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El mercado y el “malestar del progreso”

Por: Camilo Sembler | Publicado: 16.03.2018
El mercado y el “malestar del progreso” |
Hay aquí, en suma, un malestar no hacia lo público, sino en la trama misma de la “vida personal”. Y sus raíces no hablan tanto de una “nostalgia de la comunidad”, sino más bien de la necesaria precariedad de una libertad cuyo disfrute se encuentra siempre expuesto a los vaivenes del mercado.

Hace unas semanas Nicolás Ibáñez —financista de la Fundación para el Progreso que ha albergado a más de un personero del próximo gobierno— destacaba en una entrevista la importancia de la “lucha por las ideas” hoy en Chile. Los cuestionamientos de los últimos años al “modelo” revelarían que, en vez de cerrar los ojos ante los críticos, correspondería más bien librar una batalla ideológica en su propio terreno. No negar la existencia del “malestar”, sino demostrar que sus causas remiten a los propios éxitos de la economía de mercado y la “revolución de expectativas” que ha traído consigo. Es decir, un “malestar del progreso”.

Esta tesis recorre desde hace un tiempo la discusión pública. Probablemente su versión más sofisticada es la que ofrece Carlos Peña en su muy comentado libro Lo que el dinero sí puede comprar. Su título lo muestra como una réplica del popular ensayo del filósofo Michael Sandel Lo que el dinero no puede comprar, pero es claro que Peña busca también ofrecer una interpretación alternativa del malestar y su relación con la modernización capitalista en Chile.

Su tesis puede ser resumida de la siguiente manera. La modernización guiada por el mercado (como aquella que ha experimentado Chile en las últimas décadas) no solo mejoraría el bienestar de amplias capas de la población (la expansión del consumo permite masificar el acceso a bienes hasta hace poco reservados solo para algunos), sino que al mismo tiempo realizaría “ideales morales” fundamentales: “El principal argumento a favor del mercado no es necesariamente la eficiencia, sino el hecho de que favorece la expansión y el ejercicio de la libertad concebida como la capacidad igual de los seres humanos de decidir el tipo de vida que quieren vivir” (164).

No es que el mercado suprima las desigualdades, subraya Peña, pero sí que éstas se vuelven más flexibles: frente al poder impersonal del dinero, se debilitan los privilegios hereditarios y las diferencias consagradas por la tradición. Junto con sus progresos, no obstante, la modernización capitalista generaría un inevitable descontento. El costo de diluir viejos privilegios y relaciones sería una “nostalgia de la comunidad” (…) “que alimenta el malestar o la desconfianza que desde antiguo acompaña al mercado” (170). Desde aquí, Peña hace ver finalmente la paradoja que envolvería a los críticos del mercado: “anhelar a ratos las consecuencias de la modernidad, la individualidad y la autonomía, rechazando las premisas y las instituciones que las hacen posibles” (135).

En este recorrido, sin embargo, llama la atención la imagen altamente estilizada y lineal que Peña ofrece de la modernización capitalista. El mercado aparece como una fuerza progresiva cuyas ambivalencias guardan relación sobre todo con los costos de superación del pasado y su constante evocación (el “reclamo de ciudadanía” es, según Peña, una de las formas contemporáneas que asume aquella “nostalgia”). Con ello, su argumento necesariamente subestima aquellos fenómenos que hoy (poniendo en duda la imagen de una modernización lineal) algunos analistas describen como una “refeudalización” del capitalismo. Esto es, el retorno bajo nuevas formas de patrones de distribución de la riqueza que, supuestamente, la modernización capitalista había abolido (por ejemplo, la consolidación de patrones hereditarios en la cúspide social y, en el otro extremo, formas de trabajo carentes de toda regulación que recuerdan tiempos premodernos).

Una segunda consecuencia de esta imagen estilizada y lineal de la modernización es la casi absoluta ausencia de aquel ámbito que antecede al mercado y hace posible su reproducción: el mundo de la familia y lo doméstico. En rigor, en el relato de Peña, la familia —así como otros “grupos de pertenencia” que expresarían aquella “nostalgia por la experiencia comunitaria” (173)— es concebida como una institución cuyo significado va necesariamente en declive a medida que avanza el mercado (“las fuentes más tradicionales de significado, como la Iglesia, el barrio, la clase o la familia, entran en una lenta delicuescencia, como ocurre cuando el consumo se expande” (237)).

Esta ausencia es llamativa por varios motivos. No pocos de la literatura que Peña considera vieron en las dimensiones afectivas y familiares de la “vida personal” también un ámbito fundamental (y distinto al consumo) de realización de libertad individual (la posibilidad de vivir como uno desee). Peña no cree, en todo caso, que el mercado sea nuestra única experiencia de libertad (también está la democracia), pero toda esta relevante dimensión más íntima de la “vida personal” y su significado para la libertad es pasada por alto en su relato. Por motivos no muy claros, sostiene que “de todas las instituciones sociales conocidas, no cabe duda de que el mercado es la que mejor realiza ese ideal” (224).

Y es en su diagnóstico del malestar donde esta ausencia adquiere un especial significado. A contramano de lo que sugiere su descripción, la reciente modernización neoliberal muestra que el significado de la familia está muy lejos de ir en declive. Muy por el contrario: la mercantilización de bienes como la salud o la educación ha vuelto a instalar en el seno de las familias el problema de gestionar su acceso, junto con una serie de trabajos de cuidados que son resueltos directamente o por redes informales de apoyo. En breve, la familia sigue siendo hoy una fuente de solidaridad y sentido especialmente relevante, incluso haciendo posible el acceso (vía endeudamiento) al mismo mercado.

Con todo, quizás podría replicarse que con esta descripción se trata solo de ofrecer una imagen “ideal” del mercado, no la descripción de una situación histórica específica. No obstante, es esta imagen la que determina el modo en que Peña concibe el malestar actual o lo que llama “la paradoja de Chile” que sirve como motivación al libro. Existiría hoy “una suerte de disociación entre la vida personal y la esfera pública. La primera satisfecha y la segunda no; la primera feliz y la segunda desdichada”, esto es, “los chilenos están cada día más satisfechos con su vida personal y, al mismo tiempo, descontentos e incómodos con las instituciones” (27).

Este diagnóstico solo se sostiene en plenitud si el significado de la “vida personal” es leído únicamente desde la expansión del consumo (de hecho, su imagen es para Peña la masividad del “mall”). Es cierto que, según distintos estudios, los chilenos tienden a evaluar de modo favorable su situación al compararla con su pasado familiar. Pero ello está lejos de transmitir una satisfacción plena con la “vida personal”. Tan expandido como el consumo es la inseguridad sobre el destino propio y familiar: el temor a perder lo alcanzado por la repentina pérdida del empleo, crisis financieras o enfermedades. O como consigna el último informe del PNUD: una “sensación generalizada de que es posible “caer” (ahora o en el futuro, ellos o sus hijos)”.

Hay aquí, en suma, un malestar no hacia lo público, sino en la trama misma de la “vida personal”. Y sus raíces no hablan tanto de una “nostalgia de la comunidad”, sino más bien de la necesaria precariedad de una libertad cuyo disfrute se encuentra siempre expuesto a los vaivenes del mercado.

Camilo Sembler