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Opinión

Lo político del cine chileno

Por: Nicolás Ried | Publicado: 25.09.2017
Lo político del cine chileno cine nico |
Podríamos decir que en Chile hay otro cine político, que ya no busca presentar el trauma, ni explícita ni figurativamente, sino de mostrar los modos en que se conforma la comunidad. Hay en Chile un cine que es político porque su objeto no es el pasado, sino el presente; su finalidad no es recordar, sino utilizar el pasado; un cine que es político, no porque hable de política, sino porque hace política; político, no porque entregue respuesta, sino porque abre debates; político porque se ocupa del fortalecimiento de lo común, y no de la denuncia de lo traumático.

El 4 de septiembre de 1970 Salvador Allende ganó las elecciones presidenciales chilenas. A las pocas horas, el secretario de estado de EE. UU., Henry Kissinger, fue informado de tal acontecimiento: “Señor, en Chile ha sido elegido un presidente comunista de manera democrática”; a lo que contestó, con el sarcasmo propio de quien controla la situación: “¡Pero, ¿cómo?! ¿Comunista por vía democrática? No entiendo: ¿Una mujer está embarazada o no está embarazada?”. Kissinger es signado como uno de los principales autores de los golpes de estado ocurridos en Latinoamérica a lo largo de los años 70, siendo acusado por la intervención de la CIA en el derrocamiento de algunos gobiernos en la región, entre los que destaca el golpe de estado del 11 de septiembre de 1973 en Chile.

El día 11 de septiembre de 2012, el afamado artista Alfredo Jaar cerraba su obra The way it is. An Aesthetics of Resistance publicando en distintos diarios alemanes un pequeño inserto negro con letras blancas que decía “ARRESTEN A KISSINGER” en diferentes idiomas. Jaar es un artista consagrado que ha forjado una producción crítica respecto del poder, lo que le ha valido insertarse como uno de los máximos representantes contemporáneos del arte político. Parte importante de la operación crítica de Jaar consiste en lo que el filósofo Jacques Rancière llama “política de la metonimia”, es decir: hacerse cargo de los grandes problemas mostrando un pequeño fragmento en un contexto determinado. Así es como a Jaar le bastará mostrar la pequeña fotografía de un ojo para poner en evidencia las masacres en Ruanda; la instalación de una simple pregunta, ¿Es usted feliz?, para dar cuenta de una crítica a la sociedad de consumo; o bien, publicar un pequeño inserto en contra del verdadero culpable de la dictadura de Pinochet.

Esa manera de hacer arte sobrevive especialmente en el llamado cine político chileno. En el filme El color del camaleón (Andrés Lübbert, 2017), ganador del Premio del Público de SANFIC 2017, se muestra la búsqueda que el director realiza en la vida de su padre, Jorge Lübbert, quien durante la dictadura fuera entrenado y utilizado contra su voluntad como herramienta del servicio secreto de inteligencia. Andrés Lübbert, en calidad de director, nos guía por el proceso íntimo de la seca relación que sostenía con su padre, a la vez que nos muestra los atroces efectos de la dictadura en la vida de quienes participaron de ella. Lo que Lübbert hace es mostrar el efecto inabarcable de la dictadura a través de una pequeña imagen, la más mínima historia entre un padre torturado y la curiosidad de un hijo extranjero. Y es mediante esta operación que Lübbert se inserta en una larga tradición del cine político chileno, cuyo referente principal es Patricio Guzmán.

La obra de Guzmán es interesante para dar una lectura de lo que el cine político chileno significa. Primero, tenemos su obra monumental, La batalla de Chile (1975 — 1979), en la que retrata la construcción del pueblo liderada por Allende, el golpe de estado de Pinochet y el llamamiento a la organización para preparar la caída del dictador; por otra parte, tenemos los filmes de los 90 y comienzos de los 2000, en los que Guzmán vuelve constante y explícitamente al trauma del golpe de estado. Y, finalmente, tenemos dos de sus obras más premiadas: Nostalgia de la luz (2010) y El botón de nácar (2015). Lo que tienen estas últimas dos obras en común es que desde dos hermosas metáforas, la luz de los cuerpos celestes y un pequeño botón de nácar, Guzmán logra dar cuenta de lo aberrante de la dictadura de Pinochet: ya no se trata de mostrar en crudo las aberraciones del período, sino de hacer estallar un pequeño detalle que nos muestre ese trauma indecible; desatar un pequeño gesto, una figura que abra todas las imágenes del trauma. Con estas dos obras, parece que Guzmán se aleja del resto de su trabajo, pero en realidad hace precisamente lo contrario: es con estas obras que Guzmán pone en evidencia lo que lo relaciona tanto con Alfredo Jaar como con Andrés Lübbert, esto es una política de la metonimia, de tomar un pequeño elemento para hacer aparecer el cosmos que antes se representaba de manera cruda. En el fondo, esta operación metonímica hace lo mismo que aquel arte que nos muestra de frente la imagen intolerable.

El llamado (o “mal llamado”, según ya hemos sostenido en este espacio) “cine político” tiene su cara más elegante en los trabajos de Guzmán, pues su rostro menos sofisticado lo encontramos en los trabajos de Andrés Wood (Machuca, 2004; Violeta se fue a los cielos, 2011) o de Gonzalo Justiniano (Cabros de mierda, 2017), en los cuales se intenta utilizar la ficción como medio para comprobar una realidad histórica, en base a un conjunto de clichés que darían cuenta de la opresión vivida en dictadura. Pero podemos decir que en ambos casos tenemos lo mismo: mientras unos quieren denunciar de frente las aberraciones de un período maldito, otros quieren que esas aberraciones sean descubiertas por el espectador. Esto convierte a los dos tipos de cine en una manera de expresión que busca la denuncia de un mal, y por lo tanto reduce los político a un estado de denuncia, alejándose de un proceso de construcción.

Podríamos decir que en Chile hay otro cine político, que ya no busca presentar el trauma, ni explícita ni figurativamente, sino de mostrar los modos en que se conforma la comunidad. Hay en Chile un cine que es político porque su objeto no es el pasado, sino el presente; su finalidad no es recordar, sino utilizar el pasado; un cine que es político, no porque hable de política, sino porque hace política; político, no porque entregue respuesta, sino porque abre debates; político porque se ocupa del fortalecimiento de lo común, y no de la denuncia de lo traumático. Y aquí podemos situar la obra del gran excluido por la crítica local, Pablo Larraín (Tony Manero, 2008; Post mortem, 2010; No, 2012; El club, 2015), quien hace un uso de la memoria para dar una lectura del presente; a las nuevas realizadoras feministas, como Marialy Rivas (Joven y alocada, 2012; Princesita, 2017), Alex Anwandter (Nunca vas a estar solo, 2016) y Roberto Doveris (Las plantas, 2016), que hacen aparecer el rostro de aquellas personajes secundarias que quedaban fuera del apoteósico pueblo marxista; a los autores del cine queer, como son Edwin Oyarce (Empaná de pino, 2008) y José Luis Sepúlveda (El pejesapo, 2007), que producen una ficción marginal tradicionalmente regulada como cine B. Todos estos cineastas hacen filmes que ponen en cuestión la categoría de “cine político”, al mostrar por su obra una noción distinta de lo político, produciendo así la primera operación política del arte: disputar qué es lo que lo político significa.

Por cierto, habría que pensar en cómo este “nuevo cine político” no se queda entrampado en las lógicas de la espectacularidad de la sociedad neoliberal, en cómo su modo de producción no es una forma de producir olvido de lo más nefasto de nuestra historia, y en cómo este nuevo cine no es una expresión más del fascismo. Todas esas preguntas, sin embargo forman parte del proceso mismo en que ese cine político se hace, y no es contradictorio que un cine político no tenga claro lo que lo político significa, a pesar de lo que pueda Kissinger pensar.

[Algunas de las obras mencionadas se encuentran disponibles de manera gratuita en el portal web  de cine chileno ondamedia.cl]

Nicolás Ried