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Opinión

La ideología de la «evaluación total» y la desconfianza en la creatividad

Por: Adolfo Vera | Publicado: 26.08.2017
La ideología de la «evaluación total» y la desconfianza en la creatividad evaluacion | Foto: Agencia Uno
¿Quiere investigar, hacer una obra de arte, escribir un libro? ¡Carta Gantt! Los sacerdotes de la evaluación caminan por los pasillos del infierno con sus cartas Gantt y sus Excel desplegadas en tamaño natural, asustándonos. ¿Un profesor que quiera hacer una clase que dure menos de lo planificado? ¿Que quiera improvisar? ¡Delito!, ¡Castigo! Sólo la (auto) evaluación podrá salvarlo. Debemos planificar –todo aquel que deba llenar un formulario hoy en día lo está haciendo- porque, en el fondo, los expertos no confían en nosotros, pues los expertos sólo confían en sí mismos.

No hace mucho, el fascismo gritaba, en las radios, en los libros y en las calles: ¡movilización total! Con ese grito se buscaba resumir, violentamente, el nuevo tenor de una época en la que era preciso partir de cero, practicando sin temor y sin reparos la borradura de las huellas. Los promulgadores de la “movilización total” apelaban a la superación del individuo y a su disolución en las “masas”; de tal suerte, Jünger elaborará, en el libro homónimo, su teoría del “trabajador” (Die arbeit) como un sujeto que ya no se rige por los modos de conducta burgueses, cuya comodidad fundada en valores antiguos (la intimidad, la importancia del espacio privado, la sumisión a dogmas morales cristianos) no están a la altura de los tiempos: estos están determinados por la velocidad, la vida en común en los grandes espacios urbanos de las nuevas metrópolis, la colectivización del trabajo y de la producción. En este contexto, el “trabajador” debía según Jünger ante todo dejar atrás las banalidades valóricas burguesas ligadas a la compasión y la bondad y asumir que el verdadero camino para lograr las transformaciones radicales exigidas por la historia es la guerra total. Al mismo tiempo, Benjamin notaba en su Diario de Moscú (1927) hasta qué punto este “hombre nuevo” ya no determinado por la interioridad burguesa –esa que, en términos metafísicos, había permanecido intocada desde San Agustín a Kierkegaard- habitaba, en la capital del régimen comunista, y a sólo unos cuantos años de la muerte de Lenin, espacios habitacionales en los que el departamento donde vivía la persona o la familia no se separaba del resto por muros de ningún tipo, lo que a su vez –según él- se condecía con el particular modo en que los agentes de la policía establecían dossiers acerca de los aspectos más íntimos de cada persona (sobre todo si se trataba de intelectuales y artistas) que pudiera interesarles. El mismo Benjamin en varios de sus otros textos destacará la progresiva imposición de la “transparencia” como modo fundamental de relación social a partir de la arquitectura de vidrio (cf. los trabajos de J.L. Déotte a este respecto).

Vivimos una época –al menos los países organizados en democracias representativas donde el ordenamiento jurídico es relativamente respetado, lo mismo que la separación entre los poderes del Estado- que sería difícil de interpretar desde las teorías mencionadas en relación a la “movilización total”, la “transparencia total” o el Estado policial propio a la Europa de los años 30 del siglo pasado. Viviríamos más bien una época que podríamos definir como de la “evaluación total”, la que posee, de hecho, no pocos rasgos en común con la descrita más arriba, ya que en gran medida le sucede.

¿Cuál es la relación entre estas modificaciones epocales –hay muchas más, de hecho- y lo que podemos definir como la “evaluación total”? Partamos por definir “evaluación”. Esta última, como sabemos, se ha convertido en una experiencia a la que nos vemos sometidos cotidianamente. Como sea, está lejos de provenir –como modo de relación social- de un trato propiamente reservado a las relaciones humanas; mejor dicho, estas son evaluadas en cuanto se subsumen a los modos de producción mercantil. No nos engañemos, la experiencia de la “evaluación” se aplica a los seres humanos y a las mercancías en el mismo nivel: en virtud de su adscripción, o no, a parámetros de funcionamiento previamente establecidos. Evalúo el trabajo de mis semejantes, el desempeño de una fábrica en un periodo de tiempo, el funcionamiento de un motor o de una máquina, el comportamiento de unos empleados en una empresa o de unos funcionarios en una institución, de unos alumnos en una sala de clases, pero no evalúo el amor por mi pareja ni el “funcionamiento” de la amistad. La “evaluación” pertenece de lleno a la época (descrita por Marx por vez primera) de la cosificación de la experiencia humana, al diluirla en el mundo de las mercancías. Otra vez fue Walter Benjamin uno de los primeros en notar este rasgo epocal: las masas, en el contexto de las transformaciones urbanas y sociales de inicios del siglo XX, que significarán la universalización de la experiencia del shock –golpes de estímulos cuya velocidad no es susceptible de ser asumida por el sujeto en un relato coherente y con sentido, cuestión a la que también se refirieron Freud y Simmel- pero igualmente de los aparatos de registro y reproductibilidad técnica de lo real (fotografía, cine, radio) deben someterse a una continua práctica del “test”, una suerte de ejercicio constante y sin fin en la lectura y decodificación de los signos urbanos, pero igualmente de los códigos visuales y sonoros impuestos por las nuevas máquinas (automóvil, metro, tren, cine, radio). Por ello es preciso estar siempre “atentos”, so pena de terminar heridos o lisa y llanamente perder la vida; hasta el día de hoy, de hecho, podemos observar los avisos en el metro exigiendo de nuestra parte el mayor de los cuidados en el andén, en las escaleras y al interior del vagón (¡cuidado!, ¡atención!, parecieran ser las nuevas consignas de esta época en la que los habitantes de las ciudades no volverán a encontrar el reposo).

El “test” entonces se produce necesariamente en el contexto de una vida dañada (Adorno); debemos testearnos –ante los “expertos” que pasarán a ser quienes asuman las riendas de la historia, los nuevos héroes de esta mitología sin mito- pues no somos capaces de hacernos cargo, con nuestra pobre experiencia, de las exigencias enormemente complejas que se nos presentan en la sociedad de mercancías; nuestra psiquis, de hecho, no será capaz de asumir tales exigencias, y si antes nos “curaban” las historias contadas por los abuelos, o la observación de la naturaleza, hoy habremos de entregarnos a los nuevos expertos del alma: psiquiatras, psicólogos y sicoanalistas. Como sea, no tiene mucho sentido lamentarse por esta situación, ni añorar melancólicamente un pasado que siempre habría sido mejor. Corresponde más bien pensarla, en aras de encontrar modalidades de transformación.

En el ámbito de las organizaciones, desde hace algún tiempo, no sólo se habla de “recursos humanos” y de “capital humano” -términos que usamos tan livianamente, olvidando el profundo desprecio por la vida humana que ellos significan, que a uno lo recorre un escalofrío al ver hasta qué punto hemos llegado-, sino que igualmente (y en el contexto de la misma cosificación y mercantilización de la experiencia), de “autoevaluación” y “evaluación permanente”. Ambos términos van de la mano y configuran con precisión lo que hemos definido como “evaluación total”: un mundo en el que cada acto, cada gesto, cada pensamiento incluso, debe ser “evaluado” –de acuerdo a parámetros establecidos siempre desde una lógica de la productividad- por un experto. Las organizaciones han creado, naturalmente, reparticiones internas que se aseguran de la “calidad” de los productos –no importa si estos, como en el caso de las escuelas o las universidades, refieren a asuntos simbólicos o (si se me permite la grosería) espirituales-, por medio de la instalación de la conducta evaluativa e inter-evaluativa constante: yo te evalúo, tú me evalúas, todos nos evaluamos. Si se me permite permanecer en el ámbito de las universidades (que juegan un rol fundamental en esto, pues aún quienes trabajamos en ellas nos llenamos la boca diciendo que producimos “saber”, “conocimiento”, “creación”, no obstante sabemos bien que no somos mucho más que un tipo específico de “capital humano”), vemos cómo en ellas los profesores son evaluados por los alumnos –lo tradicional era la inversa-, las autoridades por los subalternos, aquéllas por las autoridades superiores, etc. Todo en pro de la “transparencia”, valor absoluto e incuestionable. Y la calidad. Y la mejora permanente. Es decir, la Trinidad de este nuevo Catecismo. Pero no sólo las instituciones se (auto) evalúan. La época de la “evaluación total” es la del auge delirante de las encuestas de opinión –nadie puede decir nada (so pena de ser considerado “poco serio”) sin apoyarse en algún tipo de encuesta o estadística. Así todo es transparente. Y nos acercamos a la verdad.

La consecuencia nefasta de esta ideología de la “evaluación total” es la imposición de la desconfianza como modo de relacionarnos con los otros. Si debemos ser constantemente evaluados es porque asumimos que siempre podemos fallar, y esto (en otras épocas considerado como aquello que justamente define a lo humano) debe ser rehuido en vistas de la “calidad”. Necesitamos ayuda. Somos frágiles. Los expertos están ahí para ayudarnos a superar nuestra debilidad constitutiva. Pero los expertos, en el fondo, no confían en nosotros. Creen que mentimos. Por eso los profesores debemos planificar nuestras clases al más mínimo detalle (casi minuto por minuto). ¿Ud. dijo que iba a enseñar esto? ¿Está en su programa? ¿Ah sí? ¿Qué dicen los estudiantes en las encuestas? Veamos. Sobre todo se desconfía de la improvisación, de la creatividad. ¿Quiere investigar, hacer una obra de arte, escribir un libro? ¡Carta Gantt! Los sacerdotes de la evaluación caminan por los pasillos del infierno con sus cartas Gantt y sus Excel desplegadas en tamaño natural, asustándonos. ¿Un profesor que quiera hacer una clase que dure menos de lo planificado? ¿Que quiera improvisar? ¡Delito!, ¡Castigo! Sólo la (auto) evaluación podrá salvarlo. Debemos planificar –todo aquel que deba llenar un formulario hoy en día lo está haciendo- porque, en el fondo, los expertos no confían en nosotros, pues los expertos sólo confían en sí mismos.

Por último –y es esta una verdad de Perogrullo que nadie se atrevería a negar- hay que decir que las cosas, en la economía, en las relaciones sociales, en la organizaciones y en las relaciones interpersonales, nunca han funcionado tan mal como en la época de los expertos, es decir aquella abierta por lo que aquí hemos llamado la movilización total y que es continuada, en nuestros tiempos, por la de la evaluación total. Como lo ha mostrado Jacques Rancière en sus trabajos, el primer paso para instalar una democracia de verdad sería el de quitarles –partamos por resistirles- el poder a los expertos.

Adolfo Vera