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Opinión

Kaurismäki, la última esperanza

Por: Nicolás Ried | Publicado: 28.08.2017
Kaurismäki, la última esperanza k1 |
Sus filmes siempre son protagonizados por una comunidad, tanto de personajes como de acciones, alejados de las superstars que fabrica Hollywood de manera industrial. Su cine expele un comunismo tan anticuado que parece infantil: el comunismo de los niños y niñas que juegan a la política, sólo para divertirse.

Con El otro lado de la esperanza (2017), Aki Kaurismäki cierra su trilogía de los refugiados, compuesta también por El puerto (2014). Una trilogía de dos películas, eso es lo que hizo Kaurismäki, quien confiesa que, en el contexto capitalista actual, todo le aburre. Incluso hacer cine. De hecho, se propone hacer trilogías sólo para tener planes a largo plazo y no sentir el peso de la noche una vez que termine un filme. Y no caer en el alcoholismo. De nuevo. También porque, pare el cineasta finés (de Finlandia), sus filmes intentan ser cómicos, pero a él le hacen mucho llorar. Con todo, a Kaurismäki le gusta trabajar, tanto como a sus personajes. Claro que antes sus trilogías eran de a tres y se retiraba del cine más seguido, pero lo que lo diferencia con lo que era antes es que ahora tiene una esperanza. Una esperanza extraña, a lo Kaurismäki: «El cine no cambia el mundo. El arte no cambia nada. Pero al menos hay que intentarlo, esa es nuestra responsabilidad», dice.

En esta última entrega, Kaurismäki vuelve a filmar un cuento precioso acerca de los refugiados en Europa. Pero lo que hace es muy distinto de aquellos que pretenden sensibilizar con un niño muerto en una playa o un buitre a punto de devorar a un bebé en África. En El puerto nos mostraba a Idrissa, un joven africano que llega de ilegal a un pueblito en Francia, el cual es ayudado a seguir su ruta hasta Inglaterra por una pequeña comunidad de vecinos articulada por el viejo Marcel Marx; ahora, en El otro lado de la esperanza, es lo mismo: Khaled, el educado inmigrante sirio que, por azar llega a Finlandia, es ayudado por la comunidad de trabajadores de un restaurante liderada por su dueño, Wikström. Sus filmes siempre son protagonizados por una comunidad, tanto de personajes como de acciones, alejados de las superstars que fabrica Hollywood de manera industrial. Su cine expele un comunismo tan anticuado que parece infantil: el comunismo de los niños y niñas que juegan a la política, sólo para divertirse. O un comunismo como el de los perros que se persiguen hasta que encuentran una nueva ocupación.

A primera vista, el cine de Kaurismäki más parece una comedia de Chaplin puesta en colores (especialmente en azul). Porque es extraño lo que pasa en la pantalla: alguien que necesita ayuda es ayudado, sin reparos ni condiciones por una comunidad de pobres y fracasados, de charlatanes y rockeros, de borrachos y perros. El ayudado no ofrece caución alguna, y los que ayudan tampoco la requieren. Es simplemente ayudar a otro, como una niña ayuda a otra a mirar por encima de una pandereta, o un perro salva a otro de un auto a punto de arrollarlo. Esto es raro y nos produce risa porque no es la crítica social seria que nos revela los nombres de los que nos oprimen, que nos dicta por quién no votar, que nos dice el modo en que se nos explota, que nos recuerda que todos los políticos son iguales, o que nos recalca que nuestras vidas no tienen sentido fuera del capital. Kaurismäki hace precisamente lo contrario, y de una manera tan simple que nos da risa, la risa genuina del que se enfrenta a la verdad. Kaurismäki no nos dicta los males del capitalismo añorando un pasado en que todo era distinto o un futuro en que todo será mejor: simplemente nos muestra cómo es que cada día hacemos comunidad con otros, gratuita y sin intereses.

Ese aspecto del cine de Kaurismäki lo convierte en un esperanzado, pero al sentarse su esperanza en el presente, se convierte en un revolucionario comprometido. Y esa es la idea que permite la escritura de Comunismo del hombre solo. Un ensayo sobre Aki Kaurismäki (2016) de Federico Galende. El autor se refiere al cine de Kaurismäki como un a muestra del “comunismo azul”, entendiendo que “comunismo” es principalmente el nombre de una traición: no es comunista el que se militariza en nombre de la revolución y sigue órdenes de un partido, ni comunista el que atiende a líderes supremos fundiéndose en una masa uniforme de acción. Comunista es el nombre del que está dispuesto a traicionar, con la simple intención de emanciparse. Comunista es aquel que, por el hecho de estar solo, puede estar con cualquiera, su comunidad no es una y fija, sino cualquiera. Es el que llega a una fiesta en la que siempre será bien recibido. Comunista es el que traiciona el color rojo para alzar la bandera azul. Comunista es el perro que nos sigue hasta el paradero, pero que se va con otro que lo saluda una vez que nos subimos al bus. Perro traidor, perro comunista, porque es de nadie, es de cualquiera. Con esta lectura de Galende, el cine de Kaurismäki aparece como la última esperanza ante el capitalismo: la esperanza en que podamos reunirnos unos con otros, sin que exista un interés ni una obligación en ese encuentro. La última esperanza en una comunidad más allá del capital.

La esperanza de Kaurismäki es que seamos como los perros callejeros. No por nada el reparto de sus filmes incluye a los perros, quienes figuran con nombre propio, y en más de una oportunidad incluso con un primer plano. ¿Por qué hace esto Kaurismäki? Primero, porque es su responsabilidad. Pero también, digámoslo, porque está aburrido.

Nicolás Ried