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Opinión

Por una política menor

Por: Adolfo Estrella | Publicado: 17.09.2017
Por una política menor camara-de-diputados-a1 | Agencia UNO
Una política menor es una política intersticial dirigida hacia el encuentro en lo común, con otras singularidades en acción. Las acciones menores son las que podemos hacer todos. Las acciones de cualquiera, desde la singularidad y la multiplicidad.

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“No tengo fuerzas para rendirme”. “No creo en un horizonte emancipatorio, pero el que no exista no significa que no haya que luchar” (Santiago López-Petit)

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El espectáculo de la política sigue rezumando fetidez. Se expresa como gestos, palabras… “manifiestos, escritos, comentarios, discursos, humaredas perdidas, neblinas estampadas…” (Rafael Alberti). Charlatanería. El espectáculo continúa su trayectoria exitosa hacia el vacío eficaz.

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Los que gobiernan el espectáculo o creen gobernarlo, realizan movimientos de rotación, giran sobre su mismo eje. No hay traslación porque no hay lugar donde ir. Sólo aspavientos, aleteos de gallina, revoloteos de baja altura, cacareos y más cacareos.

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Política de enroques: se cambia una pieza por otra o se sacrifica un peón, todo sea por salvar a la reina, pero el tablero es el mismo. Todos son los mismos. Las reglas del juego son las mismas. En el trono o fuera de él, la estructura económica es la misma, el modelo extractivista es el mismo, la desigualdad es la misma, las deudas son las mismas, el daño ambiental es el mismo, la hipocresía es la misma.

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El espectáculo de la política y su necrosis hiede éticamente, pero es exuberante y fragante estéticamente. Su exceso y su triunfo oscurecen a lo político de los vínculos sociales. La abundancia escenográfica de la política- espectáculo esconde lo político posible tras bambalinas.

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El espectáculo es inmóvil. Parece que se mueve apareciendo todos los días como titular de prensa, como comentarios de los comentarios de los comentaristas, como entrevista a los candidatos, como simulacro de debate, como producción de rating. Pero nada nuevo circula a través de sus venas esclerotizadas. Collage de trivialidades. Bucle infinito de banalidad, arrogancia e ignorancia. Tedio. Sigue ahí porque es igual a sí mismo, pura reiteración, puro síntoma, pura mercancía comunicacional vendida una y otra vez.

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La urdimbre indiferenciada de espectáculos lo que menos tiene es inocencia:  nos condena a observar lo que hacen otros y, por tanto, debilita la posibilidad de modificar por nosotros mismos lo intolerable. Enfrentarse a lo intolerable define el principio y el fin de toda ética política, lo demás es simple gestión de objetos y sujetos.

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El espectáculo es siempre distancia. Las coordenadas de los espectáculos no definen un lugar para las intervenciones posibles de cada uno para cambiar las miserias de lo existente. No hay posibilidad de que allí nuestra potencia/impotencia se convierta en poder de transformación.

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La emancipación está fuera del espectáculo. A mayor espectáculo mayor impotencia. La radicalidad posible exige tres esfuerzos de crítica: al mercado, al Estado y al espectáculo.

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La participación mediática ocupa y desvía energías. En tanto actividad de impostura y fingimiento requiere una racionalidad calculadora, de anticipación, de construcción de retóricas, de acopio de informaciones, de observación de las fichas en el tablero. Es, en sí misma, un trabajo. Se trabaja para el espectáculo. Los partidos tienen que hacer un doble esfuerzo de representación: representación electoral y representación mediática. El trabajo para ambas acciones es mayor que el trabajo para la transformación en sí misma.

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Todos son los mismos. Simples traslados de un espacio a otro: de la empresa privada al gobierno y viceversa; de la oposición al gobierno y viceversa.  De un partido a otro, de un “movimiento” político a otro”, de un movimiento a un partido, de un cargo a otro. Trenzas, lazos, lobbies, negocios, inmundicias, nauseas.

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Todos son los mismos porque todos piensan lo mismo: comparten una misma ideología cincelada con precisión por El Mercurio de los domingos que todos leen y donde sueñan con aparecer. Política, Arte, Economía… codificaciones y segmentaciones de la realidad al gusto de todos. Las mentiras de El Mercurio se diluyen en verosimilitudes segmentadas para todos los públicos. De derecha sí, pero con un poquito de izquierda, un poquito de radicalidad artística, otro poquito de conservadurismo religioso…. El Mercurio define lo decible, lo razonable, es la mano que mece el orden tranquilizador que deja a todos contentos con pantuflas y pan con palta para el desayuno.

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Los muchachos del Frente Amplio también lavan sus trapos sucios en las lavanderías de El Mercurio y sus sucursales. Estas lavanderías están felices de recoger las peleas de egos tristes mientras aumenten sus ventas. Al aparecer en esos medios, como “contenidos”, ganan presencia, pero pierden solidez y, de paso, enriquecen el mecanismo publicitario una de las claves del neo-liberalismo que dicen combatir.

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Ideologías modulares, acoplables unas con otras, desechables: una pizca de aquí, otra pizca de allá, se bate un poco, no mucho y (aplausos) sale un nuevo “movimiento” que en breve será un nuevo partido con militantes, banderas y página web. A la derecha o a la izquierda, poco importa si las diferencias con el partidito contiguo sean indetectables para la mirada indiferente del común de los mortales.

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Pamela Jiles se lanza de nuevo al ruedo electoral. Jiles dice que la farándula le ha permitido “hablar a mi pueblo de política”.  Sus amigos-enemigos dicen que ella “está en las antípodas de lo que es el Frente Amplio”. No, no está en las antípodas.  Ambos son variaciones, temas, formas, de un mismo relato mediático, de una misma simulación, de un mismo vacío.

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Pero los textos son producidos por los contextos. La “farándula” no es un texto, es el contexto de todos los textos posibles. Pamela Jiles no es más farándula que los demás. Es más bien su éxtasis, su prototipo, su condensación virtuosa, su orgasmo. Pero, al final, será consumida por el mismo espectáculo, pasará de moda, es decir, perderá rating, se hará obsoleta; la abuela será definitivamente abuela.

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Cambio de época, que es, en esencia, un cambio de capitalismo. De un capitalismo provinciano a un capitalismo cosmopolita, de uno industrial a uno digitalizado, de uno vertical a uno reticular, de uno excluyente a uno inclusivo, de uno que gobernaba a través de la pobreza a otro que gobierna a través de la deuda. ¡Estas son las “condiciones objetivas”, compañero!  De uno que concentraba a los trabajadores en una fábrica, en un tiempo y un espacio determinado, a otro que los dispersa a través de las externalizaciones y sub-contrataciones. De un capitalismo de la secuencialidad (la cadena de montaje) a un capitalismo de la simultaneidad y la conexión sin cuerpos (las tecnologías de la comunicación).

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De un capitalismo de trabajadores a un capitalismo de máquinas. Los sindicatos pudieron nacer porque el empresario concentraba a los trabajadores en un mismo espacio físico. Incluso les creaba barrios obreros para tenerlos juntitos y llegaran temprano a trabajar. Y ahí, fuera de la cadena de montaje y en sus barrios, conversaban grupalmente y podían conspirar. A este nuevo capitalismo no le interesa la cercanía física porque para eso inventó el teléfono celular como sucedáneo.

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La conspiración, técnica básica de la rebeldía, se hace difícil en las redes abiertas. Y la avidez de hacer algo juntos, es decir conspirar, se desvanece. El capital hábilmente introdujo, para utilizarla, la conversación en medio de la producción. Pasamos así desde una producción muda a una producción locuaz. Hablamos en el trabajo y callamos fuera frente a las injusticias del mundo.

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Vivimos dentro de un capitalismo invitante “que no opera contra la voluntad de los sujetos sometidos, sino que dirige esa voluntad a su favor” (Byung-Chul Han). Un capitalismo que pasa de agredir ostensiblemente a seducir subrepticiamente. ¡Estas son las “condiciones subjetivas”, compañero!  Un capitalismo que ha destruido las pertenencias e identificaciones de clase que, en el caso chileno, se deriva de evidentes, aunque precarios, desplazamientos ascendentes en la pirámide social.

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Si la emancipación es posible (la emancipación es una posibilidad cuya probabilidad desconocemos) sólo lo será a través de la convocatoria de los sometidos a partir de sus propias mutaciones, ambivalencias, contradicciones o paradojas existenciales y sociales. Que nadie espere un pueblo homogéneo, convencido, unido, solidario, dispuesto a dar todas las batallas en un camino flanqueado por las grandes Alamedas, entre otras cosas porque ya no hay álamos que las orillen sino grandes proyectos inmobiliarios, polución y colapso.

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¡Menos mal que ya no existe! Nada más terrorífico que el pueblo-uno caminando por un único cauce ordenado gritando las mismas consignas.

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A la izquierda clásica, después del tsunami neoliberal, se le desapareció el sujeto al cual se suponía que debería representar y conducir hacia el glorioso socialismo.  Se les acabo la ética, la épica, la estética, la economía y la política del sujeto de los cambios. Quedaron huérfanos de hijos. La izquierda neoliberal dio por válido el diagnóstico del fin de la historia y aceptó que ahora somos todos ciudadanos/consumidores/electores libres. Los restos más o menos leninistas de esa izquierda todavía andan buscando a su hijo perdido y creen encontrarlo en cada huelga por insignificante que sea.

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La “revolución”. “Nosotros que la quisimos tanto”, escribió Daniel Cohn-Bendit, el anarquista pelirrojo del Mayo francés antes de convertirse en un simpático e histriónico gordito en el Parlamento europeo, durante veinte años. Ahora apoya a Macron. Los peores enemigos de la revolución han sido los propios líderes revolucionarios. Activan revueltas y revoluciones y luego o se instalan como reyezuelos o se pasan a la empresa privada. No hace falta nombrarlos. Todos conocemos a algunos. Mundo de conversos que vuelven a la casa del padre con el lenguaje del enemigo. Se lo pasan al papá o al patrón para que puedan utilizarlo para decodificar al enemigo de siempre.

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No hay correspondencia entre las insatisfacciones de “la gente” y las insatisfacciones de la llamada izquierda política. Hay un hiato hasta ahora insalvable y es una ingenuidad pensar que la energía militante inyectará consciencia y proyecto desde arriba a unas masas inconscientes y perdidas en la inmensidad de las injusticias sociales. El vínculo social está roto. La política, los esfuerzos deberían ir encaminados a re-construir vínculos y nuevos “objetos políticos” antes que “orgánicas” anacrónicas.

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Hay una crisis de “nosotredad”. No sabemos cómo convocarnos y convocar a otros hacia proyectos comunes duraderos. No somos confiables, nadie con nadie. El neo-liberalismo ha arrasado con la propia idea de “estar juntos” y de “vida en común”. Ese es su mayor éxito. “Nosotros ya no somos de los nuestros”.

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No obstante, queremos y debemos reconstruir lo-político en tiempos de pérdida de poder y potencia de la-política. Queremos y debemos, “retomar el discurso emancipatorio desde las realidades que lo hacen necesario, desde el inventario de necesidades colectivas creadas por la desigualdad y la injusticia” (Manual Vázquez Montalbán).

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Pero: ¿cómo escapar de la cadena perversa de representaciones, es decir, de sustituciones, de reemplazos que nos prometen acciones mayores que nunca se cumplen? Elegimos a otros que nos representen y esos, a su vez, son representados en los discursos del espectáculo. Los votamos dentro de los límites y escenarios del simulacro. Se vota a signos que se espera que incidan en las realidades de desigualdad e injusticia. Se vota a representaciones mediáticas de representantes, es decir a sustituciones de sustitutos.

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¿Dónde encontrar esa “fuerza práctica” de la que hablaba Debord, la única con capacidad de destruir la sociedad del espectáculo? Nosotros la vemos en una “Política Menor” basada en la “articulación de las acciones menores”. Por acciones menores entendemos aquellas que se desarrollan a la escala de cada uno, la que están dentro del rango de posibilidades de cualquiera dentro de su campo experiencial. La devaluación de “la política” se responde con lo-político de los vínculos sociales.

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Mientras la política mayor es pura representación, espectacular y electoral, dos caras de la misma moneda, lo-político de una política menor es lo no-representable. Precisamente lo-político es resistencia a la política representacional, a la política de las sustituciones y equivalencias.

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Al mismo tiempo, en un mundo de visibilidad y transparencia totales lo único puede sustraernos del espectáculo es una contra-política de la opacidad, que apueste por la dis-visibilidad. Una visibilidad selectiva que bloquee la transparencia vertical, hacia arriba, y aumente la visibilidad horizontal, entre iguales. Una política menor implica el silencio mediático. Hacer y no dejarse hablar por otros.

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Ser minoría no es lo mismo que ser marginal, decía Guattari. Las minorías son circunstanciales y tienen la posibilidad de federarse y de este modo aumentar su capacidad de influencia. El federalismo es el principio expansivo de una política menor. Es posible constituirse en una minoría lúcida y con voluntad conjuntiva: esto y aquello, tu y yo.

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Una política menor es una política intersticial dirigida hacia el encuentro en lo común, con otras singularidades en acción. Las acciones menores son las que podemos hacer todo. Las acciones de cualquiera, desde la singularidad y la multiplicidad.

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“No. No hay verdades únicas, ni luchas finales, pero aún es posible orientarnos mediante verdades posibles contra las no-verdades evidentes y luchar contra ellas. Se puede ver parte de la verdad y no reconocerla. Pero es imposible contemplar el mal y no reconocerlo. El BIEN no existe, pero el MAL me parece o me temo que sí” (Manuel Vázquez Montalbán)

 

Adolfo Estrella