Avisos Legales
Opinión

La nueva (y vieja) Constitución de Bachelet

Por: Gustavo González Rodríguez | Publicado: 11.03.2018
La nueva (y vieja) Constitución de Bachelet proceso | Foto: Agencia Uno
Resulta un contrasentido que las propuestas de la DC (la primera en extender certificado de defunción a la Nueva Mayoría en vísperas de las últimas elecciones presidenciales y parlamentarias), parezcan predominar en el texto de nueva constitución que Bachelet remitió al presidente del Senado el martes 6 de marzo. Un perfume a gatopardismo.

Decepción es la palabra más certera para definir la sensación que deja el Proyecto de Nueva Constitución que la presidenta Michelle Bachelet remitió al Congreso a cinco días del término de su mandato. Decepción, sobre todo, para quienes creyeron que su llegada a La Moneda, como abanderada de la Nueva Mayoría y depositaria de algún modo de las movilizaciones sociales iniciadas el año 2011, significarían un cambio sustantivo del Chile post Pinochet.

Las 113 páginas del proyecto contienen certeros juicios críticos y condenatorios sobre algunos pilares de la Constitución de 1980, como su acento individualista, el carácter subsidiario del Estado y la ausencia de efectiva participación ciudadana, entre otros aspectos. Pero a la hora de aplicar ese diagnóstico, el proyecto propone cambios que no comprometen la persistencia del orden neoliberal en áreas tan sensibles como la previsión, la salud y los recursos naturales. E incluso, propuestas interesantes relativas a los pueblos indígenas y a la iniciativa ciudadana de ley están formuladas tímidamente, con miradas restringidas que dejan un perfume a gatopardismo.

O sea, un parto de los montes para un compromiso de campaña que, junto a las reformas educacional y tributaria, constituyó el eje de la convocatoria electoral de una Nueva Mayoría que con una base social y política ampliada, quiso superar las limitaciones de la Concertación.

Por eso mismo hay que mirar los cortos alcances de esta “Nueva Constitución” como resultado de las contradicciones que marcaron a la Nueva Mayoría. El ala derechista de la Democracia Cristiana, hegemónica en su momento dentro del partido, impugnó cuestiones fundamentales como la convocatoria a una Asamblea Constituyente. Este mismo sector, liderado por Ignacio Walker, gozó de un relativo liderazgo en instancias del intrincado camino que dispuso la presidenta Bachelet en su afán de aminorar tensiones en la coalición gobernante y al mismo tiempo preservar la promesa participativa que acompañó el lanzamiento del “Proceso Constituyente” en octubre de 2015.

Resulta un contrasentido que las propuestas de la DC (la primera en extender certificado de defunción a la Nueva Mayoría en vísperas de las últimas elecciones presidenciales y parlamentarias), parezcan predominar en el texto que Bachelet remitió al presidente del Senado el martes 6 de marzo.

No es el único contrasentido que refleja el sin duda tortuoso camino previo a la redacción del proyecto de “Nueva Constitución”. Un proyecto que en sus fundamentos argumenta sólidamente sobre el carácter ilegítimo de la Constitución de 1980 y que, sin embargo, no propone su derogación, sino modificación. “Artículo único.- Modificase la Constitución Política de la República en el siguiente sentido:…”, señala el texto al comenzar la parte propositiva del proyecto. Pareciera, entonces, que se pretende rendir tributo a las sucesivas reformas constitucionales que tuvo la carta pinochetista desde 1989, en especial a las que se aprobaron bajo el gobierno de Ricardo Lagos, quien llegó a sostener alguna vez que ya no correspondía hablar de la Constitución de 1980, sino de la “Constitución de 2005”.

Haría falta un “libro blanco” para conocer el impacto real que tuvieron en el texto sometido al Parlamento las modalidades de “participación pública” impulsadas por el gobierno entre abril y agosto de 2016, que incluyeron encuentro autoconvocados, con más de 200.000 personas, unos 17.000 participantes en encuentros en los pueblos indígenas e incluso a más de 400.000 niños en colegios. Esto, sin contar el olímpico desconocimiento que la llamada clase política hizo del aporte de las instancias independientes generadas desde bases de sindicatos, movimientos sociales y académicos, como el Foro por la Asamblea Constituyente.

En abril de 2017, al culminar, se supone,  ese proceso oficial de “participación pública” vio la luz el documento “Bases ciudadanas para una Nueva Constitución”. ¿Fueron necesarios entonces diez meses de deliberación y redacción en las cúpulas políticas y en los grupos de expertos constitucionalistas del gobierno para que solo el 6 de marzo de 2018 se enviara el proyecto al Parlamento? No se trata de rebatir porque sí el argumento de Bachelet de que gobernará hasta el último día de su mandato, sino de entender que una nueva carta fundamental no es lo mismo que el “bono marzo”, y que si la Nueva Constitución constituía uno de los ejes de su gestión como mandataria, correspondía de su parte un protagonismo proactivo al menos en el inicio del debate en el Parlamento, en lugar de dejar entregada la suerte del proyecto al próximo gobierno derechista.

Así, esta dilación viene a ser un elemento más a favor de la tesis de que el cambio constitucional, tanto en aras de sus efectos prácticos como de su carácter emblemático, fue desde el inicio del gobierno bacheletista una “papa caliente” para la convivencia interna de la Nueva Mayoría, donde no escasearon las demonizaciones desde la propia alianza gubernamental a la Asamblea Constituyente, mientras un Parlamento acosado por escándalos de corrupción reclamaba para sí el rol de “poder constituyente”.

Así, la instancia de llegada que se plantea ahora para el proceso es una “Convención Constitucional”, que sería convocada, precisamente, por los dos tercios de los senadores y diputados, como paso previo a la aprobación final del texto en un plebiscito, en el cual la ciudadanía tendrá solamente las opciones de “apruebo” o “rechazo”.

Un análisis pormenorizado de la propuesta presidencial reclama mucho espacio y habrá, ojalá, posibilidades de hacerlo si las autoridades del Parlamento que se instala el 11 de marzo abren nuevas instancias de discusión abiertas a la ciudadanía.

No obstante, van aquí algunos comentarios preliminares.

  • La propuesta de Bachelet define al Estado chileno como “democrático y social”, lo cual sugiere un paso delante de cara a la definición de “república democrática”, que hace la Constitución de 1980 como paraguas para el orden neoliberal y el Estado subsidiario. Sin embargo, en los artículos del nuevo texto en áreas sociales tan sensibles como el derecho a la previsión y la salud no se establecen obligaciones claras para el Estado tendientes a corregir (o nivelar) las actuales desigualdades, manteniendo la convivencia de sistemas privados y públicos. Algo similar ocurre con la educación superior, en cuanto a prestadores públicos y privados, sin marcar una obligación clara de gratuidad para los sectores de más bajos ingresos.
  • En cuanto a los pueblos indígenas se instituye el reconocimiento de sus derechos culturales y lingüísticos, así como el derecho a su patrimonio cultural, pero se omite cualquier referencia a sus derechos territoriales y recursos naturales (aguas, semillas), cuestión medular en los conflictos de las etnias originales con el Estado chileno y emprendimientos empresariales mineros o forestales.
  • Un tema que debería ser materia de profundo debate es el del terrorismo, donde la propuesta de nueva constitución mantiene la condena a esta práctica “en cualquiera de sus formas”. Una declaración ambigua que soslaya el terrorismo de Estado, a la postre la mayor forma de terrorismo experimentada en Chile desde 1973. Un Estado de derecho democrático y social, como el que se propone, debería ser explícito y tajante en esta materia.
  • Si alguien abrigaba esperanzas de que una nueva constitución corrigiera la concentración de la propiedad de los medios de comunicación en Chile, hay poco terreno para el optimismo. Como pequeño paso positivo se puede consignar que mientras la Constitución de 1980 prohibía únicamente los monopolios estatales (que nunca existieron), ahora se prohibirán también los monopolios privados, aunque al parecer podrán subsistir los duopolios y oligopolios. También se reconoce que los privados, las universidades y el Estado podrán tener estaciones de televisión u otros medios.

Las demandas del Colegio de Periodistas y de instancias sociales y académicas acerca del reconocimiento constitucional de los derechos a la comunicación y a la información son ignoradas en la propuesta de Bachelet. Un aspecto fundamental, asumido por varios países y propulsado por los relatores de libertad de expresión de las Naciones Unidas y la Organización de Estados Americanos, es también el reconocimiento en un plano de igualdad de la existencia de medios comerciales, públicos y comunitarios, aspecto también omitido en el proyecto, que tampoco habla de la posibilidad de legislar estos aspectos mediante una Ley de Comunicaciones o una Ley de Medios.

  • Posiblemente el único avance sustantivo en cuanto a abrir espacios a la participación es la “Iniciativa ciudadana de ley”, que podrá operar cuando el cinco por ciento del electorado presente una propuesta para esos efectos. Sin embargo, el mecanismo del plebiscito, que vendría a ser la instancia superior de soberanía popular en ámbitos legislativos, seguirá siendo un resorte exclusivamente presidencial para dirimir desacuerdos insuperables con el Congreso.

Dos apuntes para terminar:

  • Como ya han señalado algunos medios, los nuevos liderazgos políticos y sociales, surgidos sobre todo al calor de las movilizaciones populares de 2011, seguirán parcialmente discriminados por disposiciones de límites de edad para acceder a cargos cuya lógica es de difícil comprensión. Hay que ser mayor de 40 años para aspirar a presidenta o presidente y mayor de 35 para llegar al Senado.
  • De manera positiva se extiende el período presidencial a seis años, sin reelección a perpetuidad. Pero en cambio senadores y diputados podrán ser reelectos hasta por dos veces. Es decir, un diputado podrá gozar de la dieta por 12 años y un senador por 24 años. Y si un diputado logra llegar a senador, seguiremos contando con eternos parlamentarios, a contrapelo de los discursos de renovación de la política chilena.
Gustavo González Rodríguez