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A tres décadas de las masacres de El Mozote y los jesuitas: Se abre el camino a la verdad y la justicia en El Salvador

Por: El Desconcierto | Publicado: 11.12.2017
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A 36 años de la Masacre El Mozote en Morazán y a 28 de la Masacre de los Jesuitas en la Universidad José Simeón Cañas en El Salvador, se abre un camino de esperanza. Una ocasión para que el país avance en verdad, justicia, memoria y reparación para las víctimas.

La década de los 80 representa uno de los períodos más convulsos de la historia política reciente salvadoreña. Tras años de gobiernos oligárquicos-militares, en que las demandas de la población por justicia social eran constantemente reprimidas, el pueblo, se levantó en armas contra el régimen. Durante este periodo, el ejército salvadoreño desplegó todo un aparato de terrorismo de Estado. Se estima que en los 12 años que duró el conflicto armado, fueron asesinadas 74 mil personas y cerca de 8 mil fueron desaparecidas.

El informe organizado por la Comisión de la Verdad, después de los Acuerdos de Paz, en 1992, detalla 32 casos de crímenes de lesa humanidad considerados representativos, y documentados a partir de testimonios de víctimas y documentos oficiales. Según el informe, el Estado salvadoreño habría sistemáticamente cometido crímenes contra la población, entre las que se cuentan varias masacres.

Hasta la fecha, ningún alto mando del ejército ha sido juzgado por esto, gracias en parte a una vergonzosa Ley de Amnistía que estuvo vigente desde 1994 y que permitió que los culpables no fueran condenados por estos delitos, así como por la complicidad y el desinterés del Estado de cumplir con las diversas sentencias de organismos internacionales, principalmente la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Con la derogación de esta Ley, en 2016, un nuevo escenario quedó abierto luego de que las víctimas no desistieran en su lucha por justicia.

Las Luciérnagas de El Mozote

“Me llamo Rufina Amaya, nací en el cantón La Guacamaya del caserío El Mozote. El once de diciembre del año 1981 llegó una gran cantidad de soldados del ejército. Entraron como a las seis de la tarde y nos encerraron. A otros los sacaron de las casas y los tendieron en las calles boca abajo, incluso a los niños, y les quitaron todo”.

Con esta frase inicia el testimonio de Rufina Amaya, que está plasmado en el libro “Luciérnagas en el Mozote”. Rufina es sobreviviente de la masacre que llevó a cabo el ejército en un caserío ubicado en el municipio de Arámbala, departamento de Morazán, al noroeste del país.

A Rufina la salvó que fue capaz de esconderse detrás de un árbol de manzanas. Desde su escondite, Rufina pudo escuchar cómo los soldados mataban, primero a los hombres, después a las mujeres, abusando y violando a muchas. A los niños, que lloraban, cuenta Rufina, les reventaban la cabeza con la culata de la escopeta. Testimonio que sería confirmado años más tarde durante las primeras exhumaciones. Detrás de ese árbol, Rufina escuchaba como sus hijos eran asesinados, pero decidió aguardar, esperar, sabía que si ella moría, nadie nunca contaría lo ocurrido.

La masacre fue llevada a cabo por el Batallón Atlacatl, grupo especializado de las fuerzas armadas y entrenado en la “Escuela de las Américas” para acciones “contrasubversivas”. Fue uno de los más temibles y sanguinarios “escuadrones de la muerte”, a quienes se les apunta como responsables de diversas violaciones a los Derechos Humanos durante la guerra. La masacre de El Mozote y de caseríos aledaños, fue ejecutada como parte de la táctica “tierra arrasada”, que consistía en cortar con los suministros, quemar cultivos, matar animales y acabar con todo aquel que fuera potencial guerrillero o colaborador. Esto con el objetivo de sacarle “el agua al pez”, como han expresado algunos militares.

La primera vez que el mundo supo de El Mozote fue en 1982, gracias al trabajo del periodista Reymond Bonner, entonces corresponsal del New York Times, quien al encontrar indicios de la masacre se comunicó con Guillermo Prieto, del Washington Post. Ambos periódicos publicaron la noticia en simultáneo. Durante años, tanto el gobierno estadounidense como el salvadoreño negaron los hechos y desprestigiaron a los periodistas. Las autoridades de El Salvador, sostuvieron distintas versiones, entre ellas, que se había tratado de un “enfrentamiento”, que era un “cementerio clandestino” o que las cifras de muertes eran “exageradas”, mismas que aún hoy son defendidas por los abogados de los militares.

No fue sino hasta el año 2012, en que el entonces presidente de la república, el izquierdista Mauricio Funes, reconoció la masacre y pidió disculpas en nombre del Estado salvadoreño, cumpliendo así con una sentencia de la CIDH. Registros oficiales del gobierno, presentados hace unos días, señalan que el número de víctimas es de al menos 978, de los cuales 533 eran niños y niñas.

Con la declaración de inconstitucionalidad de la Ley de amnistía, el juez de San Francisco Gotera, Jorge Guzmán Urquilla, decidió reabrir el juicio contra 18 miembros de la Fuerza Armada acusados de ordenar una de las mayores masacres en la historia reciente latinoamericana. Muchos de los testigos, como Rufina, ya no se encuentran con vida (Rufina falleció en 2007), pero sus testimonios y declaraciones se encuentran debidamente documentados. A esto hay que sumar los trabajos de exhumación realizados por equipos especializados, como el Equipo Argentino de Antropología Forense. Pese a todo, las Fuerzas Armadas todavía se muestran renuentes a cooperar, pero la perseverancia y convicción de las víctimas, así como un grupo de abogados, es la que permite que hoy el caso avance.

Mártires jesuitas

En la víspera de la conmemoración del 28 aniversario de la masacre de 6 sacerdotes jesuitas, Elba Ramos, quien trabajaba como colaboradora de los sacerdotes y su hija Celina, en la Universidad Centroamericana de El Salvador, el 16 de noviembre de 1989, las autoridades estadounidenses emitieron la orden de extradición del coronel Inocente Montano a España.

Montano es acusado de participar en el diseño del operativo de la masacre, en la que se encontraban 5 ciudadanos de origen español, entre ellos, Ignacio Ellacuría, teólogo y filósofo vasco-salvadoreño, quien era uno de los principales mediadores entre el gobierno y la dirigencia de la guerrilla.

En 2011, Montano fue detenido en Estados Unidos y acusado de fraude migratorio, luego de que Almudena Bernabeu, una de las abogadas del caso, identificara su presencia en ese país. En 2016, la magistrada Kimberly Swank determinó que Montano “tomaba las decisiones y era miembro de un grupo de oficiales que colectivamente ordenó la ejecución de los padres jesuitas”. El proceso de extradición duró dos años una vez que Montano agotara todos los recursos legales para evitarlo. Por otra parte, la Corte Suprema de Justicia salvadoreña negó la solicitud de la justicia española para extraditar al resto de implicados en la masacre, con lo cual, de momento, Montano es, de momento, el único de los autores intelectuales que enfrente un proceso legal.

A su llegada a España, el juez García- Castellón, envió a prisión al ex militar, al considerar que este “participó activamente en la masacre”. Este lunes 4 de diciembre, Montano declaró por primera vez en audiencia en donde se desligó de la decisión del asesinato y apuntó a la cadena de mando de las fuerzas armadas, señalando que Alfredo Cristiani, ex presidente de la república y entonces comandante en jefe de la Fuerza Armada, había estado presente en la reunión previa a la masacre.

Con esto se abre la posibilidad de conocer la verdad, luego de que el único antecedente judicial, realizado por el caso, entre 1991- 1992, fuera considerado fraudulento y que únicamente el ex coronel Guillermo Benavides, a quien se le utilizó como “chivo expiatorio”, se encuentre actualmente en prisión por el delito. Así mismo, la comunidad jesuita y organismos de derechos humanos en El Salvador presentaron la solicitud de la reapertura del caso contra los autores intelectuales.

Decía Daniel Viglietti que la lucha contra la impunidad es una de las luchas más importantes de nuestro tiempo. La lucha de las familias y las víctimas desde hace años ha sido dura e inquebrantable y es gracias a ella, que estos casos no han caído en el olvido. Hoy El Salvador vive un momento clave y esperanzador en que la posibilidad de conocer la verdad es más fuerte que nunca. Hay quienes dicen que se debe evitar “abrir” viejas heridas. Se equivocan, nadie abre heridas, porque las heridas nunca se cerraron. Lo harán, cuando se haga justicia.

* Original en Marcha.

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