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Opinión

Seré feliz cuando seguir mostrando el chancho mal pelao sea redundancia

Por: Guisela Parra Molina | Publicado: 26.11.2017
Seré feliz cuando seguir mostrando el chancho mal pelao sea redundancia femicidio | Foto: Agencia Uno
Cada vez que se ejerce violencia de cualquier tipo contra una mujer; cada vez que a quienes corresponde actuar y tomar medidas remediales y preventivas no lo hacen; cada vez que un agresor no recibe sanción, todas las mujeres recibimos un mensaje tácito y violento.

Desde 1981, el movimiento feminista latinoamericano conmemora el Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra la Mujer el 25 de noviembre (reconocido por la ONU en 1999), en homenaje a las hermanas Minerva, Patria y María Teresa Mirabal, asesinadas en 1960 por oponerse al dictador dominicano Rafael Leonidas Trujillo.

Desde hace varias décadas, la Red Chilena contra la Violencia hacia las Mujeres ha luchado contra la violencia hacia las mujeres y niñas. Con este mismo objetivo, gradualmente se han venido formando, de manera coordinada,  redes regionales en todo el país. Una de ellas es nuestra Red contra la Violencia hacia las Mujeres, de la Región de Coquimbo, que se constituyó en septiembre de 2016, formada por diversas agrupaciones y mujeres feministas que creen indispensable visibilizar esta violencia y promover  cambios culturales que tiendan a lograr nuestro objetivo: una vida sin violencia.

Por esa razón, en esta fecha despliego una vez más mi porfía y hago algunas aclaraciones que machacan lo que nunca está de más machacar:

Todo el mundo conoce el caso de Nabila Rifo en Coyhaique, que fue agredida por su conviviente, quien la dejó ciega y casi muerta. Todo el mundo lo conoce, porque los medios de prensa la expusieron como si fuera farándula, durante meses, y a modo de guinda de la torta, uno de ellos dedicó un programa completo a poner en duda su palabra. Además de ser vejada y doblemente violentada durante el juicio, el Tribunal redujo la pena del agresor. En Concepción, una mujer mapuche, Lorenza Cayuhán, fue obligada a parir engrillada y vigilada por gendarmes en una clínica y luego fue trasladada con su hija recién nacida a la cárcel de Arauco. En Concepción, la inutilidad de sus intentos por terminar un pololeo en que era víctima de maltrato, llevó a Antonia Garros al suicidio. En un centro del Sename en Santiago, a Lissette Villa, de 11 años, la castigaron por desobediente. El castigo la hizo morir asfixiada, después de prometer que se iba a portar bien. En Ovalle, Karol Pizarro casi muere a manos de su pareja; la madre agradeció al Tribunal por condenarlo sólo a libertad vigilada. En La Serena, Daniela Reyes, de 17 años, murió a causa de una golpiza que le propinó su pololo, después de mucho tiempo de maltrato. En La Serena también, Francis Aguilar murió apuñalada por defender a su hija de 19 años, cuya ex pareja ya les había quemado la casa, después de una relación violenta.

Si quisiera enumerar los casos de violencia extrema contra las mujeres, no sólo no me alcanzarían estas páginas, sino que tendría que escribir un tratado. No, una biblioteca completa. Y quedaría corta. Con violencia extrema quiero decir: femicidio consumado; femicidio frustrado; lesiones graves gravísimas; quizá incluso lesiones graves aunque no se estimen superlativas; en otras palabras, violencia física denunciada y considerada digna de investigación. Es la que aparece en las estadísticas y se pone a disposición del público.

Cabe aclarar, sin embargo, que entre las estadísticas institucionales y las de organizaciones autónomas, como la Red Chilena contra la Violencia hacia las Mujeres, hay grandes diferencias. Esto se debe a que el concepto de violencia hacia las mujeres que manejamos quienes nos dedicamos a combatir esta lacra desde fuera de las entidades estatales también difiere de la definición legal que se le ha dado en Chile. Para qué hablar de sus interpretaciones y resquicios.

Aclaración Nº1: violencia hacia una mujer no es solamente la que ejerce un hombre contra la mujer con quien convive, sino cualquier manifestación de violencia que se ejerza hacia una mujer por el hecho de serlo. Incluso, la Real Academia Española define el término feminicidio como asesinato de una mujer por razón de su sexo.

De cualquier modo, la violencia machista que se conoce es la violencia hacia las mujeres en expresiones extremas, sobre todo si los medios de prensa la consideran conveniente para su rating. Esto lo aclaro porque muchos, incluso muchas, no se dan cuenta de que no sólo ésa es la violencia que se ejerce contra las mujeres. No sólo las mujeres que aparecen en las estadísticas han sido objeto de violencia machista. No sólo al interior de la familia o en el Sename existe violencia hacia las mujeres y las niñas. No sólo ejerce violencia sexual quien viola a una mujer desconocida o conocida en la calle o en un carrete.

Aclaración Nº2: Abuso sexual es obligar a una mujer, de cualquier edad, a realizar o soportar cualquier práctica sexual: sexo con o sin penetración, sexo oral, besos, toqueteo, piropos, etc. Desconocido a desconocida; conocido a conocida, esté borracha o sana y buena, con minifalda y blusa escotada o buzo de gimnasia; profesor a alumna; pololo a polola; esposo a esposa. Da lo mismo. Podemos resumirlo como: sexo sin ganas es violencia sexual.

Por otra parte, casos como los que mencioné al comienzo de este texto son sólo una pequeña muestra de la violencia institucional de que somos objeto las mujeres.

  • Un hombre maltrata habitualmente a una mujer, se le prohíbe acercársele a más de 200 metros, pero no hay nada que realmente impida que entre en su casa, se ubique a muchísimo menos de 200 metros de su cuerpo y la acuchille. Queda impune.
  • Un carabinero que viola a una mujer detenida queda en libertad, o tiene que ir a poner su firma en un librito cada 15 días, que es lo mismo.
  • En una repartición pública, un hombre con denuncias de acoso sexual a mujeres subalternas es sometido a sumario, cuyo resultado recomienda su destitución. Lo indulta la Presidenta de la República.
  • En un colegio municipal, varias alumnas se atreven a agruparse y escribir una carta de denuncia porque están sufriendo acoso sexual de un profe. El director le baja el perfil o no hace nada al respecto.
  • En una universidad, la federación de estudiantes denuncia a un docente por acoso y él se querella contra las y los dirigentes.
  • En un colegio, un niño de cuarto básico le toca el poto y se le refriega a una compañerita de curso (quizá también a otras que no tienen tanta confianza con su mamá para contarle). La profesora le dice que eso no se hace, pero que por ahora va a quedar en secreto.

Cabe preguntarse si estas conductas institucionales, que no calificaré de negligentes, porque sería un eufemismo, se deben a flojera, a ignorancia o a que el agresor o acosador tiene santos en la corte. O todas las anteriores.

Aclaración Nº3: sin duda, en nuestra legislación –es decir, en las normas que regulan la convivencia para proteger a los miembros de esta sociedad (supuestamente)- no hay igualdad entre mujeres y hombres. Afirmar lo contrario sería ignorante, no vidente, aberrante o hilarante. O todas las anteriores.

Además, por cierto, si ésa es la actitud de los encargados de la educación formal, de poco sirve que se llenen la boca y las páginas del currículum escolar con objetivos transversales que apunten a la equidad de género, a despertar espíritu crítico y crear conciencia a este respecto o a cualquier otro. Quien haya tenido algo que ver con pedagogía sabe que las palabras son vacías sin un modelo que las refuerce.

Es verdad: tenemos un Ministerio de Equidad de Género y una Ley de Violencia Intrafamiliar. No lo sabré yo, que tengo vivitos los recuerdos del tiempo cuando no existían, y también de todo lo que nos costó llegar a la creación de esas instancias. Sin embargo, a veces me pregunto si realmente fue un logro o resultó ser un tornillo al revés, como tantas cosas que se han hecho en la medida de lo posible. Me lo pregunté mientras veía el juicio contra Mauricio Ortega. Me lo pregunté cuando supe que una jueza había dictaminado separar a una niña de su madre porque era lo que quería el padre, que tenía más plata y más poder político. Me lo pregunté cuando conocí a Patricia Balcázar y me contó que, si bien había denunciado las agresiones de su cónyuge, él violó la medida precautoria, entró a la casa y la acuchilló; que está viva gracias a su hijo; que el agresor quedó en libertad. Me lo pregunto –y podría jurar que no soy la única- cada vez que me entero de un femicidio que se suma a la estadística y de uno que no se suma; cada vez que sé de un agresor impune. En fin, me lo pregunto a cada rato. Y también puedo asegurar que no soy la única.

A pesar del Sernameg, la Ley VIF y los objetivos transversales, miles de mujeres y niñas violentadas permanecen anónimas e invisibles, por una de varias razones:

  • porque denunciaron y no les creyeron (las instancias legales pertinentes o la propia familia);
  • porque no denuncian a causa del miedo, sea al agresor o a que no les crean;
  • porque sienten vergüenza de que se sepa;
  • porque sienten culpa (y vergüenza también), ya que piensan que su conducta merece castigo y es lo que motiva la violencia;
  • porque no tienen conciencia de que están siendo objeto de violencia: creen que la vida es así.

Aclaración Nº4: ninguna conducta justifica la violencia.

Aclaración Nº5: los hombres que agreden a las mujeres no lo hacen

  • ni porque sean malos,
  • ni porque estén enfermos,
  • ni porque estén borrachos,
  • ni porque tengan derecho a hacerlo,
  • ni porque la vida sea así;

Sino porque la cultura patriarcal nos enseña que los hombres tienen derecho a ejercer poder sobre las mujeres, que debemos someternos y acatar las decisiones de otros.

Aclaración Nº6: la vida no tiene por qué ser así.

Gracias a la porfía de mujeres que porfiaron antes que nosotras, hoy tenemos derechos que hasta mediados del siglo pasado no teníamos. Producto de nuestra porfía, hoy existe más conciencia de este problema, y cada día más, que en la época cuando muchas fuimos objeto de violencia machista sin saber que era violencia. Las más viejas no nos cansamos de celebrar como se desarrollan y viven su vida muchas mujeres jóvenes, y como se posicionan en relación con éste y otros temas, a pesar de todo lo que tienen en contra.

La perseverancia de las mujeres que hemos construido y formado parte del movimiento feminista, a lo largo de muchos aunque insuficientes años, ha logrado que, para muchas mujeres y muchos hombres, algunas de mis aclaraciones sean superfluas.

Sin embargo, aún hay muchísimas mujeres, de todas las edades, que guardan silencio, agachan la cabeza y siguen pensando que la vida es así. Mujeres que creen que su pareja “va a cambiar”, porque les pide perdón después de haberlas golpeado, que sólo hay que “saber cómo tratarlo”; mujeres que creen que es natural que el marido les levante la voz o les dé un zamarrón, o les diga –aunque no sea de manera explícita- la ropa que pueden o no pueden usar, dónde pueden ir y dónde no; mujeres que creen que un hombre que lava la loza o cambia pañales es maravilloso, porque les “ayuda”; mujeres que aceptan que el jefe –o la jefa- les hable de manera autoritaria o irrespetuosa; mujeres que se resignan a que cualquier pelafustán les diga o les haga cualquier cosa en la calle; mujeres que se quedan boquiabiertas cuando el ginecólogo les coquetea, pero siguen consultando al mismo; niñas que callan su incomodidad cuando un profesor les hace insinuaciones de índole sexual; etcétera, etcétera, etcétera.

Para ellas son estas aclaraciones, para ellas es mi porfía, para ellas nací chicharra y seguiré cantando. Porque cuando hemos pasado toda una vida pidiendo permiso para hablar, permiso para hacer, permiso para mover las manos y los pies, ni se nos ocurre que no deberíamos necesitar autorización de otros para ejercer nuestro derecho a pensar, hablar y a actuar; a caminar, a acariciar, a cantar y a bailar cuando se nos venga en gana.

Y flaco favor nos hace la insistente violencia simbólica en la publicidad, los medios de comunicación y las redes sociales. Son instancias en que se expone y se cosifica a las mujeres, se denuesta su imagen, se vulnera su privacidad y se frivoliza el maltrato. En definitiva, el discurso de algunos medios de comunicación es una herramienta muy eficaz para legitimar y perpetuar la violencia hacia las mujeres en el inconsciente colectivo. Memes, realities, programas de farándula, teleseries, incluso programas de noticias, transmiten un mensaje subliminal, que refuerza modelos y estereotipos patriarcales, naturaliza las distintas manifestaciones de violencia y la violación de nuestros derechos, y lleva a muchas mujeres a soportarlo sin chistar. Un botón de muestra es la publicidad; pero si hilamos todos los botones, la hilera no tiene fin. Es una cadena más larga y más enterrada que nuestra larga y angosta faja de país.

Cada vez que se ejerce violencia de cualquier tipo contra una mujer; cada vez que a quienes corresponde actuar y tomar medidas remediales y preventivas no lo hacen; cada vez que un agresor no recibe sanción, todas las mujeres recibimos un mensaje tácito y violento. Es como si algún todopoderoso nos estuviera repitiendo una y otra vez al oído que, hagamos lo que hagamos, no podremos eliminar los vicios de la cultura patriarcal. Sin embargo, las feministas estamos empeñadas en mostrar que no es así.

Y quiero hacer una última aclaración (por ahora). Porque del mismo modo como ninguna página es suficiente para recopilar casos de mujeres violentadas, también quedaría corta de hojas y tinta para hacer un recuento de comentarios, opiniones y juicios lapidarios contra el feminismo, que vienen de la ignorancia y de ideas preconcebidas, cuyo origen –ya lo he dicho- está en los profundos tatuajes patriarcales que nos ha grabado la cultura.

A vuelo de pájaro, puedo recordar uno que otro ejemplo: que las feministas confundimos el enemigo y convertimos al “género masculino en el cuerpo del delito, la encarnación de la violencia contra la mujer, algo prescindible”, leí por ahí. Que la lucha feminista es una “competencia entre el hombre y la mujer”. Que cómo podemos exigir igualdad, si las mujeres y los hombres somos diferentes.

Aquí viene la aclaración. Por supuesto que somos diferentes. No es igualdad de sexo lo que estamos exigiendo, porque estúpidas no somos y ciegas tampoco: a temprana edad nos damos cuenta de que los niños tienen algo entre las piernas que nosotras no tenemos. Y capaz que a Freud ni se le hubiera ocurrido aquello de la envidia del pene, de no ser porque a edad igualmente temprana nos damos cuenta también de que tenerlo resulta ventajoso. Lo que exigimos es igualdad en los derechos, igualdad en el trato, igualdad en las oportunidades de desarrollo. Ninguna teoría ni práctica feminista sostiene que un género sea enemigo de otro, ni que estemos en competencia. Las feministas no somos discípulas de Satanás, ni tan simplistas como para decir que el machismo es culpa de los hombres o producto de su inventiva; por el contrario, mujeres y hombres hemos contribuido inconscientemente a perpetuar el sistema patriarcal, con el cual unas y otros salimos perdiendo, en aspectos distintos.

Alguien que se cree experto en idiomas me dijo que el verbo empoderar estaba mal usado en mis textos, ya que ese vocablo implica que alguien o algo nos entregue el poder. Le respondí que, efectivamente, es un verbo transitivo; sólo que nuestro verbo es de uso reflejo, porque somos nuestro propio complemento directo e indirecto: nosotras nos empoderamos a nosotras mismas. Significa tomarnos el poder de decisión respecto de todo lo que tiene que ver con nosotras: nuestra maternidad o no maternidad; nuestra opción sexual; dónde queremos y no queremos ir; qué queremos y no queremos hacer; si queremos o no queremos que alguien nos toque el cuerpo.

Es decir, significa tomar conciencia de que esta vida es nuestra y, por tanto, a nosotras corresponde decidir cómo queremos vivirla.

Guisela Parra Molina