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Opinión

«Isla de Perros»: Otro embrujo de Wes Anderson

Por: Ivana Peric M. | Publicado: 22.05.2018
«Isla de Perros»: Otro embrujo de Wes Anderson anderson |
El nuevo filme de Anderson es una animación producido a través de la técnica, casi vintage, del stop motion, que tiene lugar en una ciudad costera japonesa llamada Megasaki que forma parte de la prefectura de Nagasaki y es gobernada por el alcalde Kobayashi, quien ha sido reelecto tras asumir el compromiso de hacer frente a una epidemia de gripe canina.

Vivir la experiencia de imbuirse en un filme de Wes Anderson es lo más cercano a lo que algunos pensadores identifican como la potencia del cine. Desde el inicio de cualquiera de sus entregas, en el que típicamente se mostrará a un libro abriéndose en su primera página, el espectador se abandona a sí mismo para naufragar en un mar profundo y de colores vibrantes. En este caso, la simetría opera como la corriente que produce el oleaje, y la cuidada composición como la estela traslúcida que caracteriza al agua salada. Es como si en aquel arrojarse al mar, que es la sala oscura de cine, se suspendiera todo juicio para dejarse envolver por este mundo de excesiva pulcritud en el que predomina la preocupación por imprimirle buen gusto a cada encuadre, y dar la sensación que es la situación la que se va moviendo ante nuestros ojos que permanecen fijos esperando captarla. De este modo, la forma de mostrar característica de Anderson funciona como un embrujo; el espectador se siente atraído al punto tal que al salir de la sala de cine no hay más posibilidad que el completo mutismo. Lo que se parece al efecto generado en quien se posiciona entre dos espejos y ve su imagen proyectada una y otra vez hasta el infinito; no hay explicación o lectura que se sobreponga a dicha sensación de embelesamiento.

En esta oportunidad, el mundo creado por Anderson que lleva por nombre Isla de Perros (2018) es un filme de animación producido a través de la técnica, casi vintage, del stop motion,  que tiene lugar en una ciudad costera japonesa llamada Megasaki que forma parte de la prefectura de Nagasaki y es gobernada por el alcalde Kobayashi, quien ha sido reelecto tras asumir el compromiso de hacer frente a una epidemia de gripe canina. A diferencia de su contendor, un científico que aseguraba que descubriría la cura a la gripe, la fórmula que lo lleva a mantener el poder es expulsar a todos los perros a una isla colindante conocida como “Isla Basura”. Para mostrar férreo cumplimiento de su promesa de campaña, Kobayashi elige como primera víctima del destierro a Spots, el perro guardián de su propio pupilo Atari. De ahí en más se nos muestra el enfrentamiento de dos posiciones; la de quienes apoyan a Kobayashi, y de quienes se resisten a ella expresando un fuerte amor por los perros. Esta última es sintetizada en el intento de Atari por salvar a Spots, cruzando primero por vía aérea el mar que los separa, y cruzando luego a pie la isla bajo la protección de un seudo-clan de cinco perros, que, dicho de paso, es un nuevo uso de la “estructura de trayecto” que adoptan la mayoría de sus filmes.

La satisfacción de haber disfrutado de un pieza delicadamente construida, rindiéndole culto al haiku y al teatro kabuki, y con un ritmo cautivador, nos hace por un momento perder de vista la relación de subordinación que el filme pretende instalar. La firma del decreto en que se ordena el exilio de los perros a la “Isla Basura” encuentra su fundamento en un hecho ocurrido en el pasado y que es explicado al inicio del filme en la voz del narrador, recurso usualmente utilizado por Anderson, que esta vez toma la forma de un perro. El poder que detenta la familia de Kobayashi, y que da lugar a la prefectura de Nagasaki, es derivado de la victoria en una batalla campal entre dos grupos que se enfrentan a muerte; el de los antepasados de Kobayashi, y la compuesta principalmente por un ejército canino. El costo de dicha batalla fue dejar vivir a los perros quienes, “20 años en el futuro”, han terminado por saturar la ciudad de Megasaki.

Contrario a lo que se podría pensar, este breve relato inaugural permite invertir el estereotipo de tirano oriental corrupto y de tintes comunistas que Anderson pretende instalar luego con Kobayashi, pues en la práctica es quien establece una relación de igualdad con los perros, en el sentido estricto que sus actos buscan vengar una historia pasada en la que se les reconoce haber articulado su propia historia de supervivencia. Por lo que la lucha de Kobayashi por convencer a la mayoría de sus compatriotas de que hay que expulsar a los perros afiebrados porque destruirán a toda la humanidad, no es más que una careta que oculta la intención de tomarse definitivamente el poder corrigiendo los errores de antaño. Lo que quiere decir que les atribuye agencia política en tanto enemigos potenciales de la estabilidad de su gobierno.

Lo anterior es desplazado por el exceso de entusiasmo y empatía que genera Atari en su cruzada por rescatar a Spots del calvario al que fue sometido, junto a sus congéneres, por edicto. Pero más que liberar a los perros de la injusticia a la que fueron sometidos, Atari y el colectivo de jóvenes agrupados bajo el nombre de “Pro Perros”, terminan por reafirmar una relación de subordinación de los perros a los humanos; no importa que se comuniquen a través de un lenguaje propio, que con un aparato sean capaces de traducir el lenguaje humano, e incluso que tengan prácticas democráticas, su convivencia con los hombres siempre estará determinada por la relación mascota-amo. Finalmente, lo que hace Anderson es vestirse de un hechicero que, a través de pócimas de brillantes colores, mantiene más vivo que nunca el liberalismo ingenuo.

Ivana Peric M.