Avisos Legales
Opinión

Mauricio Ortega, alias blanca paloma

Por: Guisela Parra Molina | Publicado: 30.07.2017
Mauricio Ortega, alias blanca paloma femicidio | Foto: Agencia Uno
¿Qué otras atrocidades tienen que ocurrir para que toda la comunidad vea el horror en que estamos inmersas? ¿A qué volumen debemos gritar para que la sociedad nos escuche? ¿Necesitaremos llenar de velas las plazas del país e instalarnos permanentemente en la entrada de todos los tribunales de Chile y del mundo entero?

Hace alrededor de un mes escribí un texto motivado, inicialmente, por el caso de Amelia, que por sentencia de la jueza de un tribunal penquista, sería separada de la familia con que siempre vivió, para cumplir con la voluntad de su padre: que viviera con él en Concepción. Esto, en un juicio lleno de irregularidades, partiendo por el hecho de que no existía ninguna razón legal para apartar a la niña de su madre. Gracias al alboroto que armamos las feministas con la campaña #AmeliaNoSeVa, esta niña de 7 años logró quedarse con su mamá y sus hermanas, en Chiloé. Lo estoy relatando de manera sintética y aparentemente fría y “objetiva”, como si estuviera en un tribunal, sin incluir ninguna descripción del terremoto emocional por el que tuvieron que pasar Amelia, su madre, su abuela y sus hermanas, entre otras muchas personas (mujeres, la mayoría).

En esa columna hice referencia también al caso de Nabila Rifo –que despertara tanto y tan morboso interés en muchos medios de comunicación-, a propósito del cual también hicimos numerosas y ruidosas campañas, cuyo resultado había sido un avance importante –eso creímos-: una condena de 26 años de prisión para Mauricio Ortega por femicidio frustrado, entre otras causales. Sin embargo, el juicio fue cuestionado con el argumento de que la pena era excesiva. Es decir, básicamente, se ponía en cuestión porque, en palabras del abogado defensor del imputado, “le habría salido más barato matarla” que golpearle el cráneo, dejarla inconsciente y sacarle los ojos.

El texto que escribí en aquella ocasión estaba “inspirado” en las invaluables enseñanzas de mi abuela que estos casos trajeron a mi memoria; en particular, los versos que vuelvo a citar aquí, debido a su vigencia:

Érase un mono el juez,
érase un gato y un ratón.
En violenta contienda tan reñida,
inmensa muchedumbre reunida
esperó la sentencia largo rato.
En contra del pequeño falló el mico:
-¡Déjese usted comer y calle el pico!
-¿Por qué?, dijo el ratón, jeremillento.
–Porque él es grande y usted es chico
¡y últimamente porque yo lo mando!

Los cito -y los citaré una y otra vez- porque deberíamos grabarlos en la memoria y tenerlos presentes en todo momento. Yo ya los grabé en la mía, sin saber qué grababa, por ahí por los 3 ó 4 años de edad, y ahora me vienen a la mente a diario, cada vez con más frecuencia, porque ¡vaya si reflejan la realidad! En especial la realidad de las mujeres.

Las feministas conocemos muy bien de qué se tratan esos versos, infantiles sólo en apariencia, y por eso sabemos que es necesario mantener un estado de alerta permanente, que hay que levantar cada día más voces y carteles, crear más consignas y escribir más textos, caminar por todas las calles de cada ciudad de este largo país. Y lo hemos hecho incansablemente, durante muchísimos años, pero a veces una se pregunta: ¿qué otras atrocidades tienen que ocurrir para que toda la comunidad vea el horror en que estamos inmersas? ¿A qué volumen debemos gritar para que la sociedad nos escuche? ¿Necesitaremos llenar de velas las plazas del país e instalarnos permanentemente en la entrada de todos los tribunales de Chile y del mundo entero?

Quién sabe si así lográramos que por fin se tome conciencia de la problemática del gato y el ratón; es decir, que en esta sociedad patriarcal, quienes sacan la peor tajada de la torta –incluso a veces sin alcanzar ni a oler el merengue- somos nosotras, las mujeres, por el mero hecho de haber nacido mujeres. Quizá entonces se sumaran a nuestros gritos miles de gritos, lanzados a todos los vientos por miles de voces, empoderadas frente a los monos y los gatos.

Ojalá este sueño de un despertar colectivo, que albergo y defiendo desde hace ya varias décadas, se hiciera realidad, ya que sólo así podrá llegar un día en que las mujeres dejemos de ubicarnos en el lugar de ese ratoncito de cabeza gacha, tímido, jeremillento y calladito donde nos ha puesto la cultura patriarcal durante siglos.

De nosotras depende abandonar esa posición histórica. Depende de la conciencia de cada una por separado, porque la conciencia es el primer paso hacia el empoderamiento individual; pero también depende del trabajo colectivo, solidario y perseverante: solidario en la emoción, perseverante en la subversión.

Cuando escuché la espantosa e inconcebible afirmación del defensor de Mauricio Ortega, pensé por un momento –o, mejor dicho, tuve la efímera ilusión- que podría resultar contraproducente para su defendido mostrar tal liviandad frente a las implicancias y el significado de un delito; evidenciar tal ligereza frente al concepto de justicia; expresar tan increíble falta de respeto hacia la vida y la integridad de un ser humano.

Sin embargo, el importante avance que creímos ver era sólo un espejismo jurídico. Por inverosímil que parezca, el efecto que tuvo el famoso enunciado de la defensa resultó al revés de la que fuera mi efímera ilusión: la Corte Suprema determinó que Mauricio Ortega no había tenido la intención de asesinar a Nabila Rifo y rebajó la pena.

Cabe preguntarse entonces cuál fue su verdadera intención: ¿acaso quería jugar a la pelota y confundió cemento con caucho? ¿O pensaba invitar a Nabila a jugar a “la gallinita ciega”? Quizá creyó que los globos oculares eran de goma, como los globos de las fiestas, que además de ser resistentes, no importa que se revienten, porque hay muchos. O hacer una intervención urbana sobre aquello de “cría cuervos y te sacarán los ojos”.

Como sea, lo que entiendo es que la Corte Suprema considera que el delito de Mauricio Ortega no cabe en la definición de femicidio frustrado porque su intención no fue asesinar a una mujer por el hecho de serlo; sino que, probablemente, tuvo sólo la intención de hacer lo que hizo: golpear brutalmente a una mujer, dejarla ciega y abandonarla a su suerte, desnuda e inconsciente. Supongo que considera también que terminar muerta o no, era responsabilidad de ella.

En otras palabras, podríamos decir que el mono con el martillo más poderoso de todos los martillos del país se transforma súbitamente en inocente niño de pecho, o siguiendo con las metáforas basadas en la fauna, en un pollito recién salido del cascarón, y le cree al gato. Le cree a un gato que afirma que, al agarrar dos bloques de cemento y descargarlos en la cabeza de una mujer, lejos de ser un felino que muestra los colmillos llenos de baba, con todos los pelos erizados, era una blanca paloma.

Resultado: ahora el delito que cometió Mauricio Ortega es sólo “lesiones graves gravísimas”. Eureka. Un bonito eufemismo que permite reducir de 26 a 18 años de presidio la condena de un hombre que, sólo por ser hombre, se sintió con el derecho de agredir a una mujer, de una manera tan brutal que estuvo a punto de asesinarla. No conozco la letra de la ley, ya que mi especialidad está en otras letras; pero, por eso mismo, me gustaría que alguien me explicara algunas cosas legales, cuya coherencia no logro entender, por más esfuerzo que hago con la razón y la gramática:

1.- Literalmente, físicamente, Mauricio Ortega no mató a Nabila Rifo; pero sí le quitó la vida a una parte de su cuerpo y de su alma, sin mencionar lo que hizo al alma de sus hijos. ¿Qué importancia tiene, al juzgar la acción de una persona que casi mató a otra, si su intención fue matarla por completo o sólo en parte?

2.- ¿Acaso la figura de homicidio está determinada por las buenas o malas intenciones del homicida? ¿O es un acápite aparte, que sólo se aplica a la de femicidio?

3.- Si determinar intenciones es tan fundamental, ¿de qué manera se prueban las intenciones que tuvo una persona al casi cometer un asesinato? (¿o no se requieren pruebas y basta con la intuición psicoanalítica de algún mico?).

4.- Más aún, ¿de qué manera se prueba la diferencia entre intenciones? Porque, según entiendo, la misma persona que amenazó de muerte a la misma víctima que después casi asesinó tuvo intenciones distintas en una y otra ocasión. Un enredo sospechoso que sólo puede suceder en el mundo de los monos con martillo.

5.- Si la intención es lo importante y la del imputado no era matar a su víctima, ¿debemos deducir que si Nabila hubiera muerto literal y completamente, no se consideraría femicidio, sino accidente?

6.- ¿Debemos inferir también que, dadas las inocentes y juguetonas intenciones de Mauricio Ortega, alias blanca paloma, el asesinato definitivo pero no intencionado de Nabila tampoco habría ameritado una pena mayor?

7.- Y finalmente, Su Señoría el Mico, aclárenos por favor: ¿Es esto lo que debemos esperar de todo juicio de esta índole?

El Diccionario de la Real Academia Española no contempla el término femicidio; sino feminicidio, cuya acepción es asesinato de una mujer por razón de su sexo. Debido a mi oficio, no puedo sino preguntarme el objetivo de esta diferencia léxica en el habla jurídica chilena. ¿Acaso el uso del vocablo modificado en nuestra legislación constituye un resquicio legal para, paradójicamente, burlar esa misma legislación? No me extrañaría en absoluto. Sería sólo una más de las numerosas paradojas que veo a diario (cuya intencionalidad, si bien sospecho, no puedo probar) y que me hacen pensar en un carnaval de monos, jueces y gatos.

Pero la figura legal da lo mismo. Da igual el eufemismo del que se agarren. Lo importante, lo incomprensible, lo indignante, lo intolerable, es que, una vez más, el mono usa su martillo para golpear a las mujeres y favorecer a los gatos. Una vez más, «porque él es grande y usted es chico ¡y últimamente porque yo lo mando!».

Guisela Parra Molina