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Opinión

El año del perro

Por: Ivana Peric M. | Publicado: 26.03.2018
El año del perro perro |
El intento de Said de reconstruir la red existente entre los militares ejecutores de las atrocidades, representados por Juan, y los silenciosos auspiciadores civiles, representados por el padre dueño de una empresa forestal. Lo determinante es que en aquella relación solo uno de los extremos sufre del mismo modo que un perro que es sacrificado.

Las obras de la cineasta chilena Marcela Said han sido reconocidas por darle voz a personajes secundarios que traen a la memoria eventos traumáticos en los que tomaron parte. El que ha abordado con bastante insistencia es el opaco periodo de la dictadura chilena, disponiéndolo como telón de fondo de tres de sus seis filmes. En I love Pinochet (2001) el rol principal es jugado por un grupo de señoras idólatras que le rinde culto a Augusto Pinochet como si se tratara del protagonista de la historia de la salvación universal; en El mocito (2011) el foco está puesto en el hombre que trabajaba sirviéndole el café a los torturadores como si en cada una de las frases de su testimonio se revelara una nueva operación de los aparatos represivos del Estado; y ahora en Los perros (2017) pone en escena la mirada ingenua de Mariana, hija del dueño de una empresa forestal, que toma clases de equitación con un ex general como si con ello quisiera denunciar a todos quienes utilizan la categoría de “cómplices pasivos” para hacer valer una disminución de la responsabilidad para los que trabajaron tras bambalinas en función de la perdurabilidad de la dictadura.

La mirada de Mariana es la de la quien, al provenir de una clase acomodada en la que se le atribuye un rol disminuido a la mujer, juzga débilmente lo que ocurre a su alrededor comportándose igual que un infante. Es así como ante cualquier situación que intuitivamente roza en lo incorrecto, da un berrinche de tal calibre como si creyera que con ello bastara para suprimir la falta, y por ende la liberara de la obligación de unir cabos sueltos hasta dar con un panorama mayor de injusticia de la que esa situación es sólo un ejemplo. Del mismo modo que un infante mimado de clase alta, comienza a tomar clases de equitación con Juan, de quien se enterará luego que está siendo sometido a un juicio por los hechos cometidos en su calidad de general durante la dictadura. De ahí en más el filme muestra lo que la creciente atracción de Mariana por su misterioso profesor la lleva a descubrir, removiendo al menos por un instante su rutina centrada en el procedimiento médico para quedar embarazada al que estaba siendo sometida por un acuerdo aparente con su marido argentino.

La intriga que le provoca su profesor, que la lleva a experimentar una serie de acontecimientos que parecen ajenos a lo que su proveniencia dicta, es proporcional al cariño y cuidado que brinda a su perro a quien defiende con uñas y mugres frente a las quejas desmedidas de su vecino y de su marido. La doble relación que Said intenta intercalar entre ella y su profesor, y entre ella y su perro, es expuesta sin desafío alguno para el espectador haciendo evidente la metáfora. No sólo por correr con la misma velocidad a medida que avanza el filme, sino por pretender tejer todas las hebras que parecen sueltas por medio de la palabra dicha como si el rostro de Mariana, de Juan, del padre, del marido, o del perro fueran incapaces de mostrarse distintos a los de una foto de un árbol genealógico. Es así como sólo por los diálogos terminamos por entender el intento de Said de reconstruir la red existente entre los militares ejecutores de las atrocidades, representados por Juan, y los silenciosos auspiciadores civiles, representados por el padre dueño de una empresa forestal. Lo determinante es que en aquella relación solo uno de los extremos sufre del mismo modo que un perro que es sacrificado para cobrar por la impertinencia del dueño, obligándonos a poner nuestra atención sobre los que serían los verdaderos responsables de la Dictadura.

Se podría decir que detrás de esta metáfora del perro como objeto sacrificial en la que Said reconoce al general en retiro, se encuentra una comprensión rígida de comunidad al estar constituida, como sostiene el historiador francés René Girard, por una violencia originaria que se identifica con el sacrificio de otro. El problema es que al comprender a Juan metafóricamente como un perro, Said descuida la posibilidad fundamental de identificar en el perro a un otro que tiene algo en común con nosotros, y por lo tanto neutraliza la potencia misma de la mirada de Mariana. Es por lo anterior que el cine de Said más que proponer una lectura que reconstruya aquello que la Dictadura pretendió destruir, reafirma sin quererlo el paradigma de la repartición individual de responsabilidades y con ello anula cualquier afán de poner en común lo que no lo era. Como el cuadro Laura y los perros del pintor chileno Guillermo Lorca que aparece en el filme, Los perros termina por no ser más que un lienzo atiborrado de elementos con un principio de organización que otorga un carácter divino a aquello que, por el contrario, habría que desacralizar.

Ivana Peric M.