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Opinión

“Hay un día feliz»: La primera poesía de don Nicanor

Por: Jaime Galgani | Publicado: 24.01.2018
“Hay un día feliz»: La primera poesía de don Nicanor nicanor |
Los versos de “Hay un día feliz” corren con la suavidad con que un tren se desplaza sobre sus rieles, van desgranándose a un ritmo que no necesita ser aprendido, porque, a pesar de su endecasilabismo, a menudo asociado al soneto y a composiciones que necesitan ser breves por la naturaleza pesada del verso de once sílabas, resulta gozar de una agilidad sorprendente, aquella que le pudo dar solamente un Parra, poeta culto a pesar de sí mismo, poeta popular a pesar de su ineludible conocimiento de la poesía culta.

Mis primeras emociones fueron -como probablemente lo serán las últimas- en lengua castellana. Por eso no acostumbro alardear de Rimbaud, Baudelaire o Yeats, y menos de la Generación Beat, como hacen mis amigos letrados. Lo primero fue el romance, la copla, la redondilla, el popular octosílabo o el culto endecasílabo; lo demás es agregado, no despreciable en absoluto, pero, al fin y al cabo, una impostura más para adornar mi silabario. Y, entre esas emociones, ocupa un lugar primigenio y permanente el que he llegado a calificar como el poema de mi vida, “Hay un día feliz”, que escribió don Nicanor en su primer medio siglo de vida. Lo conocí entre los libros de texto de mi escuela rural nº 39, de Villa Alegre, y lo seguí leyendo hasta hacerlo parte de mi genética verbal. Lo conocí como se conocen las cosas que realmente interesan, es decir, visitándolo una y otra vez hasta darme cuenta de que más de uno de sus versos se habían instalado en mi memoria sin saber el porqué ni el para qué de tal afición, y sin saber ni sospechar siquiera que iba a ser precisamente el maestro de la antipoesía quien me introdujera en el amor más puro, más estable y fecundo de mi recorrido, es decir, el que habría de profesar por la otra, la vieja, la tradicional y eterna poesía en verso medido, ritmado y rimado, como son estas líneas que de tanto en tanto recuerdo.

A recorrer me dediqué esta tarde

las solitarias calles de mi aldea

acompañado por el buen crepúsculo

que es el único amigo que me queda.

Así recité alguna vez en las fiestas de aniversario de mis abuelos, así los repito en silencio cuando me doy tiempo para volver a la única tierra donde me reconozco auténtico, y donde puedo ver que “todo está como entonces, el otoño / y su difusa lámpara de niebla” comprendiendo, como hacen todos los viajeros, después de una soñada aventura por otras ciudades y otras impresiones, que “el tiempo lo ha invadido todo / con su pálido manto de tristeza”.  Resulta curioso ver que, a pesar de terremotos y remodelaciones, “todo está en su lugar; las golondrinas / en la torre más alta de la iglesia; / el caracol en el jardín, y el musgo /en las húmedas manos de las piedras”.  No lo pude advertir cuando tenía diecisiete años y sacudí el polvo de mis zapatos para escaparme a vivir la vida de a de veras, la que todo joven criado en la provincia desea emprender alguna vez, pero Don Nicanor ya me había dicho que aquel era “el reino / del cielo azul y de las hojas secas / en donde todo y cada cosa tienen / su singular y plácida leyenda”.

Así pues, aquel antiguo poema de 1954, siendo un texto para aprender de niño, resulta ser un poema para recitar de adulto, de viejo, de casi arrepentido errante. Es un poema útil para verificar el acento de austera y simple verdad que tenían las sentencias tutelares que se oían repetir de la boca de los viejos. “¡Buena cosa, Dios mío!; nunca sabe / uno apreciar la dicha verdadera. / Cuando la imaginamos más lejana / es justamente cuando está más cerca”. Ya lo cantaba también Mercedes Sosa: “Enamórate aquí / en la luz mayor / de este mediodía / ¿dónde encontrarás / con el pan al sol / la mesa tendida?”, para terminar recomendado: “Por eso muchacho no partas ahora / soñando el regreso / el amor es simple / y a las cosas simples las devora el tiempo”.

Esa tonalidad de los años presurosos, pariente de la nostalgia y del “tempus fugit”, esa sensación de percibir el tiempo como una divinidad atroz que termina destruyéndolo todo, a veces nos parecía simple reclamo estoico o necesidad lírica de argumentos para sufrir, afición de poetas y de melancólicos bohemios. Sin embargo, cuando todo comienza a aterrizar, cuando por todos lados la muerte va operando la obra interminable de la vida efímera, entonces ya nos parece más real “que la vida no es más que una quimera; / una ilusión, un sueño sin orillas, / una pequeña nube pasajera”. Así aprendí yo el barroco; de la mano de Don Nicanor.

Sin embargo, presiento que algo que trasciende la cuestión del contenido me atrajo a aquel poema escrito hace más de sesenta años. Debe de ser, como leí hace un tiempo de unas palabras de Skarmeta dedicadas a ese texto,  que en él está presente el presupuesto menos evidente pero el más necesario para que unos versos pasen a ser parte del imaginario de un pueblo: su naturalidad. Debe de ser que en ellos se cumple muy bien el adagio de que siempre es mejor un libro que habla como un hombre que un hombre que habla como un libro. Y, si me apuran, el de un libro que habla como uno. Por eso, los versos de don Nicanor no tienen sabor a cosa forzada, a licencia poética, a requiebro lingüístico, a cultismo alambicado. Y si por contenido se acercaba al barroco, en cuestión de forma se aleja de él o, por lo menos, se acerca a esa otra forma del barroco que se dio en llamar Conceptismo, herencia que nos dejó el quevedismo, lejano al cultismo gongorino y cercano a la cadencia hispánica que adoptamos en nuestra poesía latinoamericana. Los versos de “Hay un día feliz” corren con la suavidad con que un tren se desplaza sobre sus rieles, van desgranándose a un ritmo que no necesita ser aprendido, porque, a pesar de su endecasilabismo, a menudo asociado al soneto y a composiciones que necesitan ser breves por la naturaleza pesada del verso de once sílabas, resulta gozar de una agilidad sorprendente, aquella que le pudo dar solamente un Parra, poeta culto a pesar de sí mismo, poeta popular a pesar de su ineludible conocimiento de la poesía culta. Si algún día alguien me preguntara sobre cómo hablamos los chilenos, diría que lo hacen como él. Leerlo ya no es cuestión de favoritismo o antinerudismo o cualquier otro “anti” que pudiéramos imaginar; simplemente es cosa de identidad.

He llegado a concluir que “Hay un día feliz” es el mejor poema de mi vida. En primer lugar, porque el mejor poema no suele ser el que uno escribe, sino el que lee; aquel que, en alguna circunstancia, sugirió en uno algo que fue como una revelación. En efecto, con esas palabras, yo salí del reino prosaico de la enunciación denotativa e ingresé en el paraíso del sentido que vuela más allá del decir y que recoge un cierto sabor de esencialidad en medio de las precarias condiciones en que todos debemos vivir. En segundo lugar, porque a veces sucede con un poema como lo que nos pasa con ciertas personas que amamos. No son las mejores ni las más perfectas, pero son la compañía que mejor calza con nuestros afanes y sintonías. Y en tercer lugar, porque quizás hace cuarenta y tantos años, cuando me encontraba en la primera primavera de mi vida, ya tenía la precoz intuición de que, algún día, habría de decir con certeza que la única verdad potente y definitiva es que el tiempo termina borrándolo todo, “como una blanca tempestad de arena”.

Hoy día, cuando Don Nicanor ha muerto, muchas voces de nostalgia han surgido espontáneamente desde todos los sectores. Incluso, nuestro presidente electo, particularmente asertivo en esta oportunidad, dijo unas palabras que hacen eco con esta reflexión: “Lo único que le faltaba para ser inmortal era, precisamente, haber dejado este mundo terrenal”. Parra jugó mucho con el vacío, pero esa jugarreta existencial rubrica para siempre un nombre que no ha de pasar como la arena ni ha de ser borrado tan fácilmente por cualquiera tempestad.

Jaime Galgani