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Opinión

El demonio populista en América Latina

Por: Sergio Villalobos Ruminott | Publicado: 28.05.2018
El demonio populista en América Latina populismo | Foto: Agencia Uno
El demonio populista es una marioneta que sacan a relucir, cada cierto tiempo, los titiriteros de la historia, aquellos que intentan controlar sus dinámicas desde una segura bambalina, sin sospechar siquiera que esa marioneta puede adquirir autonomía.

En el marco de los últimos procesos electorales en América Latina (Colombia, México y, recientemente, Venezuela y Chile) no ha dejado de resonar la advertencia relativa a los peligros del populismo. Ese monstruo construido por las derechas tradicionales parece ir asociado con procesos nefastos de polarización que habrían llevado a cruentas guerras civiles durante la segunda mitad del siglo XX.

En tal caso, populismo y polarización irían de la mano en la medida en que ambas construcciones retóricas parecen encarnar un sostenido miedo a las masas y a su potencial desestabilización no solo del orden republicano institucional, sino del frágil progreso económico en un contexto de globalización neo-extractiva y post-industrial. Frente a la amenaza populista habría que sumar fuerzas, otra vez en una Santa Alianza (o, al menos en su versión elitista y criolla), para asegurar la estabilidad política y socio-económica, difícilmente conseguida gracias a los procesos transicionales y de pacificación que marcaron a la región desde mediados de los años 1990. Sin embargo, en esta construcción del demonio populista falta una consideración histórica de sus diversas dimensiones, y esta falta de consideración no es solo un problema de carácter epistemológico, sino que pone en evidencia la lógica del cliché y del chantaje con que los medios y los operadores discursivos del statu quo siguen fabricando un consenso que les favorece. Intentaré, en esta columna, apuntar a estas dimensiones, aunque solo sea para cuestionar el uso irreflexivo e interesado del demonio populista en la producción de un miedo disciplinante de cualquier iniciativa democrática.

Lo primero que habría que sopesar es que el populismo es una noción polisémica que nombra no solo una determinada estrategia política, sino que caracteriza también a una serie de transformaciones históricas que, más allá de sus expresiones europeas, en América Latina estarían asociadas con los procesos de industrialización, de urbanización y con la configuración de sociedades de masas que presionan sobre las estrechas estructuras político-institucionales heredadas del siglo XIX. En efecto, las primeras caracterizaciones del fenómeno populista, a mediados del siglo pasado, provienen de la sociología estructural-funcionalista que lo concibe como efecto de una inmadurez institucional, de una falta de cultura cívica y, en última instancia, como expresión de formas de conducta desviada que serán corregidas con el pleno desarrollo de las pautas culturales e institucionales propias de una modernidad universalista y racional.

En este diagnóstico no solo resuena la monumentalización del modelo euro-americano de modernidad, sino también un viejo relato historicista que abunda en las historiografías liberales y conservadoras. En efecto, el fenómeno populista tiende a ser pensado desde el llamado caudillismo decimonónico, precisamente porque lo que unifica a ambos es la singularidad carismática de un líder que atrapa y engaña a las masas. Si el caudillismo aparece como un obstáculo del orden republicano (ese ya era el argumento de los liberales del diecinueve), el populismo amenaza a su vez el orden constitucional que tanto trabajo habría costado en la actualidad.

Según esta lógica historicista, ahí donde el caudillismo hizo tambalear la fundación de los nuevos estados latinoamericanos a principios del diecinueve, el populismo previo a las últimas dictaduras habría hecho temblar el orden democrático y fracasar el modelo desarrollista de industrialización, en la medida en que provocó una sobrecarga de demandas dirigidas al estado haciéndolo desembocar en cruentas intervenciones militares. Ahí mismo, el actual demonio populista parece acechar, otra vez, las precarias democracias latinoamericanas, con sus retóricas anti-capitalistas, democratizadoras o de justicia social.

Pero si las sociologías desarrollistas formalizaron el prejuicio “juristocrático” (la reducción de las dinámicas sociales a los presupuestos del derecho) de las elites latinoamericanas, las primeras teorizaciones marxistas no avanzaron mucho más allá en la comprensión del populismo. Articuladas por una teoría etapista y casi lineal de la historia, para estas versiones el populismo era una manifestación ideológica refractaria, un remanente de modos de producción tradicionales que flotaba en los intersticios del modo de producción capitalista y que debería desaparecer en la medida en que la revolución democrático-burguesa adquiriera plena vigencia.

El populismo no podía entonces ser ni homologado ni articulado con una política de clases, en la medida en que los intereses encarnados en el fenómeno populista parecían ser contingentes y no estructurales. En última instancia, el populismo como fenómeno histórico expresaba la imperfección del modo de producción capitalista en América Latina, y en cuento estrategia política era lo opuesto a una línea clara y coherente, es decir, adolecía de una falta de direccionalidad estratégica.

En este contexto, Ernesto Laclau aparece como uno de los primeros teóricos capaces de trascender el prejuicio historicista y juristocrático que había limitado a las teorizaciones previas sobre el populismo (Política e ideología en la teoría marxista 1978), pues gracias a sus investigaciones, el populismo emerge como efecto de una transformación de la política gatillada por la paulatina configuración de sociedades de masas en la región; sociedades que ya no podían ser descritas ni normalizadas con las herramientas teóricas, políticas y disciplinarias tradicionales. Ya desde sus primeras intervenciones, Laclau abre un camino que confirmará con sus trabajos posteriores, hasta llegar a La razón populista (2005), donde se cierra el círculo abierto a fines de los 1970, con la postulación de una contigüidad entre política, hegemonía y populismo. La lógica de su argumentación es la siguiente: la política no responde ni a un sistema de principios trascendentales, ni a procesos de contradicción alojados en algún supuesto sustrato ontológico; la política es la activa producción de oposiciones y antagonismos en un plano discursivo que permite la configuración de posiciones hegemónicas y contra-hegemónicas en torno al poder. En la producción de una fuerza contra-hegemónica es necesario entonces articular diversas posiciones, lo que permite entender la política no solo como producción contingente de antagonismos, sino también como una dinámica orientada por la “demanda”. La contra-hegemonía solo puede convertirse en hegemonía en la medida en que articule muchas demandas, lo que implica por supuesto que la práctica política es, esencialmente, una práctica populista.

Es evidente que Laclau retoma las contribuciones del filósofo italiano Antonio Gramsci, pero a diferencia de éste, para Laclau (y Chantal Mouffe), la hegemonía no tiene un centro determinado, es decir, no se constituye en torno a la centralidad estratégica del proletariado o de la lucha de clases, lo que implica no solo un desplazamiento post-marxista sino una complejización de las identidades políticas que ya no responden a lógicas extra-discursivas, sino que se configuran de acuerdo con procesos de universalización contingente. La primera consecuencia de esta lectura consiste en mostrar que el demonio populista actualmente esgrimido por los discursos de la derecha neoliberal es solo una estrategia retórica, ella misma populista, que intenta desactivar procesos de lucha contra-hegemónica, es decir, que intenta desacreditar posibles procesos de democratización. La segunda consecuencia es que la política, en la medida en que está referida a la condición inmanente y discursiva de las prácticas sociales y ya no encarna ningún tipo de presupuesto normativo o transcendental, es ella misma populista, y de lo que se trata es de producir (pues tampoco esta distinción está naturalmente dada) la diferencia entre populismos democratizantes y populismos neoliberales. La tercera consecuencia es que el rechazo neoliberal del populismo no solo repite un miedo a la multitud, al pueblo o a las masas (rotos, cabecitas negras, etc.) sino que expresa su falta de voluntad para asumir agendas democratizadoras que pudieran poner en cuestión sus procesos extractivos y de acumulación. Y quizá una cuarta consecuencia de este desplazamiento es que tanto el populismo como la polarización no son amenazas a la democracia, sino efectos de su propia performance, esto es, condiciones de su propia posibilidad. En otras palabras, los discursos anti-populistas y anti-polarización en la actual coyuntura electoral latinoamericana no son sino discursos anti-democráticos.

Sin embargo, más allá de las innegables contribuciones de Laclau, todavía es necesario reparar en un desplazamiento sintomático: mientras que por un lado la política ya no está articulada en torno a la contradicción o lucha de clases ni responde a la centralidad estratégica del proletariado, por otro lado, todavía Laclau y Mouffe piensan la política como una actividad orientada plenamente al estado, es decir, tramada por la lógica contra-hegemónica que es también estado-céntrica. No se trata de postular una práctica política más allá del estado, en una suerte de encarnación del alma bella, sino de mostrar que si bien las luchas por el control del estado son inevitables, estas luchas no pueden agotar la heterogeneidad de formas y prácticas políticas que parecen ir más allá e incluso contradecir el cálculo político electoral. Se trata no solo de la construcción de un estado transicional, que permita resistir la brutal acumulación flexible capitalista, sino de poner en cuestión la lógica de la hipoteca que piensa la democracia radical como un objetivo de largo plazo, solo alcanzable mediante sacrificios y restricciones impuestas como criterios de gobernabilidad.

Si la lógica hegemónica piensa las practicas democráticas solo en términos de la construcción de un estado transicional hacia el post-neoliberalismo, entonces no hace sino repetir la endémica limitación que toda teoría transicional carga consigo. No olvidemos que fue en nuestra transición donde, gracias a un uso interesado de Hannah Arendt, se pensó la democratización como una cuestión meramente procedimental, ajena a las demandas socio-económicas y de justicia social. Cualquier contaminación de la transición pactada con demandas radicales podía producir una nueva polarización y nadie quería retornar a la tutela militar y su férrea ley de hierro, prefiriendo, en cambio, la ley flexible del capital y su infinita promesa de felicidad.

En última instancia, el demonio populista es una marioneta que sacan a relucir, cada cierto tiempo, los titiriteros de la historia, aquellos que intentan controlar sus dinámicas desde una segura bambalina, sin sospechar siquiera que esa marioneta puede adquirir autonomía.

Sergio Villalobos Ruminott