Avisos Legales
Opinión

Y luego nos preguntamos por qué

Por: Ricardo Candia Cares | Publicado: 26.10.2017
Y luego nos preguntamos por qué | FOTO REFERENCIAL
La desigualdad es una condición que lejos de afectar en algo la convivencia, es una virtud que se enarbola como un logro de vida: «No soy como los otros».

La trampa que montó el sistema para que muy pocos digan esta boca es mía ante la gigantesca estafa de la que hablan los números, la realidad y el sentido común, resultó perfecta.

Confundidos entre el tener y el ser, los habitantes bambolean entre un crédito y un préstamo. Importantes sectores se vanaglorian de ser de clase media abjurando de su carácter de trabajador explotado y abusado en sus derechos, lo que parece no importar mientras se tenga acceso al endeudamiento eterno, al último smartphone, al auto, a la antena parabólica y al mall.

En cuatro decenios se afirmó un estilo de vida que pocos quieren cambiar y quizás ese miedo al cambio es el que impulsa al silencio cómplice, a la admiración por el poderoso, a la comprensión del poder como fin en sí, a la glorificación del dinero a como dé lugar.

Ser como ellos, es la consigna.

Ahí triunfó la dictadura: instaló la sensación de que esta vida es la mejor de las posibles. Y la única. Naturalizó una cultura miserable como el mejor de los mundos.

Y el país de deudores pasó a ser la gloria planetaria de la clase media, esa especie de pre paraíso en el que cada uno puede ser, si se lo propone, lo que quiere aparentar. La desigualdad es una condición que lejos de afectar en algo la convivencia, es una virtud que se enarbola como un logro de vida: «No soy como los otros».

Así, pasar la vida entre aprietos económicos que se resuelven por medios de las deudas eternas, se transformó en una manera de ser feliz.

O quizás más importante aún, en una forma de ser.

Haga un ejercicio: vaya a un banco y pida un crédito sin aparecer en algún rol como deudor. Lo echarán a patadas. Solo existe si debe.

Debo, luego existo.

Para el ciudadano  promedio resulta del todo lógico el que se pague por la educación y la salud, por las carreteras, por pasar al baño y por pararse a mirar el mar.

Y resulta normal el abuso que las autoridades cometen en contra de le gente castigada.

Ponga usted este ejemplo: el Metro se detiene en plena hora punta. Deja a miles de asardinados pasajeros en medio del túnel. Cada una de esas personas perderá su ya caro pasaje, quedará sin poder llegar a la hora a su trabajo y, luego de combinar buses, colectivos, taxis, perderá una hora de su vida en un ir y venir que no ofrece alternativas, salvo explicaciones que no resuelven nada.

Y todo en el más trágico silencio. Ni un reclamo, ninguna conducta de protesta, ningún grito, ni espontanea demostración de la ira necesaria y contenida.

Como si el abuso fuera parte del trato. Y la impunidad de los responsables, un derecho inalienable.

Se ha instalado en esta cultura miserable el convencimiento de que luchar por derechos es una manera de sinvergüenzura asociada a los vagos, indios y comunistas.

Resulta sospechoso aquel que exige del Estado o del privado el cumplimiento de algún derecho humano que no luzca su precio en la etiqueta.

Las calles no dan abasto. Las universidades estafan de por vida a sus clientes y a los padres de estos. Las escuelas se sostienen de milagro. Los lagos y canales se pudren. El mar es de un puñado de codiciosos. La policía y los militares se roban el erario a cacho visto. Casi no existen diarios. La televisión es la suma de lo picante. La adoración por el último celular es la esencia del propósito. Se regala el cobre y todo lo demás. Las habitaciones se achican. Se destruyen los barrios. Se pudren las poblaciones. Los políticos sinvergüenzas sobreviven a la acusación de cualquier cosa. Robar es un mérito de vivo. Mentir es una costumbre cruzada.

En ese horizonte espantoso de vez en cuando revienta el rezongo de algunos que ponen el dedo en una que otra de las innumerables llagas por las que supura una sociedad repodrida hasta la madre.

Y con un afán digno de encomio los más conscientes y aguerridos hacen esfuerzos por sacar de la inercia a la víctima de esta cultura que lo mantiene despostado, aunque con la cara llena de risa y con tarjeta de crédito.

Pero no. No se llega muy lejos. En breve los vivos se dan cuenta que esa energía debe tener un dueño y se la apropian.

Ya vamos para un par de generaciones que seguirá creyendo en ellos, aferrados a su ejemplo como de una fe.

Y luego nos preguntamos por qué un ser humano abyecto como Piñera puede llegar a ser presidente.

Ricardo Candia Cares