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Vida inmigrante en Chile: “Tenemos que ir donde está la plata”

Por: Otávio Calegari Jorge | Publicado: 17.11.2017
Vida inmigrante en Chile: “Tenemos que ir donde está la plata” inmigrantes | Foto: Agencia Uno
La vida de los inmigrantes es bastante distinta dependiendo de su nacionalidad y de su poder adquisitivo, obviamente. Algunos, como ya dije, no son considerados inmigrantes – son extranjeros, expats, gringos o poseen cualquier otra denominación. La masa, sin embargo, no es de expats, es de inmigrantes.

Algunos meses después de llegar a Santiago, en septiembre de 2015, ingresé mis papeles para pedir la visa temporaria. Como soy brasileño y Brasil es un país miembro del Mercosur, hay muchas facilidades para solicitar la visa chilena. Inmigrantes de otras nacionalidades tienen muchos más obstáculos. Después de algunos meses, antes de obtener mi visa, obtuve un permiso de trabajo, un pequeño documento que me permitió trabajar.

En aquel momento recuerdo que la llegada de inmigrantes haitianos ya había aumentado de forma considerable en los meses anteriores. Los haitianos se sumaban a los miles de peruanos (una comunidad ya antigua en el país), bolivianos, dominicanos, argentinos y colombianos. Creo que las principales migraciones venían, hasta entonces, de estos países. También hay inmigrantes de otros países – europeos, norteamericanos, brasileños. Estos son más considerados como expats, o sea, expatriados, un término en inglés para designar, básicamente, los inmigrantes que tienen dinero y/o vienen de naciones más ricas.

Mi primer empleo acá fue de garzón. Trabajé 6 meses en un restaurant que está en un barrio coincidentemente llamado Brasil. La comida era italiana, los dueños eran mapuche, los garzones chilenos, el barman peruano y la loza, cuando llegué, ya empezaba a ser dominada por los venezolanos. Los haitianos dejaban su currículum, pero no eran aceptados – ¿quiénes osarían decir que eso era por su color de piel? El dueño argumentaba que era porque no entendían muy bien en español. En ese momento yo tampoco comprendía muy bien el “idioma chileno”, dialecto bastante complicado dentro del castellano.

Recuerdo, aún en el 2015, haber ido a la PDI a retirar un documento para mi visa. Tuve que esperar entre 40 minutos y 1 hora en la fila. En 2017 tuve que volver al mismo lugar para retirar otro documento. Por una tontera mía, tuve que ir dos veces. La primera vez, estuve en la fila desde las 7h30 hasta las 13h30. La segunda, intenté ser vivo y llegué a las 5h. Salí a las 11h. La PDI abría, y sigue abriendo, a las 8h. A las 3h30 de la madrugada ya empiezan a aglomerarse los primeros inmigrantes esperando hasta ser atendidos.

Chile vive una crisis inmigratoria que ya tiene repercusiones en todos los ámbitos sociales: en las largas filas para ser atendido en las instituciones públicas, hospitales, en el precio de los arriendos, en el comercio y la producción de mercaderías y obviamente también en la aceptación de los inmigrantes por los muchos chilenos.

Volviendo al restaurant donde trabajé, mi primer amigo fue otro garzón, chileno. M. era de la garra blanca, hincha del Colo-Colo, que posee un sector bastante combativo, siempre presente en las manifestaciones mapuche o de otros relevantes temas nacionales. Uno de sus más polémicos ex-lideres, sin embargo, es un conocido pinochetista, lo que hace de la garra blanca un blanco fácil para las hinchas rivales. En un brazo, M. tenía un tatuaje de Che Guevara, en el otro, el tradicional emblema mapuche. M. nació en Estocolmo, Suecia. Su familia huyó de Chile debido a la militancia política de una tía, en aquel tiempo, una conocida activista del Movimiento de Izquierda Revolucionaria – MIR. Una parte de la familia de M. se quedó en Suecia y nunca más volvió a Chile. M. aparentemente no sufrió con el mismo fenómeno que muchos chilenos que hoy poseen entre 40 y 50 años – la sensación de sentirse un inmigrante o apátrida en su propio país. M. volvió a Chile cuando tenía 3 años. Muchos de la generación anterior a él crecieron en países extranjeros y regresaron a Chile solo después de varias décadas. El drama de esta generación está muy bien reflejado en algunas de las novelas de Alejandro Zambra, uno de los grandes nombres de literatura chilena contemporánea.

Otro colega de trabajo era I., el barman, peruano. Yo le decía el hombre-araña peruano, ya que con frecuencia lo notaba arriba de un refrigerador haciendo complejas maniobras para bajar los vinos guardados cerca del techo del restaurant. La inmigración peruana es de las más antiguas en el país, junto a la inmigración boliviana, principalmente en el norte de Chile, regiones que antes pertenecieron a Bolivia y Peru y que en el siglo XIX proporcionaron a Chile lo que fue su mayor riqueza en esa época, el salitre. Una de las primeras asociaciones mutuales surgidas en territorio chileno, predecesora de los sindicatos, fue fundada por un tipógrafo peruano, Victor Laynez, en 1853. En Santiago es posible encontrar, en cualquier esquina, una de las mejores cosas de Perú, la comida. Muchos peruanos y peruanas se dedican a la culinaria. Aquí ya he escuchado dos o tres veces que lo mejor de la comida chilena es la comida peruana. I. emigró de Perú hace diez años. Ya hacía ocho que trabajaba en ese restaurant, estaba bien ahí. Ya tiene esposa e hijos chilenos. Su acento era notablemente distinto al acento chileno, más pausado, con las palabras pronunciadas de manera más clara, sin hacer desaparecer fonemas.

Como ya dije anteriormente, cuando llegué a ese restaurant, los venezolanos estaban empezando a dominar la loza. En verdad, a principio, creo que el primer copero que vi era peruano, pero no recuerdo mucho de él. Después fueron llegando los venezolanos. Varios pasaron por la copa. El primer de ellos comenzó en la copa, creo que, sin algún documento, y de la última vez que volví al restaurant, hace un par de meses, ya había remplazado a I. en el bar. Ahora I. estaba aprendiendo a ser jefe. L., el copero en ascensión, algunos meses después de salir de la copa, ya había traído a su hermano y otros amigos para trabajar en el restaurant. L. era muy simpático. En el periodo que trabajó como copero y yo como garzón, siempre compartíamos los restos de pizza o de tablas dentro de la minúscula copa. La crisis en Venezuela ya se estaba profundizando. Yo siempre le hacía una provocación – lo nombraba comandante, en referencia a Hugo Chávez, o directamente le decía Maduro. L. entonces sonreía y replicaba “qué pasa Lula?”. En ese momento Dilma todavía era presidenta de Brasil y los escándalos de la Lava-Jato estaban recién empezando a generar más grandes preocupaciones entre los empresarios y parlamentarios.

Este año, 2017, volví al restaurant. La mayoría de los garzones, el copero y el barman son venezolanos. Una de las más importantes realizaciones del gobierno de Maduro fue haber proporcionado mano de obra barata a muchos empresarios adentro y afuera de Venezuela.

Los nuevos venezolanos del restaurant son todos jóvenes. L., el ex copero, quizás sea el más grande, con unos 33 o 35 años. Los otros tienen entre 19 y 25 años. Todos salieron del país por las pésimas condiciones de vida. L. me contaba que tenía que hacer filas de muchas horas para poder comprar confort. Todos responsabilizaban al gobierno de Maduro. Algunos, incluso, tenían respeto por Chávez; “Ya Maduro, decían ellos, ese era un traidor”. Un día en la calle me topé con uno de ellos vistiendo una polera con una enorme foto de Capriles, uno de los íconos de la derecha venezolana.

Tengo la impresión de que los dueños del restaurant ya estaban aceptando los nuevos venezolanos sin cualquier documentación – a mí aún me habían pedido el permiso de trabajo. El más joven de todos ellos, A., tenía unos 19 años y pasaba todo su tiempo libre entre atender a una mesa y a otra pensando en cómo iba a hacer su fortuna en Chile. Tenemos que ir donde está la plata”, me decía él. Entonces se ponía a pensar si sería mejor vender relojes en la puerta de la Estación Central o sándwiches con alguna salsa venezolana que pudiera parecer bastante original.

Los dueños del restaurant merecerían un texto aparte. Tres hermanos, mapuche. Dos hombres y una mujer. Pido que me perdonen los mapuche por no saber como debería referirme a la jerarquía que poseen dentro de su sociedad. Entonces me voy a referir con los términos prestados de la llamada “sociedad occidental”, a la cual estos mapuche sin duda pertenecen de cuerpo y alma. La hermana, K., era una reconocida artesana/joyera mapuche. Mantuvo las tradiciones de su familia y hace joyas bastante bonitas, la mayor parte de ellas, de plata. También viaja para todas partes hablando de la cultura mapuche; un día me contaba sobre una Conferencia de pueblos originarios en la cual participó en Canada, donde había representantes de muchos pueblos distintos, K. pasaba una gran parte del tiempo en el retaurant, entre la caja y la mesa número uno, al lado de la barra. Una de las cosas que yo más le escuchaba decir era “I. me puedes traer un cafecito?”. Cuando no estaba pidiendo algo a I. o a alguno de los garzones (incluso cuando el restaurant estaba lleno), ella reclamaba. A veces, cuando un garzón cometía un error, ella trataba de humillarle para recordarle el lugar que cada uno ocupaba allí. Conmigo sucedió dos o tres veces. Después que salí del restaurant fui tratado como un gentleman.

El hermano más joven era uno de los cocineros. Metalero, siempre cocinaba escuchando música con un volumen bastante fuerte. A veces escuchábamos de lejos un estribillo de alguna canción de Iron Maiden o Black Sabbath. De los tres hermanos, él fue al que menos le agradé. Él hablaba muy rápido y tenía los nervios fácilmente irritables. Yo no tenía experiencia como garzón y cometía varios errores pequeños. Esa combinación, al principio, fue explosiva. Muchas veces me contuve para no mandarle a la concha de su madre.

El otro hermano, el mayor, fue quien me contrató. Siempre uno de los tres estaba presente. El mayor siempre cerraba el restaurant. A veces, después de la salida del último cliente y de ya habernos terminado de recoger todas las mesas y hacer el aseo del restaurant, él nos hacía esperar 30 o 40 minutos hasta que terminara de tomar su ron o lo que estuviera tomando. Teníamos que esperar o saldríamos sin los 10% de los clientes. Él tomaba mucho, todos los días. Otras veces, como quería compañía, nos invitaba a un chop. Era la dosis cierta de la felicidad, en estos días ganaba fácilmente nuestra amistad.

Los tres hermanos son, en el sentido más clásico del término, pequeñoburgueses. Entre la reivindicación de la tradición oprimida de los mapuche y la humillación cotidiana de sus funcionarios, consiguen mantener una imagen más o menos liberal, más o menos de izquierda. Pura hipocresía, como casi todo lo que viene de la clase media.

Los inmigrantes aquí están por todas partes. Hace pocos años, los peruanos dominaban la Plaza de Armas, plaza principal de Santiago. Hoy, ya dividen el espacio casi par a par con los haitianos. Los haitianos llegaron y siguen llegando en masa. En los últimos meses una empresa empezó a hacer vuelos directos entre Puerto Príncipe y Santiago. Muchos vienen después de pasar un par de años en Brasil. Como la situación económica brasileña empeoró, ellos vienen a buscar mejores condiciones de vida en Chile. Aquí se encuentran con todo tipo de dificultades – la enorme burocracia para tener acceso a la documentación, el idioma, las pésimas condiciones de vivienda, la informalidad, la xenofobia y el racismo.

Muchos hacen aquí lo mismo que hacían en Haití, son vendedores. Hace pocos días estuve en la Estación Central, estación de trenes y terminal de buses que conecta a varias comunas de la Región Metropolitana de Santiago. Allí el comercio formal y el informal se complementan y se chocan. En frente a las tiendas, centenares de comerciantes informales extienden sus productos en el piso para competir por los miles de pesos y miradas que pasan en los horarios punta. Siempre recuerdo a mi amigo venezolano diciendo: “tenemos de ir donde está la plata”. Ese día estuve un buen rato observando lo que pasaba. Los ambulantes (haitianos, peruanos, chilenos) llegaban y extendían sus productos (hay una división por categorías que todavía no logro entender – lo que sé es que los haitianos dominan el mercado de zapatillas falsificadas). Los carabineros llegaban, y todos corrían. Cinco minutos después estaban de vuelta los vendedores. En un determinado momento vi a un carabinero acercarse, acompañado de un pastor alemán, de un haitiano que vendía zapatillas. El haitiano intentó sacar el paño y recoger sus productos, pero el pastor alemán fue más rápido y mordió un lado del paño, rompiéndolo. La lucha duró algunos segundos, algunas zapatillas quedaron tiradas. El carabinero vía la desesperación del haitiano con cara de satisfacción, sádico. En diez minutos vi nuevamente al mismo haitiano en otro lugar de la Estación. Y la vida siguió.

La vida de los inmigrantes es bastante distinta dependiendo de su nacionalidad y de su poder adquisitivo, obviamente. Algunos, como ya dije, no son considerados inmigrantes – son extranjeros, expats, gringos o poseen cualquier otra denominación. La masa, sin embargo, no es de expats, es de inmigrantes. La composición social chilena está cambiando rápidamente fruto de las crisis en los países de la región. Hasta ahora la situación económica chilena es relativamente estable, ya que el cobre se mantiene a un precio razonable. Cuando venga la crisis, los inmigrantes sin duda serán los primeros a pagar por ella y entre ellos, primero las mujeres y los negros.

 

*Texto originalmente publicado en portugués destinado a los brasileños (inmigrantes y no inmigrantes).

Otávio Calegari Jorge