Avisos Legales
Opinión

Sobre la moral del secretismo: Los expertos, la iglesia y la administración del miedo

Por: Jorge Pavez | Publicado: 19.09.2017
Sobre la moral del secretismo: Los expertos, la iglesia y la administración del miedo lagos | Foto: Agencia Uno
El tiempo ha mostrado que el secreto ha ayudado a consagrar la impunidad de muchos militares por la tortura y la violencia ejercida, y que eso también fue parte del acuerdo hoy evidente entre el gobierno de Lagos y las Fuerzas Armadas comandadas entonces por el hoy encausado comandante Juan Emilio Cheyre, que Lagos quiso presentar como “el general del perdón”. Se trataba de generar un efecto de limpieza de imagen, avalado además por una Mesa de Diálogo que poco aportó a la verdad y la justicia.

El debate sobre el secreto de la Comisión Valech ha permitido observar el fenómeno del secretismo en Chile, su estrecha relación con la moral católica y la administración del miedo con el que se alimenta el autoritarismo. Se trata del problema del Secreto del Archivo, el archivo secreto, las políticas del archivo que dicen mucho sobre la democracia, la que, no se reduce como dicen algunos, a la biopolítica de la transparencia o la oscuridad del Secreto.

En primer lugar, se ve que la excusa de haber prometido el secreto para que las víctimas se acercaran a declarar ha sido un engaño: el Secreto se estableció por Ley en forma posterior al registro de los testimonios, y ni siquiera se le preguntó a las víctimas si preferían que su declaración fuera o no fuera secreta. Simplemente, se decidió autoritariamente en nombre de ellas. De hecho, por ser estrictamente secretos, no se han mostrado documentos firmados o grabados por las víctimas (llamados “consentimiento informado”) donde estas señalen si querían declarar en secreto o si querían que su declaración fuera pública o semi-pública (reservada para ciertos fines como por ejemplo los judiciales). Para definir si existe consentimiento con cualquier forma de secreto, habría que abrir los archivos y leerlos (o escucharlos). El Secreto de la Ley no es lo mismo que la ética del archivo y sus fuentes, sus formas de cuidado, protección, reserva, confidencialidad y anonimato.

El expresidente Ricardo Lagos, autor intelectual de la Comisión y con la arrogancia que lo ha caracterizado siempre, se presenta como el iluminado soberano que la convoca sin tener “necesidad” de hacerlo, como si no existiera toda una sociedad civil que clamaba y por verdad y exigía justicia. Además, tiene la bajeza de comparar la protección de este archivo para que no lo conozca la sociedad democrática, con la protección del archivo de la Vicaría de la Solidaridad que asumió el propio Obispo Sergio Valech en contra del ataque de Manuel Contreras en plena dictadura. Por eso, el problema con el secreto no está dado por el contenido de las declaraciones, como quiere hacer creer el expresidente Ricardo Lagos, acusando el miedo de las víctimas a que se sepa el detalle de las atrocidades sufridas, las debilidades humanas que las llevaron a entregar información a los torturadores, o incluso una hipotética “vuelta de los militares” por culpa de sus declaraciones.

El secreto está dado como un acuerdo político del gobierno de Lagos con los militares y la derecha, para hacer verdad sin justicia.

En segundo lugar, las verdaderas razones por las que el gobierno de entonces y la Comisión misma promovieron la ley del secreto, siguen siendo equívocas, para no decir oscuras. El mismo ex presidente Ricardo Lagos ha cambiado varias veces de justificación para el secreto. Hacia el 2004, cuando se pensaba en un secreto por 30 años, contó que “una señora” le pidió personalmente y “con mucha fuerza” que no se hiciera pública su declaración antes de 50 años, porque no quería que sus nietos se enteraran de las atrocidades de las que fue víctima.

Este argumento es elitista y anti-democrático, ¿cómo es posible que se tomara una decisión que afecta a la sociedad entera basándose en la solicitud de una sola persona?

Ahora Lagos dice que está “conforme con la idea de que durante 14 años se haya respetado la voluntad de las personas”, insistiendo en que «hay muchas personas que no habrían declarado si hubiesen sabido que tendrían que exponer públicamente las humillaciones de las que fueron objeto». Este argumento que venía en el proyecto de Ley, reitera el encubrimiento del engaño, ya que las personas declararon antes que se decidiera el secreto, y tampoco se dio nunca el debate sobre cuan público tenían que ser los testimonios (es diferente la reserva, la confidencialidad y el secreto). Según lo que declaró el ex ministro José Miguel Insulza al parlamento, “a cada persona que se presentó ante esa instancia se le dijo… que todo lo que señalara sería mantenido en secreto”, acotando que “podrán desmentirme”. Y de hecho, esto ha sido desmentido por muchas víctima y organizaciones de Derechos Humanos, y no se ha mostrado protocolo individualizado que confirme el argumento oficial, pero si fuera cierto, ¿porqué se tomó la decisión política de “señalarle”, arbitrariamente, al declarante, y no preguntarle, ofrecerle varias alternativas, como el anonimato o el uso restringido para ciertas causas como las judiciales, o el total Secreto.

Cuando Lagos dice que se trata de proteger a las víctimas y no a los victimarios, entonces el criterio podría haber sido dejar anónimas a las víctimas y publicar los nombres de perpetradores, permitiendo que los tribunales accedan a toda la información en los casos judiciales. Otra medida de protección a las víctimas y la sociedad toda habría sido que el Estado impulsara y apoyara las demandas judiciales contra peligrosos torturadores y violadores de Derechos Humanos, es decir, que el Informe fuera el inicio de un proceso de reparación no solo material (monetario) sino de justicia y castigo (ético y moral), que fuera una forma de combatir el miedo a esos criminales, dando el respaldo el Estado para combatirlos, no solo a ellos, sino al miedo mismo que generan. Frente a esta argumentación, el gobierno de Lagos responde la Comisión no fue convocada para promover la justicia sino para conocer la verdad. En vez de pensar la verdad en su relación con la justicia, se buscó tratar la verdad como el objeto de una terapia individual, una terapia particular que ofrecía un espacio de recogimiento pero no de fortalecimiento del sujeto político en la arena pública, un espacio de comprensión del miedo en su encapsulamiento clínico, y no de combate al miedo por el enfrentamiento colectivo e institucional a las fuentes del mismo. Una frase clave de Lagos expresa la contradicción de sus argumentaciones cambiantes: “El silencio era para que se atrevieran a hablar de eso, para que conocieran las generaciones futuras». Si las víctimas hablan en silencio, entonces no están hablando para la sociedad, ni siquiera para las generaciones futuras, porque nunca se trató de enfrentar el miedo que es lo que impulsa a hablar. Se quiso que solo hablen para ellas mismas reflejadas en la Comisión. Entonces todo el proceso de la verdad y la justicia estaría reducido a un soliloquio terapéutico, encapsulado en el “clima de confianza” de un recogimiento. Hoy está claro que esa no fue la intención de una gran mayoría de las víctimas, aunque no hubiera estado ni estaría demás preguntarles, a todas ellas, cosa que nunca se hizo.

El tiempo ha mostrado que el secreto ha ayudado a consagrar la impunidad de muchos militares por la tortura y la violencia ejercida, y que eso también fue parte del acuerdo hoy evidente entre el gobierno de Lagos y las Fuerzas Armadas comandadas entonces por el hoy encausado comandante Juan Emilio Cheyre, que Lagos quiso presentar como “el general del perdón”. Se trataba de generar un efecto de limpieza de imagen, avalado además por una Mesa de Diálogo que poco aportó a la verdad y la justicia. El principal logro de esa Mesa fue reconocer que se habían lanzado 150 cuerpos al mar, algo que ya se sabía, y entregar el paradero de 50 cuerpos de entre los más de 1000 detenidos desaparecidos, paradero que, también se sabe hoy, eran muchas veces falsos. Entonces, con la Mesa de Diálogo se trataba simplemente de mitigar el impacto de la Comisión para que no se encauzaran a miembros activos de las Fuerzas Armadas. Secreto militar y pacto de silencio que de todas maneras siguen protegidos por la intocada Ley N° 18.771 y y DFL 5.200 de 1989, que autorizan un sistema de archivo especial para el Ministerio de Defensa Nacional y las ramas de las Fuerzas Armadas, eximiéndoles de enviar copias de su documentación al Archivo Nacional, y dándoles la facultad de destrucción de toda información institucional.

De esta manera, como en mucho de lo que hizo en el gobierno de Lagos, se impulsaron gestos “simbólicos”, pero se conservaron las lógicas de la democracia protegida, de la gobernabilidad tutelada como administración del miedo. Las últimas declaraciones de Lagos son expresivas: los militares “estaban muy enojados” y muchos (¿quiénes?) no querían entrar en un hipotético “infierno dantesco”. En 2003 entonces, se trataba de impedir una profundización de la democracia en base a lo que la socióloga Leigh Payne ha llamado la “coexistencia contenciosa”, “el debate contencioso que estimula las prácticas democráticas al promover la participación política, la polémica y la rivalidad”. Se trataba de reproducir una “moral de esclavos”, sometidos por el miedo a los militares, miedo al conflicto, a la controversia, al antagonismo, que las élites rehúyen como el mismo Infierno de Dante. Para no aparecer defendiendo la impunidad, el gobierno decía que las víctimas que querían podían ir a los tribunales a hacer la misma declaración. Es decir tenían que volver a repetir el relato de la tortura que la misma Comisión señalaba que era tan doloroso y que precisaba de un “clima de confianza” y confidencialidad, pero además, tenían que contratar abogados y aguantar por si solos, sin apoyo del Estado, como si fuera un problema individual, los largos años de pelea judicial contra sus torturadores, defendidos ellos con recursos de las Fuerzas Armadas que son los de todos los chilenos. Y lo que la Comisión Valech ofreció como “recompensa” para los declarantes que ayudaron a establecer el “monumento a la verdad” (Lagos), una extraña verdad secreta, fue una reparación monetaria y becas de Educación.

Pero el proyecto de ley incluye también una argumentación para defender el secreto, la de “hacerse cargo de la situación” de los miembros de la Comisión y los profesionales que la apoyaron, ya que según el texto, “jurídicamente podrían verse compelidos a proporcionar tales antecedentes, sea ante órganos jurisdiccionales o de control político”. Entonces, dice el proyecto, el secreto los protegería legalmente a ellos, para que no fueran acusados de “obstrucción a la justicia”. Esto obliga a reflexionar sobre un aspecto oscurecido en todo este debate: el rol y responsabilidad de la Comisión misma en la lógica del secreto y la impunidad. Los políticos han tenido la obligación de dar la cara, defendiendo o renegando sus decisiones pasadas. Este no es el caso de algunos miembros de la Comisión.

Concebido el proceso de la Comisión como evento clínico transferencial en huis-clos, el secreto aplicado posteriormente le da a esta terapia un carácter confesional católico, como si se tratara de confesar un pecado privado de la víctima, mas que ayudar a la víctima a denunciar públicamente lo que le hicieron, ayudarla a enfrentar el miedo transformándolo en fuerza de lucha. Solo así se entiende que el Gobierno, actuando como Iglesia, se preocupara de proteger a sus sicólogos como si fueran sacerdotes amparados por el secreto de confesión. Y se apela para ello a la idea de la persona víctima como “único titular de la información”, y se habla del “compromiso de confidencialidad asumido frente a las víctimas de prisión y tortura, y sin atentar contra el derecho elemental que toda persona tiene sobre su propia historia, sobre sus experiencias y memorias”.  Si esa persona tiene ese derecho fundamental, ¿porqué no permitirle a ella decidir qué hacer con su testimonio? Pero además, si esa historia es compartida, común a muchas otras personas, si esa memoria está marcada por el Estado, que la sometió a las peores experiencias, ¿sigue siendo exclusivamente suya? ¿no es justamente la de historia, la memoria y la experiencia de muchos, sino de todos, una barbarie que es patrimonio colectivo y de la cual todos tenemos que participar?

El Gobierno y la Comisión no solo muestran un sesgo sicologista sino también la marca ideológica de una sicología particular, la que supone que el terrorismo de Estado afecta solo a individuos, que son víctimas individualizadas e individualizables, y cuyo trauma es “tratable” (y “reparable”) individualmente en la pasividad de un “clima de confianza”, y no en la acción pública y la comunidad de un conflicto. No se asume que la intensidad y extensividad de las violaciones a los derechos humanos por agentes del Estado afectó y afecta a la sociedad como un todo, y que es la sociedad en su conjunto que merece verdad, justicia y reparación, no solo las víctimas. Que el terrorismo de Estado dejó de ser un problema individual desde el mismo momento en que fue “de Estado”. Que esa reparación es indisoluble de la justicia. Que “lo posible” en términos de justicia no tiene “medida”. Que el castigo a los perpetradores es necesario no solo para reparar, sino también para prevenir que ellos no sigan actuando. Que es toda la sociedad que está amenazada por torturadores que hoy gozan del amparo del secreto en sus fueros y des-fueros de militares, carabineros, comerciantes, médicos, alcaldes y diputados.

Por eso también la insuficiencia del trabajo de la Comisión Valech, porque deja las consecuencias de la violencia de Estado radicadas en la experiencia individual, íntima, personal, aislando cada individuo en la cápsula de “confianza” terapéutica. Pero la brutalidad de las Fuerzas Armadas no podía ser abstracta, de sujetos sin rostro ni nombre propio, amparados tras el velo de las instituciones. La responsabilidad en los crímenes no podía reducirse a un juego de ping pong entre ejecutores que declaran la obediencia debida y altos mandos que declaran que sus subordinados se extralimitaron, mientras que ideólogos y empresarios hacen como que no sabían nada. Por eso que hoy las FFAA y la extrema derecha insisten en el negacionismo de las violaciones a los DDHH y en la defensa de la dictadura, porque no se han establecido consecuencias penales para las responsabilidades políticos e ideológicos de la violencia. El Consenso de gobernabilidad fue, como escribió Tomás Moulian hace exactamente veinte años, “la etapa superior del olvido”, ménage à trois de militares, tecnócratas y empresarios.

Los miembros de la Comisión Valech, amparados en su condición de autoridades “técnicas” o “morales”, han dejado a los políticos la responsabilidad de explicar el secreto.

La Comisionada Elizabeth Lira, por ejemplo, sicóloga recién nombrada Premio Nacional de Ciencias Sociales y Humanidades, actual Decana de Sicología de la Universidad Alberto Hurtado, quien fuera también miembro de la Mesa de Diálogo con los militares, y en la misma época miembro del Consejo Superior de Ciencias y del Comité de Bioética de CONICYT, tendría mucho que decir al respecto en su triple rol de testigo, informante y experta. Como miembro del Consejo Asesor de Bioética de CONICYT y presidenta de su Consejo Superior, la profesora Lira ha desarrollado una trayectoria en las políticas de la ética de la investigación, para resguardar la confidencialidad y/o reserva de los nombres de seres humanos como fuentes, informantes o personas estudiadas. En la ética de esa relación es decisivo cuando estas personas solicitan o no esa confidencialidad, y esta no se justifica si la persona solicita expresamente reconocimiento de su nombre propio en la investigación. Pero ese derecho no es válido para ciertas “autoridades morales” de la ética. En los años 2003-2007 en CONICYT, se podía ver como el Comité de Bioética obligaba a comprometerse con los informantes en guardar sus nombres en Secreto, a pesar que ellos mismos preferían lo contrario.

El Comité se arrojaba así el derecho a decidir en el lugar de las mismas personas. Este es una lógica muy similar a la del secreto del Informe Valech. Se trata de una visión de autoridades y expertos “morales” que se arrogan una superioridad moral y sicológica para decidir por los demás lo que más les conviene, una forma de paternalismo que infantiliza a los sujetos, como si estos no pudieran decidir por si mismos lo que es su mayor bien, y como si la participación de cada quién se agotara en la misma persona, buscando contener las consecuencias sociales y políticas de las decisiones de cada uno. Una lógica donde pareciera que quién tiene más miedo es la autoridad moral que decide suponiendo que el sujeto tiene el mismo miedo. Pero además de auto-arrogarse esa autoridad moral sobre los demás, este tipo de autoridad moral usa las instituciones políticas (como un Comité de Ética o una Comisión Valech) para imponer sus criterios, su ideología y sus temores sin necesidad de exponerlas (y exponerse) públicamente y someterlas al escrutinio del debate, con miedo al debate y miedo al escrutinio público.

Esta ideología, que responde tanto un cierto fundamentalismo católico de la noción de persona como al autoritarismo absolutista soberano, supone que el “experto moral” tiene que proteger a la persona incluso contra si misma, porque ese experto sabe más que la persona sobre lo que es “bueno” para ella y los demás. Pero sabemos que detrás de ese discurso, hay siempre de una visión de la sociedad que se quiere imponer, y lo que se dice que es bueno para la persona, termina siendo “bueno” para ciertos grupos de personas, especialmente para que los militares no tuvieran mucho que temer de la justicia y la verdad. La ideología autoritaria de estos expertos morales católicos también se caracteriza por desconfiar de los sujetos, de sus voluntades y de sus decisiones, individuales y colectivas, por el miedo que tienen a lo público y lo colectivo, y el miedo que tienen a lo político y la decisión de los sujetos como ciudadanos. Esto se ha hecho patente por ejemplo en las discusiones sobre la despenalización del aborto. En ese debate, las mujeres fueron infantilizadas como personas que no podían decidir por ellas mismas, y cuestionadas como personas que estaban dispuestas a “inventar” una violación con tal de practicar “alegremente” y “masivamente” el aborto para poder tener “sexo libre”.

La “autoridad moral” encubre así el ejercicio político que promueve la moral particular que se quiere imponer autoritariamente como norma. Y el proyecto político que se promueve encubierto de moral es siempre un proyecto de despolitización,  individualización y normatividad de la sociedad que resulta nefasto, porque precisamente la debilita y la fragmenta, poniendo al bien (o la propiedad) individual por sobre el bien común, suponiendo que la autoridad moral es llamada a decidir el bien individual y acusando que el bien común es un invento de la autoridad política de la cual ella tiene que proteger a los individuos. Se transforma así a la sociedad en una suma de individuos aislados en cápsulas clínicas, cuya política es delegada a la responsabilidad única de los gobernantes (de manera que los ciudadanos ya no necesitan hacerse responsables y conscientes de las decisiones políticas), y cuya moral es decidida por “expertos morales” en cuyo criterio tenemos que confiar porque han sido designados políticamente.

Desgraciadamente, en estos asuntos, el secretismo promovido por la alianza entre la moral católica, la sicología clínica y el autoritarismo patriarcal, ha tenido nefastas consecuencias para la democracia y libertad de los chilenos, la primera de ellas: la producción y reproducción del miedo. Y desgraciadamente también, expertos morales y políticos que los designan no han sido capaces de asumir lisa y llanamente que se equivocaron, asumir que ellos tuvieron miedo.

Jorge Pavez