay problema, pero, ¿cuánto nos comunica eso a nosotros como chilenos? ¿Qué tiene que ver con nosotros eso? ¿No sería mejor ver a (me llamo) Sebastián con un show grande en un horario estelar, verlo consagrar, con buen repertorio, de un hueón que está ebulliendo? Por eso creo, y quiero ser humilde, que con el libro pretendo humanizar a los personajes a través de sus historias, y con eso abrir una puerta para construir identidad. Los gringos, por ejemplo, son secos en esto, tienen libros para lo que quieras.

–Y así han derrumbado muros de prejuicios también, por eso no tienen problemas con meter a Dylan o Aretha Franklin a listas de rock.
–¡Claro! ¿Y por qué no hacerlo nosotros? Probablemente ahí hay muchas otras cosas que falten. Por ejemplo, el acceso a la música de los clásicos en Chile es escasísimo. Yo estoy acá en la Cooperativa, que tiene 80 años, y si quiero poner algo de los Fénix, un grupo de Chuquicamata, del Clan 91, un grupo de la Nueva Ola un poco más propositivo, no encuentro. Si quiero ponerlos, tengo que buscar en YouTube, algo que se escuche más o menos decente, descargarlos, y traspasarlos al formato que se requiere… es pega, no es fácil. Y estamos hablando de grupos que grabaron, que existieron, que tuvieron cierta notoriedad, que firmaron con sellos grandes de la época, y no hay registro, salvo de algunos grandes, como Cecilia o Buddy Richards, pero que es bien parcelado, bien esquivo, sobre todo si quieres comprar un vinilo o un CD, pero puta, es así.

Dulce patria: Historias de la música chilena
Mauricio Jürguensen
Ediciones B
215 páginas
Precio de referencia: $14.990

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