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Opinión

Los supuestos de la democracia liberal en entredicho y el desafío de superarla

Por: Joao Acharán | Publicado: 03.01.2018
Los supuestos de la democracia liberal en entredicho y el desafío de superarla elecciones | Foto: Agencia Uno
Superar el carácter elitista, individualista y procedimental de la democracia liberal nos exige transformaciones radicales a sus instituciones, prácticas y discursos legitimantes. No se trata de radicalizar o democratizar la democracia liberal, sino de construir una diferente, sobre otros supuestos, sobre nuevas bases.

Hace unos días, a raíz de la participación electoral en las recientes elecciones, se publicó la columna «Los supuestos de la democracia liberal«, que invita a abrir un debate sobre democracia, revisando los supuestos que fundamentan la democracia liberal. Particularmente, el sufragio como modo de participación política por excelencia a través del cual los ciudadanos delegan un mandato sobre otros ciudadanos, reduciendo el acto legislativo a la labor de un grupo de especialistas electos. Se configura, de esta manera, una democracia con un carácter eminentemente elitista. En esta breve reflexión, se espera contribuir al ejercicio de tensionar las bases sobre las que se erige la democracia liberal. Con esta excusa, nos referiremos al carácter elitista, individualista y procedimental de la democracia liberal, proyectando los desafíos que se nos presentan para pensar alternativas.

Desde la perspectiva aquí defendida, el carácter elitista de la democracia no se deriva del principio de representatividad. La delegación, a través del sufragio, de la labor legislativa a un grupo de ciudadanos con la capacidad de auto-legitimarse no es en sí mismo una expresión de elitismo. Una concepción elitista de la democracia emerge cuando se reserva a ese grupo reducido (los políticos profesionales, la “clase política”) un papel exclusivo en la conducción de las instituciones del Estado y del proceso político general, suponiendo un carácter pro-democrático de ese grupo reducido de profesionales de la política y suponiendo su autonomía frente a las fuerzas económicas y sus intereses particulares.

Asociar representatividad a elitismo corre el riesgo de invalidar un mecanismo necesario para encauzar la toma de decisiones colectivas y consensuadas en sociedades complejas. Ahora, atribuir exclusivamente el rol conductor de los procesos políticos a la “clase política” es abiertamente una concepción elitista de comprender el ejercicio del poder. El desafío es tender a reducir la disociación entre representantes y representados a un mínimo colectivamente definido como aceptable, a través de la multiplicación de mecanismos e instituciones que fomenten el protagonismo popular y su incidencia ejecutiva y legislativa y de la incorporación de mecanismos desde las bases sociales para ejercer control sobre el quehacer de sus representantes transitorios.

Ahora, si el sufragio deviene en el modo de participación política por excelencia de la democracia liberal, se debe al carácter estrictamente individual del acto de votar. Un sistema electoral aparece, por tanto, cualesquiera sean sus características, como el mecanismo de mediación entre las preferencias individuales con una decisión global de conjunto, en un contexto de competencia (básicamente, multi-partidismo) y participación (sufragio universal). La totalidad (la decisión global de conjunto) se entiende exclusivamente como la suma de las partes. Esta forma de concebir el ejercicio de la democracia tiene raíces en la concepción individualista sobre la que se erige su noción de sociedad civil y sociedad política.

De esta manera, la base de la sociedad civil y política corresponde al individuo, concebido como un agente racional, libre e igual ante sus pares. Estos agentes racionales, libres e iguales, son anteriores al Estado, el que desde el mito contractualista, emerge producto de una cesión o delegación de los individuos del monopolio legítimo de la fuerza hacia una entidad superior para la protección de derechos y libertades mínimos (el derecho a la vida y a la propiedad privada, al menos). Se establece, por tanto, una relación dicotómica –hasta cierto punto, contradictoria y antagónica- entre sociedad civil y Estado, donde el segundo debiese intervenir lo menos posible sobre el primero, como garantía del resguardo de la libertad. El “principio de no interferencia”, la ausencia fáctica de impedimentos para el despliegue espontaneo de la libertad individual, es la vara con la que se mide la libertad de los individuos en la consecución de sus propios proyectos de vida. Superar la disociación entre sociedad civil y política, requiere asumir la libertad individual como parte constitutiva de la soberanía política de una comunidad auto-determinada, donde se es libre en la medida en que se participa activamente en el devenir de dicha comunidad.

Pero el devenir de esta comunidad auto-determinada no debe idealizarse: no es producto de un “consenso racional” sino de la correlación de fuerzas entre clases y grupos sociales con intereses contradictorios en una relación de antagonismo. La diferenciación entre sociedad civil (que se reduce al, o se identifica con, el mercado) y sociedad política (que se reduce al, o se identifica con, el Estado), entre el espacio privado y el espacio público, que se establece desde esta concepción individualista del liberalismo político, corresponde a la condición de posibilidad para la ilusión del “consenso racional”, en palabras de Mouffe. La “ilusión racionalista” del liberalismo nos presenta a individuos que actúan en el espacio público como agentes racionales, libres e iguales a través de procedimientos imparciales (el “velo de la ignorancia” a lo Rawls o la “situación ideal de comunicación” a lo Habermas), despojados de todo tipo de apetencias, pasiones, creencias e ideologías. Solo desde esta perspectiva, lo público, la sociedad política, aparece como un espacio neutral, de igualdad formal que no reconoce relaciones de dominación, opresión y/o explotación, en donde solo se expresan intereses en competencia en pie de igualdad. Las creencias, pasiones e ideologías individuales, que pudieran ser motivo de conflicto, son expulsadas del espacio público y recluidas al ámbito que se concibe como “estrictamente privado”, idealmente ajeno a la interferencia de lo público y a la aplicación de los principios que regulan la sociedad política. Por ello, la brecha muchas veces abismante que existe entre la igualdad formal que reconoce la sociedad política y que cristaliza en el derecho a voto con el que todas y todos contamos frente a las diversas formas de dominación, opresión y explotación que se siguen reproduciendo en la sociedad civil. Las contradicciones que emanan de esta brecha estructuran una serie de antagonismos sociales que redefinen y transforman las prácticas, instituciones y discursos hegemónicos a través de movimientos de fuerza, que se resuelven en la aleatoriedad de la lucha.

La “ilusión racionalista” de la democracia liberal no es únicamente el resultado de su concepción individualista, sino también de un enfoque estrictamente procedimentalista que despoja a la democracia de su dimensión normativa/sustantiva y que evade el conflicto y la lucha como elementos consustanciales a lo político. Se transforma la lucha en un simple juego de diferencias de intereses que se alternan la conducción del Estado, ocultando las relaciones de dominación, opresión y explotación inherentes al actual régimen. La democracia liberal, por tanto, no es ese espacio público neutral y con procedimientos imparciales, sino la cristalización institucional de los intereses de clase de grupos sociales específicos.

Superar el carácter elitista, individualista y procedimental de la democracia liberal nos exige transformaciones radicales a sus instituciones, prácticas y discursos legitimantes. No se trata de radicalizar o democratizar la democracia liberal, sino de construir una diferente, sobre otros supuestos, sobre nuevas bases. Allí está el desafío. Por lo pronto, la superación de la disociación entre representantes y representados, la superación de la dicotomía entre sociedad civil y sociedad política, la articulación de libertad individual con soberanía política, y el reconocimiento del conflicto y la lucha como elementos estructurantes de lo político, debiesen orientar nuestra reflexión para pensar y construir una democracia de nuevo tipo.

Joao Acharán