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Opinión

Chile, una dictadura solapada

Por: Paola Arroyo Fernández | Publicado: 29.09.2017
Se dice que la Concertación administró el modelo económico de la dictadura y que ese fue su gran pecado. Lo más grave es que para administrar el neoliberalismo, la Concertación y la Nueva Mayoría comprendieron que debían administrar también y sobre todo, el shock. Esa ha sido la democracia de estos 27 años, un shock dosificado, apaciguado con el consumismo y el estímulo publicitario para adquirir todo tipo de evasiones.

Cuando nací la dictadura llevaba instalada dos años y medio. Crecí sabiendo que en Chile no había democracia y que la consecuencia inmediata de ello era la represión, la falta de libertades y el exterminio y desaparición de opositores al régimen. Tuve la suerte de no sufrir consecuencias tan dolorosas como otras personas, mis pérdidas humanas se relacionan con el exilio, un dolor grande sin duda, pero al menos con el consuelo familiar de que los que se fueron continuarían con sus vidas y proyectos. Aprendí a no admirar la bandera ni la canción nacional, ni menos celebrar a las Fuerzas Armadas, porque todo ello era símbolo de la violencia que el Estado de entonces nos propinaba, siempre a unos mucho más que a otros.

A 44 años del Golpe de Estado y 27 del fin de la dictadura cívico-militar encabezada por Augusto Pinochet, me pregunto si vivimos en democracia. Me lo pregunto desde hace dos décadas, desde que asomara ese conflicto que cómodamente la prensa y la clase gobernante denominaron mapuche, y que poco a poco aprendimos a llamarlo por su nombre: el conflicto del Estado chileno con el pueblo mapuche.

Chile es un país en gran medida anquilosado en el siglo XIX, incapaz de avanzar hacia un nuevo estadio de desarrollo humano. Podremos tener la mayor cantidad de celulares per cápita del mundo, gozar de cierto prestigio por nuestra supuesta solución pacífica para terminar con la dictadura-una verdad dudosa-, un prestigio por lo demás nacido del interés para instalar en gloria y majestad la especulación capitalista de los mercados extranjeros. Podremos incluso ver cómo la presidenta Bachelet es aclamada a nivel internacional, reconocida como una potencial “mediadora en conflictos”, pero todo eso es parte de una fantasía que no se ajusta a la realidad cotidiana que vive la gran mayoría de la población.

La violencia del Estado está normalizada, y no hablo sólo de la naturalización de ciertas prácticas, hablo de que el ordenamiento jurídico chileno, partiendo por la Constitución, es una camisa de fuerza que impide el goce y ejercicio de los derechos básicos. Nuestra supuesta democracia es un panfleto para inversionistas y una declaración de buenas intenciones para la OCDE. La democracia -y su fiesta nauseabunda que tiene fecha para noviembre de este año- no es más que una cita a ciegas en una urna donde marcar un voto. Como si se tratara de un guión donde todo ha sido fríamente calculado. ¿No fue acaso con el voto que se derrotó al dictador? Claro, así fue, se derrotó al dictador, pero no a la dictadura. Las instituciones armadas y civiles de la naciente supuesta democracia mantendrían enquistado el mandato autoritario de un terrorismo de Estado que utilizó la violencia física, económica y simbólica para mantener el orden de la Patria portaliana.

Hoy, la violencia estatal sigue siendo la misma, pero a menor escala, focalizada y de más baja intensidad. Claro, ya no se mata como se hizo en los sangrientos años de Pinochet, pero se reprime, tortura y en ocasiones se asesina, por las mismas razones, sólo que ahora los enemigos no son los militantes de partidos de izquierda, porque ahora ellos están dentro de la estructura que mantiene al país en estado de inanición. Hoy se trata de mapuches, estudiantes, anarquistas o cualquier grupo que se declare contrario al sistema. Son también los pobres que viven acorralados por la policía y por los narcos, agentes sistémicos que el Estado represor necesita tener instalados en las poblaciones para mantener a la población congelada en el miedo, ese que nos inocularon tan bien durante 17 años. Son también las niñas, niños y adolescentes recluidos en hogares del Sename, muchos de los cuales terminarán cometiendo delitos de esos que se persiguen con las penas del infierno, porque el Estado necesita generar su stock delincuencial para mantener a la sociedad perpleja y desconfiada, y de este modo no alterar el círculo de la segregación, lucrando de paso con la marginalidad de la infancia pobre.

Se dice que la Concertación administró el modelo económico de la dictadura y que ese fue su gran pecado. Lo más grave es que para administrar el neoliberalismo, la Concertación y la Nueva Mayoría comprendieron que debían administrar también y sobre todo, el shock. Esa ha sido la democracia de estos 27 años, un shock dosificado, apaciguado con el consumismo y el estímulo publicitario para adquirir todo tipo de evasiones.

Desde el cotidiano encajonamiento de la Moneda, cercada por vallas papales que impiden el libre tránsito sin lógica alguna, hasta la vulneración de derechos fundamentales ejercida en la llamada Araucanía, el Estado chileno ha sido un continuo de violencia, suavizado durante la Unidad Popular, cuando los mundos históricamente excluidos -campesinado, trabajadores y pobladores- jugaron un rol protagónico que les costó la vida y los hizo merecedores, hasta el día de hoy, de esta suerte de genocidio social que vivimos: centralización extrema, ciudades segmentadas, una educación a sabiendas deficiente y segregadora, una salud económicamente inalcanzable, pensiones miserables, el agua como un bien de consumo, la riqueza del país despilfarrada por el robo de las instituciones, los descarados privilegios salariales de que gozan las altas autoridades de los poderes públicos, el maridaje obsceno entre el Estado y el mercado ultraconcentrado, las iglesias imponiéndose como el poder en las sombras y los medios de comunicación tradicionales, sostenedores del modelo de sociedad afianzado a sangre y fuego. Y como si todo lo anterior no bastara, la vigencia de un simple decreto nacido en dictadura impide el derecho fundamental de reunión, porque hasta para protestar hay que pedir permiso. Una tautología.

Hoy, el Estado y los poderes fácticos buscan desesperadamente detener la histórica demanda de las comunidades mapuche que en la Frontera persisten en su lucha por vivir desde un paradigma diverso al extractivismo capitalista, amo y señor del territorio nacional. Y la supuesta democracia utiliza las herramientas de la dictadura para acallar su lucha, aplicándoles la ley antiterrorista.

En esta Capitanía General que seguimos siendo, con uniformados por todos lados como parte del paisaje, el pueblo mapuche siempre ha sido considerado un enemigo, un extranjero hostil. Por eso a fines del siglo XIX tiene lugar uno de los episodios más violentos que haya protagonizado el Estado chileno: la llamada “Pacificación de la Araucanía”. Ese trágico evento anunciaría la crueldad con la que posteriormente el Estado reprimiría a trabajadores, pobladores y luchadores sociales, aniquilados por hacer de esta tierra un país más justo.

Ese ejército siempre vencedor y jamás vencido ha sido la herramienta con la cual el Estado ha diseñado este país en sus líneas más profundas. Esta historia contada a medias se va reflejando cada vez más nítida en los hechos del presente. Con impotencia, hoy vemos que cuatro comuneros mapuche se encuentran en huelga de hambre desde hace ya 115 días, porque llevan más de un año cumpliendo prisión preventiva, esperando ser juzgados bajo la ley antiterrorista en condiciones de absoluta desigualdad. Una vez más, mapuches en huelga de hambre exigiendo juicios justos, durante estos 27 años posdictatoriales. La fiscalía no quiso apurar la investigación porque tiene asuntos más mediáticos de que ocuparse, o porque tal vez no tenga pruebas-nada de raro- o porque, en definitiva, sólo se trata de mapuches terroristas. Los comuneros ya fueron juzgados, el juicio parece ser sólo un pretexto.

Chile, como muchos países de esta golpeada región, no ha logrado salir de su dependencia cultural. Nuestras recetas para cambiar el país siguen siendo modelos foráneos, por más revolucionarios que se digan. Se nos impuso por dominación el paradigma noreurocéntrico como la única fuente de progreso; allí está la medida de todo lo que debemos querer y con aquello que podemos soñar. Y esa ha sido la trampa, seguir tocando la misma tecla que los colonizadores dejaron como verdad absoluta. Una verdad racista, clasista y heteronormada. Una verdad que podría terminar con la vida de Alfredo Tralcal y los hermanos Pablo, Benito y Ariel Trangol, presos políticos mapuche en huelga de hambre. Una verdad que más temprano que tarde tendremos que atrevernos a cuestionar. Empecemos por recuperar la dignidad perdida asumiendo nuestra parte en esta “democracia a la chilena”.

Paola Arroyo Fernández