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Opinión

Haití, Colombia, inmigrantes todos: Perdón por la miseria

Por: Richard Sandoval | Publicado: 08.10.2017
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La muerte de Joane es la ecuación perfecta del crimen social: primero la convirtieron en sospechosa por ser pobre y negra, mujer, después le negaron la defensa, luego la despojaron de su sangre, la vejaron y acusaron con la frialdad de los más insensibles verdugos, para terminar asistiendo como nación a su muerte confusa, con la hija sin poder regresar a los brazos de su padre, y con su nombre convertido en célebre por la tristeza.

Las lágrimas aterradas de Joane advirtiendo su muerte, su rostro nervioso, sus ojos derrotados, amarrados por la policía, hundidos en la condena, su carita joven de 27 años vulnerada por la desconfianza, por un país en el que creyó, estremece a esta hora en los corazones nobles que quedan en una sociedad trastornada, una sociedad que en la normalización de su violencia «mató» a una madre haitiana y a un bebé recién nacido del vientre de una colombiana sólo en un par de semanas. Y seguimos caminando, con el karma del semblante húmedo de Joane carcomiendo la conciencia, preguntándonos cómo tantos y tantas compatriotas pudieron actuar con tanta vileza, prejuicio y discriminación como para llegar a la muerte de estos seres que vinieron buscando un sueño, el sueño de la paz y el progreso, y se encontraron con el paso a la más amarga de las eternidades, la de la injusticia.

Caminamos, sin saber aún con claridad por qué murió Joane, la mujer denunciada de abandonar a su guagua cuando en verdad la estaba dejando en custodia de un guardia de seguridad en un recinto municipal para ir a buscar algún traductor que la ayudara a pedir los documentos de su esposo, quien había sido engañado con el ofrecimiento de un trabajo para luego sufrir el robo de lo poco y nada que tenía. Caminamos sin lograr entender la violencia institucional, la xenofobia y el machismo de la Fiscalía, Carabineros y Gendarmería que no sólo la convirtió a Joane en victimaria sin detenerse a escucharla en su idioma, sino que también en mala madre, arrebatándole a su hija, «protegiéndola» en el Sename, y maltratándola hasta volverla loca en un calabozo, donde fue zamarreada -según alcanzó a denunciar a una amiga- como respuesta a la exigencia de su cría, como respuesta al más desesperado de los gritos de misericordia, esos gritos que no requieren traducción porque son simplemente humanos, universales, honestos alaridos; como respuesta a la declaración de rendición de una persona negra en Chile, una persona que desde el calabozo pasó a la hospitalización, empeorando día a día en la depresión de creer que ya no recuperaría a Wildiana, en el deseo de volver a sentirse niña, protegida, lejos de un recinto médico en un país que fue su cárcel.

[Lee el reportaje de El Desconcierto: El mes de injusticia que apagó la vida de la haitiana Joane Florvil en Chile]

La muerte de Joane es la ecuación perfecta del crimen social: primero la convirtieron en sospechosa por ser pobre y negra, mujer, después le negaron la defensa, luego la despojaron de su sangre, la vejaron y acusaron con la frialdad de los más insensibles verdugos, para terminar asistiendo como nación a su muerte confusa, con la hija sin poder regresar a los brazos de su padre, y con su nombre convertido en célebre por la tristeza, pasando a la historia en velatones que unen y a la vez destrozan el alma, con su nombre inscrito en banderas haitianas que en lugar de flamear libres otra vez secan lágrimas, banderas compungidas en octubre en la Plaza de Armas.

En qué miseria nos hemos convertido. En qué ruindad hemos caído como para, por otro lado, haber construido mentes que prefieren cuidar el tapiz de un auto en lugar de una mujer que está dando a luz, una mujer que también pudo haber muerto ¿Habrá algo más demoníaco que la indolencia ante el acto más humano de todos, el del parto, el del nacimiento de una vida? ¿Qué llevó al taxista que abandonó en la calle a Lina García, colombiana de 21 años, a pensar que valía más la limpieza de su asiento que la protección de una existencia?

[Lee también en El Desconcierto: Taxista abandona en la calle a mujer colombiana que estaba a punto de dar a luz ocasionando que pierda a su bebé]

Lo más dramático es que ese pensamiento no lo motivó la locura, el desapego irracional a normas y valores; al contrario, la maldad más desgraciada la motivó una forma de sentir y actuar que se ha convertido en la común en muchos, aquí en Chile, la de sacralizar lo económico, lo caro que me va a salir limpiar «la regadera» que deja una mujer en trabajo de parto en mi auto, por sobre cualquier otro criterio. Lo dramático está en que la desgracia de este desgraciado está viva no sólo en los que matan por egoísmo y negligencia, en los que persiguen delincuentes hasta masacrarlos por pura venganza, está en el compañero de trabajo que compartirá esta columna y las noticias del caso para seguir privilegiando la sospecha al diferente, la burla, la condena a priori al inmigrante cuando es pobre y habla extraño, que no es más que la condena a nosotros mismos, a la vulnerabilidad que nació aquí y que no necesita visa de residencia para ser discriminada. «La guagüita respiraba cuando nació», defiende la pareja expulsada por el taxista chileno que se dio a la fuga, como respuesta al peritaje que manifiesta que el bebé nació muerto. Y a juzgar por la violencia sistémica de todas las instituciones que se sincronizaron hasta la muerte de Joane, no sería extraño sospechar de la veracidad de lo oficial, que tanto daño hace y sigue haciendo.

Como sea, el karma de estas semanas consternadas continúa anidándose en el corazón de un país que espanta, un país que corre el riesgo de convertir en costumbre el crimen del desposeído, ese crimen que ya es costumbre silenciosa en los guetos de la periferia, en el abuso de patrones explotadores, en los insultos y desprecios cotidianos, y que ahora está pasando a la normalidad de la sangre intencionada. Haití, Colombia, inmigrantes todos, perdón por la miseria, perdón por el miedo que hoy es más fuerte y grande cuando a los chilenos, los de a pie o los de uniforme, nos sienten cerca.

Richard Sandoval