Avisos Legales
Opinión

Las vidas que importan y las que no

Por: Danilo Billiard | Publicado: 09.06.2018
Un Carabinero asesinado vale la pena (literalmente) por el rol institucional en razón del derecho de propiedad, y parafraseando a Judith Butler, los otros muertos entonces no son dignos de duelo. Foucault afirmaba que el racismo era la justificación del homicidio; para los nazis prevalecía un criterio biológico, para nosotros el criterio es económico: la propiedad privada.

No es exagerada la defensa corporativa que Sebastián Piñera hace de Carabineros. Esta vez, el contexto es la muerte de un funcionario tras ser baleado por un adolescente infractor en la comuna de La Pintana. La relevancia de la institución policial indudablemente obedece a su rol en materia de prevención del delito, en una sociedad donde el delito contingente (celulares, automóviles, joyas, microtráfico, entre otros)  se ha transformado –con la cómplice mediación del aparato comunicacional– en el problema que más afecta la vida de los chilenos.

No había transcurrido un día desde el fallecimiento del Carabinero (el mismo que fuera procesado hace unos años por un crimen) cuando nos enteramos nuevamente por la prensa que un joven, en la misma comuna, fue atropellado por un carro policial con resultado de muerte, en medio de los operativos por capturar a los responsables del crimen del policía. Esta vez Piñera y su séquito de ministros guardan silencio. Los defensores de la vida y enemigos de la violencia también. No hay querellas del gobierno contra los presuntos responsables. No hay escándalo público por redes sociales, dramaturgia televisiva ni horrorización de la elite, como si se tratara –y permítaseme esta comparación que luego explicaré– de un judío muerto en la Alemania de Hitler, donde los cuerpos se clasificaban y jerarquizaban de acuerdo a una “herencia de sangre” (las razas), para dar curso a una “higienización” social mortífera, purificación del espacio vital.

Los silencios son parte de la violencia simbólica que no ha sido tratada en este país. Cuando Macarena Valdés, activista ambiental del sur de Chile, fue encontrada muerta en su domicilio, supuestamente a causa de un suicidio, tampoco se encendieron las alarmas. Luego supimos, tras los exámenes realizados al cuerpo de la fallecida dirigente, que las características que presentaba no coincidían con la hipótesis de la muerte por ahorcamiento, y en realidad se trataría de un crimen (cobarde, por cierto) a cargo de verdaderos sicarios (porque los sicarios no proceden de Colombia) de una empresa privada de energía, RP Global Chile Energías Renovables S.A, con la cual la comunidad Mapuche Newen-Tranguil, donde Macarena habitaba junto a su esposo y sus 4 hijos, mantenía un conflicto por la instalación de cables de alta tensión, nocivos para la salud humana (problemas que parecen no ser motivo de interés para la cartera de salud).

En Chile, sólo cuando la violencia afecta a las elites recién es plausible significarla. Tenían que escupir a Kast en el norte, lanzarle tierra, maniatarlo y darle unos golpes de puño, para que en santa alianza invocáramos el pacifismo democrático, y exigiéramos la expulsión de los alumnos involucrados y el pronunciamiento del Instituto Nacional de Derechos Humanos. Tampoco ha dicho nada Piñera de los espíritus que su gobierno insiste en despertar, azuzando a los espectros del negacionismo que ya le reclaman excesiva moderación. Es vergonzoso lo que ocurre en el corazón del poder legislativo (cada vez más denostado por el suprapoder del Tribunal Constitucional), donde algunos diputados no se sonrojan por ironizar con las violaciones a los derechos humanos, ya ni siquiera jugando al empate sino que apelando a un “pasado pisado” (los mismos que defienden posturas teológicas que datan de hace dos mil años), y si este presente es el lugar definitivo como nos han querido decir, entonces hemos arribado al infierno, no al paraíso.

El fraude en Carabineros no desata pasiones furiosas. No hay “detenciones ciudadanas” ni llamados al exterminio masivo de los hombres y mujeres que visten uniforme verde pese a que, de acuerdo a los montos que se han exhibido, estaríamos ante el verdadero “robo del siglo”. Lo mismo ocurre con los casos de colusión de empresas y corrupción en el sistema púbico. Por eso que declararse enemigo de la  “delincuencia” es impreciso, pues se trata de una categoría universal que no nos permite abordar ni entender la especificidad del problema delictual.

Ante todo esto, podemos recordar la detención de un ex funcionario de Carabineros del GOPE en 2016 (Danilo Rojas, “el héroe”) , quien se dedicaba a la nada honrosa labor de vender armas a narcotraficantes. Es un gesto significativo que se nos diga que una de las instituciones más importantes de Chile, es aquella que porta armas y tiene la facultad legal de hacer uso de éstas, en nombre de ponernos a salvo de un enemigo que nos asecha a diario. No cabe ninguna duda que las arengas para defender a Carabineros, se relacionan con su función “estructural” que no es prevenir el delito, porque si somos rigurosos con el paradigma hobbesiano, sólo puede protegernos del delito de la comunidad, una fuerza –el leviatán– que sea capaz de doblegar al delito, precisamente, ejerciendo el delito contra la comunidad. Multiplicación del delito.

De este modo, el derecho está íntimamente relacionado con la violencia. Es la espada del príncipe la que puede hacer valer la ley soberana. Como diría Benjamin, se trata de que la violencia no sea exterior al derecho, de modo que la disputa es por el control de la violencia, no por su erradicación. En este gramado discursivo, la institución policial se constituye sobre la base de las mismas prácticas delictuales, esta vez sometidas a protocolos, normas y especializaciones técnicas. Y siguiendo el sentido hobbesiano, se sabe que el delito no es otra cosa que el derecho natural –debido a la ausencia de límites restrictivos– de expropiar y dar muerte a otros. En el contrato, los súbditos debían ceder tal derecho al soberano, que los protegería de unos contra otros haciéndose para sí del derecho de muerte. Vaya paradoja: protege la vida quien tiene el poder de quitarla.

La tarea de Carabineros, la más sagrada de sus tareas, no es otra que garantizar la propiedad privada que autoriza la ley, que no es un objeto sino ante todo un título jurídico (en el entendido de que los bienes son conmutables en dinero) que legitima el proceso de apropiación que, de un modo nihilista, consiste en negar que otro se beneficie de la cosa apropiada, y esa negación opera mediante el derecho y su carácter privativo. Si somos de acuerdo a lo que poseemos, la sentencia de Locke sigue haciendo sentido, ya que en caso de que alguien intente robar nuestra propiedad (que en su análisis se trataba de una extensión de la personalidad), entonces era preciso incluso quitarle la vida. Ergo, individualismo propietario.

Pero tal vez lo más relevante sea constatar que el derecho de propiedad del individuo (expresión de su libertad) se verifica únicamente en la medida en que se incrementa a partir de la acumulación, lo que es proporcional a la expansión de la comunidad de los no propietarios. Esta reflexión la avala un informe reciente de la ONU: en Estados Unidos, el país más rico del mundo, viven 40 millones de pobres. El mismo informe es categórico en señalar que “la principal estrategia de EE.UU para abordar la pobreza es criminalizar y estigmatizar a los que necesitan ayuda”. Para que se tenga derecho de propiedad respecto a algo, hay otro que debe quedar excluido. Si la ley establece reglas sobre el proceso de apropiación, es decir regimenta sus formas admisibles e ilícitas, no es porque ésta sea externa a las relaciones de fuerza que allí se establecen sino porque sólo posteriormente –y una vez que han sido modificadas por la política– las legitima. De ello se sigue que los fundamentos del capitalismo son extrajurídicos.

En términos financieros, la capacidad de apropiación de los delitos comunes es mínima, si la comparamos con las millonarias cifras que rentabiliza el sistema crediticio que, de un punto de vista jurídico distinto al que hoy es hegemónico, podría ser considerado un delito. El caso de la colusión del papel confort es paradigmático: lo que se roba al individuo aislado, uno por uno, es una cifra de poca importancia, pero la acumulación del dinero en manos de un reducido grupo de propietarios da cuenta de cómo se han incrementado los niveles de acumulación de la riqueza en Chile y el mundo, de quienes tienen el control absoluto del mercado.

Cuando nos referiremos a la delincuencia en general, su significado remite a un tipo de sujeto con características muy bien definidas, y a las prácticas que tienen por finalidad contrarrestar sus acciones. Estamos hablando de jóvenes provenientes de sectores populares, en su mayoría pobres y con un largo historial de detenciones y, en la mayor parte de los casos, largas estadías en el Sename. Las imágenes de la delincuencia, la visualidad del delito, la exhibición mediática de sus prácticas, apunta a los más pobres, no a las elites. Las cárceles son para ellos; las multas, para los ricos, porque las pueden pagar.

Robar un vehículo, un teléfono celular, una gargantilla o asaltar un domicilio para conseguir dinero y estar dispuesto incluso a asesinar por ello, obedece  a que los bienes que ofertan los nuevos escaparates digitales se dotan de un alto valor simbólico a causa de esta mediación. Si la promesa ha sido el acceso a los bienes tecnológicos de la modernidad, y éstos a su vez son presentados como el indicador de éxito en un individuo, no resulta extraño que un conductor sea capaz de dar la vida por defender su automóvil, y que un ladrón sea capaz de quitarle la vida por arrebatárselo. Los bienes apropiados son lo que dotan de cualificación al individuo. Para ser sujetos, entonces, nos hemos supeditado a la propiedad que nos hace objetos de ésta. La vida, es decir el ser humano, el cuerpo, en sí mismo carece de valor y se le puede castigar, constreñir y tratarle como a una mera tecnología, a nombre de una abstracción metafísica que lo trasciende y lo somete a su dominio. Antes, Dios; hoy, el capital. El capitalismo, asevera Benjamin con certeza, es una religión sin dogma que se nutre de otras religiones.

Y quien más valor tiene es, en definitiva, quien más apropia. Ese es el principio de inteligibilidad que determina el valor del individuo en el capitalismo. Por eso hay personas importantes, y el resto. Las referencias simbólicas ante todo: el colegio, las redes, los amigos, el apellido, la comuna, el barrio, los vecinos, los bienes apropiados (hasta la raza del perro, por decir lo más burdo). Todas las estratificaciones sociales se construyen a partir de estos elementos.

Un Carabinero asesinado vale la pena (literalmente) por el rol institucional en razón del derecho de propiedad, y parafraseando a Judith Butler, los otros muertos entonces no son dignos de duelo. Foucault afirmaba que el racismo era la justificación del homicidio; para los nazis prevalecía un criterio biológico, para nosotros el criterio es económico: la propiedad privada. El nuevo racismo se vuelve contra los pobres, son el chivo expiatorio ofrendado al sacrificio, culpables siempre del delito del que no son responsables, en una sociedad todavía obnubilada por una visión teológica que hace de las desigualdades un hecho natural; que patologiza las conductas delictuales, criminaliza a los adolescentes infractores y los encierra, en un país que se ha agenciado un lenguaje criminal (cada vez más parecido a Estados Unidos), donde se defiende la vida de unos –los que “se merecen la riqueza” acumulada– dejando la de otros, la de muchos, millones, a merced de la necesidad: entregados a la muerte.

Danilo Billiard