Avisos Legales
Opinión

El dominicano bueno y nuestro insularismo

Por: Haroldo Dilla Alfonso | Publicado: 03.01.2018
El dominicano bueno y nuestro insularismo migrantes | Foto: Agencia Uno
En nuestras universidades pululan los centros y cursos dedicados al Asia-Pacífico (lo cual es bueno) pero son aquejadas de una pobreza alarmante de los estudios latinoamericanos (lo cual es terrible). Los chilenos comunes siguen llamando Centroamérica al Caribe. Y nuestra clase media no visita República Dominicana sino Punta Cana, y muere sin poner jamás un pie en ese hito civilizatorio que se llama el Zócalo de Ciudad de México.

Hace unos días un lanzazo en un colectivo fue interrumpido por la intervención de un joven dominicano, de quien no sabemos el nombre.

La noticia circuló por varios periódicos y por las siempre solícitas redes sociales, y junto a ella, una foto de una joven chilena agradecida con el héroe de la jornada.

Semanas antes pasó algo similar cuando un joven haitiano -Richard Joseph- recibió en el aire el cuerpo de una mujer que caía desde un noveno piso y le salvó la vida a riesgo de su propia seguridad. Bachelet lo recibió en Palacio y Farkas hizo lo que sabe hacer: le dio dinero.

Es justo que todos reconozcamos el altruismo y valentía implícitos en estos actos individuales. Pero me temo que estos reconocimientos -en la prensa y en las redes- no hacen otra cosa que mostrar cuan poco hemos avanzado en reconocer las virtudes (diría, incluso, las conveniencias) de las migraciones.

Estoy seguro que unos cuantos chilenos han evitado lanzazos, y aunque no es usual que una mujer caiga de un noveno piso, otros actos cotidianos pueden ser parangonados sin que Farkas saque la billetera o se abran las puertas del Palacio.

Lo que muestran estos reconocimientos -repito: merecidos- es una aceptación básica del migrante como merecedor de afectos primarios. El migrante puede ser altruista. Como demuestra el joven dominicano, hay dominicanos buenos. Lo que deja libre el campo para considerar que hay muchos, para decirlo con todo cuidado, inconvenientes. O que hay que derrochar buenas intenciones en un colectivo para ser aceptado como virtuoso.

Pero el problema es mucho más complejo. En primer lugar, se trata de entender el rol crucial del migrante como un aportador neto de beneficios materiales. Y a la migración como un flujo de personas que aporta juventud a una sociedad que envejece y una fuerza de trabajo de diferentes categorías educacionales -en ocasiones altamente calificada y como promedio superior a la población chilena- que resulta vital para nuestra reproducción socioeconómica.

Pero, sobre todo, y es lo que quiero resaltar, los migrantes también son revitalizadores culturales de una sociedad que -sin desmerecer una sola de sus numerosas virtudes espirituales-  se asoma al siglo XXI como una isla vertical cuyas élites desprecian al continente que le cobija -América Latina- y se regodea en la mediocridad de una política exterior que solo ve centros financieros y organismos multinacionales. Y trata de vendernos la cultura de los malls como garantes de universalidad.

El resultado de esta indiferencia tiene muchas caras. En nuestras universidades pululan los centros y cursos dedicados al Asia-Pacífico (lo cual es bueno) pero son aquejadas de una pobreza alarmante de los estudios latinoamericanos (lo cual es terrible). Los chilenos comunes siguen llamando Centroamérica al Caribe. Y nuestra clase media no visita República Dominicana sino Punta Cana, y muere sin poner jamás un pie en ese hito civilizatorio que se llama el Zócalo de Ciudad de México.

Por eso, yo también estoy orgulloso de estos dos jóvenes migrantes, por haber ocupado las redes y la prensa, siquiera en sus quince minutos. Y alabo a la joven del colectivo por la actitud abierta y desprejuiciada que adoptó. Todos nos han recordado que la solidaridad no tiene fronteras. Y nos han llamado, desde sus actos desinteresados, a superar nuestro insularismo.

Haroldo Dilla Alfonso