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1,2,3 por mí y por todas mis compañeras

Por: Vicenta Pesutic García | Publicado: 15.06.2018
1,2,3 por mí y por todas mis compañeras | / Agencia Uno
Porque en lo único que con seguridad estaríamos absolutamente todas y todos de acuerdo es que se nos pasa, a cada una, a cada uno, muy rápido la vida. Y con esto último es con lo que justamente se emparenta toda la parte práctica de la lucha de género: la búsqueda de igualdad en las condiciones laborales y remuneraciones, la implementación de una educación no sexista, la regulación del acoso y abuso en cualquiera de sus manifestaciones. La transformación de la posición de la mujer en el ámbito cívico y público.

Sabe Dios qué angustia te acompañó
Qué dolores viejos calló tu voz
Para recostarte arrullada en el canto
De las caracolas marinas
La canción que canta en el fondo oscuro del mar
La caracola
-Alfonsina y el Mar

Insistir, afirmar que el movimiento feminista constituye una lucha milenaria, no es sólo un decir: Teodora, emperatriz y corregente del imperio Bizantino, ya en el siglo V –hace unos 1.600 años atrás- decretaba una serie de leyes de protección a la mujer, entre las que se encontraban la primera Ley de Aborto de la Historia y un código de regulación y seguridad del ejercicio de la prostitución. Pero claro, esto no nos lo enseñaron en la escuela. Teodora fue esposa de Justiniano, el emperador que se hizo famoso por llevar al registro escrito la ley romana, hasta ese momento principalmente de carácter consuetudinario (oral); pero que Justiniano aunó y compiló la legislación, sellando con ello la historia del derecho en Occidente, sí que lo aprendimos en nuestras clases escolares. Es más: tampoco aprendimos la importancia del imperio Bizantino en sí mismo, emplazado en territorio clave y capital esplendorosa del mundo medieval durante diez siglos. Claro: después del reordenamiento mundial llevado a cabo tras el colonialismo europeo y las dos guerras mundiales, importaba más bien que supiéramos que los casi mil años de medioevo no sólo eran una edad oscura (donde las mujeres reinaban, establecían leyes sanitarias para su resguardo y, es más, se reunían como ‘brujas’ en torno a tenebrosos rituales en medio de bosques infranqueables), sino que además atingente exclusivamente a los pequeños y más bien jóvenes países de la Europa Occidental, que serían los que, curiosamente, se posicionarían más tarde como nuestros educadores, nuestros referentes, nuestras autoridades económicas, hasta el día de hoy. Dos versiones históricas, entrelazadas, tejedoras de un silencio sepulcral. Silencio para la América colonizada. Silencio para un Oriente medio cuyos recursos siguen aún hoy en disputa. Silencio para todas las mujeres que, organizándose sistemáticamente, han procurado alzar su voz y equilibrar el horizonte desquiciado de la estructura patriarcal. Silencio cómodo a la perpetuación del dominio de unos pocos sobre otros. Historia conocida.

Que las mujeres han sido relegadas al espacio de lo privado y los hombres han dominado el espacio público es algo evidente, para cualquiera que se detenga a pensarlo, con más o menos conocimiento histórico. Que la Historia que hemos recibido en los libros proviene en su gran mayoría, consiguientemente, de pluma masculina, también lo es. Lo que parece no serlo y que por tanto se vuelve necesario agregar a este punto de la discusión es que vivimos en una sociedad occidental que le da valor social sólo a esta última dimensión, la de lo público (allí donde ser dueña de casa no es considerado un trabajo, o entregar conocimientos basados en la experiencia y en la herencia oral de una familia o de una comunidad no se considera un mecanismo válido de enseñanza a nivel formal), por lo cual el argumento de defensa de la diferencia natural y “necesaria” entre hombres y mujeres y de los roles de género tradicionales como respuesta al problema de género, se vuelve inmediatamente indefendible. Intentar afirmar entonces, como lo han hecho algunos conservadores, que la salida única al problema estaría en promover precisamente la revalorización del mundo íntimo y sus labores asociadas (casa-hijos-cuidados personales), es también impensable, incluso ridícula, en un mundo actual hiper-poblado, hiper-mediatizado, globalizado, donde las esferas pública y privada han llegado a un punto tal de imbricación que son difícilmente separables, y donde la apertura e interdisciplinariedad de los conocimientos, la integración de las culturas y la horizontalidad de toda índole en las relaciones humanas se están abriendo como caminos urgentes y parecen ser las directrices del futuro.

Esta relación actual compleja entre lo privado y lo público (y los roles de género que dentro de ella se desenvuelven) es fundamental para la discusión, por el simple hecho de que el valor social que se le da a algo o a alguien no sólo se presenta como validación del otro sobre mí o de mí sobre otro -o de ciertas sociedades sobre otras, o de ciertas clases sobre otras-, sino que a raíz de lo anterior se topa directamente con esferas tan delicadas como la búsqueda del sentido de la vida, el logro de la felicidad o el uso del tiempo limitado -por la muerte- del que disponemos para vivir: qué actividades puedo realizar, cuáles no, cómo y por qué recibiré o no reconocimiento, qué tipo y cantidad de esfuerzo debo poner en desarrollarme, cómo o en qué medida puedo alcanzar el disfrute de mi propia vida cotidiana, cómo o cuándo es que se me pasó o no la vida de largo. Hasta con esta última pregunta se topa. Porque en lo único que con seguridad estaríamos absolutamente todas y todos de acuerdo es que se nos pasa, a cada una, a cada uno, muy rápido la vida. Y con esto último es con lo que justamente se emparenta toda la parte práctica de la lucha de género: la búsqueda de igualdad en las condiciones laborales y remuneraciones, la implementación de una educación no sexista, la regulación del acoso y abuso en cualquiera de sus manifestaciones. La transformación de la posición de la mujer en el ámbito cívico y público. La prosecución de una vida digna para todas y todos, al fin y al cabo.

Suelen equivocadamente entenderse las proclamas del feminismo -primero por la falta de educación generalizada y segundo por el manejo irresponsable, errático, deficiente y muchas veces derechamente mal intencionado de la temática por parte de los monopolizados medios de comunicación- como cuestiones que las mujeres “quieren” o “buscan” obtener para sí como género, como si la lucha respondiera a un deseo irrefrenable por algo “externo” que no nos corresponde por naturaleza, cuando las mujeres lo que buscamos en realidad es regresar a un estado de derecho y de igualdad social del cual nos suponemos acreedoras por nuestra propia condición humana, lo que no puede responder entonces a ninguna aspiración arbitraria ni, incluso, a ningún tipo de exigencia, sino que a una necesidad urgente de la sociedad toda. Y aquí el desacierto fundamental es la oposición que se suele hacer banalmente entre «feminismo» y «machismo», error conceptual básico, en la medida en que el machismo es una conducta arraigada históricamente y que tiene la validación de una sociedad completa y se reproduce libremente, por tanto, en toda su variedad de prácticas, y el feminismo, en respuesta clara, es la lucha para que esa condición opresora termine, no significando en ningún caso la imposición de las mujeres por sobre los hombres. Que los hombres se sientan ofendidos en tanto hombres por el avance de la discusión de género es, en consecuencia, absurdo. Porque no: no le estamos usurpando su lugar, señor, estamos reivindicando el nuestro. No, no nos interesa masculinizarnos señora (aunque la que quiera que pueda sentirse libre de hacerlo), nos interesa vivir con tranquilidad. Y que usted también, de paso. Este mismo principio, este malentendido de base, se vincula sin duda con el canto femenino que se escucha en las calles y que hace referencia al respeto al consentimiento sexual: “No, no, NO es NO. ¿Qué parte no entendiste, la N o la O?”. ¿Es que alguien podría acaso responder con propiedad qué parte es realmente la que no se entiende? ¿o es que parte de la población sencillamente no quiere aceptar lo que está ocurriendo socialmente por egoísmo, por soberbia, por comodidad, por temor, o por desidia?

Ciertamente, en parte de lo que al feminismo atañe, estoy segura de que a ninguno de los hombres que defienden los piropos callejeros o tildan de exagerado al movimiento les gustaría oír de un coetáneo que su hija o su sobrina, de 13, 14 o 15 años, tiene un cuerpo deseable, ni mucho menos enterarse de sus fantasías sexuales con ella, niña aún, ante sus ojos. Ni tampoco oír a diario y sin descanso insinuaciones sexuales incómodas y/o violentas de algún errático pretendiente del sexo opuesto o de alguna mujer no deseada por él. Y es aquí donde se levanta una tremenda paradoja, que lo único que hace es cristalizar el a su vez tremendo temor que esta misma sociedad ha inoculado en los hombres: el temor a enfrentarse a sí mismos, a su universo íntimo, a sus propios deseos, traumas –algunos por abuso propiamente tal- y frustraciones respecto de su masculinidad, e, incluso, a su prohibida sensibilidad femenina. Conectarse con el movimiento feminista, con el destape de la temática de género y con la serie de denuncias públicas relacionadas con ella los obliga a revisar sus propias experiencias, a evaluar su propio comportamiento y a ahondar, así, en una dimensión desconocida, perturbadora y, por qué no, difícil para ellos, que además y para colmo amenaza con desplazarlos de sus puestos acostumbrados de autoridad o poder. Esto adquiere tal grado de importancia para la discusión, que, más allá del debate público, se pueden observar fácilmente procesos sobrecogedores de negación psicológica de orden personal: podemos leer a profesores acusados de abuso sistemático opinar a destajo sobre el problema de género, podemos escuchar a hombres acusados y sentenciados por violencia burlarse con desfachatez de las acusaciones entre sus amigos, podemos enfrentarnos a moralistas espantados por las performances desnudas de las jóvenes protestantes en las calles que sin embargo no dudan un segundo al gozar con la explotación del cuerpo femenino semidesnudo en revistas, concursos o programas de televisión, o a conservadores haciendo campaña activa contra el aborto mientras pasan los viernes en el prostíbulo con menores de edad y los domingos en la Iglesia, o derechamente defienden o niegan crímenes de lesa humanidad en nombre de la patria.

Pero, sinceramente, ¿qué esperar? todo este enredo moral es consecuencia lógica del mismo sistema patriarcal que se viene criticando, cuya mención tanto espanto y prejuicio causa. Como alguien bien dijera alguna vez: si los hombres se embarazaran, el aborto sería legal. Porque dicho sea de paso, como puntualizara un lúcido filósofo argentino, el aborto no constituye un problema metafísico, acerca de dónde comienza o no la vida –que equivale a hacerse preguntas tan abstractas como si existe o no el alma, cuestión tan subjetiva como teorías al respecto maneja la ciencia o credos diversos existen en el mundo-, es un problema político. Y ante los problemas políticos, ante los problemas sanitarios, el conservadurismo se vuelve, paradójicamente, inmoral. Porque permite que se sigan perpetuando vergonzosamente las desigualdades sociales, que las mujeres sigan aún hoy abortando –recuerde el gesto de Teodora y cuente los años- en condiciones de inseguridad y riesgo para su salud, que miles de mujeres sigan siendo asesinadas y vejadas y que millones de jóvenes no tengan idea de cómo tratar su propia sexualidad. Y para qué siquiera tocar el tema de la lucha diaria y sostenida que han dado y dan las compañeras y los compañeros homosexuales, transgénero, indígenas e inmigrantes, todas y todos quienes han hecho explotar sobre la opinión pública, con justicia, esta bomba de tiempo.

Ante este escenario, más allá de agradecer a los contados hombres que lejos de violentarnos nos han acompañado en silencio o en algarabía, guardando respetuosos, para sí, su propio dolor, lo único que podría sugerirse a los demás es que salgan de su comodidad lo más rápido posible, porque si no la vida en cualquier momento los hará salir a fuerza: les destrozará sutilmente la luminaria pública durante una protesta cualquiera, les lanzará un escupitajo o un golpe inesperado tras un piropo callejero, les traerá la muerte espantosa de una hija, la violación aberrante de una hermana. Que se adentren, más allá de sus ficticias convicciones valóricas, en lo difícil que resulta enfrentar diariamente la contingencia, del mismo exacto modo en que las mujeres han enfrentado diariamente la puesta en peligro inminente de su vida y de su dignidad por el sólo hecho de ser mujeres, a lo largo de la mayor parte de la Historia. Y ni hablar de las diferencias de clase o de color de piel -o ambas al mismo tiempo-, que profundizan, por cierto, los horizontes del problema y dificultan doblemente la lucha. Para hablar de ello habría que escribir un nuevo y largo artículo, y no habría de escribirlo precisamente yo. Porque el feminismo no reverbera en su soledad contestataria, se inscribe dentro de límites definidos por el capitalismo, por el imperialismo y por el racismo también.

Habría que agradecer, habría que presentar, en nombre de las y los que vendrán, el más profundo respeto a cada uno de los chispazos que por lucidez, rencor o contrariedad llevaron a las chicas y no tan chicas hasta la cúspide impensada de controversia política en que hoy se encuentran; dejar de horrorizarse por el extremismo del movimiento, allí donde, para que gire la rueda de la Historia, tiene que haber más de alguien en la línea de fuego. ¿De qué otro modo, si no? basta con pensar en que, con radicalización y todo, todavía seguimos aquí, dándole vueltas y vueltas a los mismos dilemas, combatiendo desde la trinchera de la palabra; imagínense por dónde iría la discusión pública de no haber estallado la revuelta. Habría que hacer un salud por el futuro y por todas las compañeras que se desloman en las calles, en las aulas, en las oficinas o en el entreverado mundo de las artes. Por las compañeras del teatro callejero, por las maravillosas voces de tantas entrañables amigas cantoras, por el ingenio de tantas investigadoras y pedagogas invaluables, por la diversidad de talleres colectivos femeninos y feministas que se han expandido como nunca en ciudades y poblaciones. Habría que recalcar el gesto de grandísima y silenciada valentía que han cometido todas las mujeres que han arriesgado sus vidas por sus convicciones, jugando un papel delicadísimo, subrepticiamente enmudecido por la masculinidad más opresora posible: la de la militancia política, la del movimiento clave, la de la operación secreta, la del paso clandestino hacia la muerte. Hacia atrás y hacia adelante, todas las que, quemadas por dentro, desde la cuna de oro y desde la cuna de barro, van y disparan, después de haber caminado con discreta indiferencia por cualquier peatonal. Habría que seguir su ejemplo valiente, y el de todas quienes se han desnudado el torso en estos días y, por qué no, en el parasiempre histórico.

Porque además esta discusión olvida una dimensión fundamental, si no fundante: que del caminar sola y atemorizada por la noche de cualquier ciudad, o de la imposibilidad social de no poder hacerlo, se desprende no sólo la triste y evidente realidad de la violencia sostenida, sino que la espantosa privación de la experiencia poética. ¿Quién no ha querido alguna vez recorrer una ciudad vacía y expectante, de madrugada, ante el extraño -y único- arrobamiento que a veces produce la soledad? ¿Cuántas espléndidas impresiones acerca de la vida y del silencio se habrán dejado de conocer ante el freno del paso crucial, del paso aventurero? ¿Cuántos libros se habrán dejado de escribir, cuántas películas se dejarán de imaginar, cuántas canciones?

Sin afán de hablar por nadie ni de alzar la voz por quien pudiera hacerlo, el carácter aglutinador del movimiento nos obliga a ampararnos entre todas, a jugar con seriedad al 1, 2, 3 por mí: por todas nuestras abuelas abusadas, por la amiga brillante en su área que tuvo que renunciar al trabajo por acoso laboral, por la compañera de universidad que, pobre o extranjera, tuvo que soportar en silencio la lascivia de sus profesores por el apremio económico, por la compañera que fue violada durante toda su infancia por su padrastro y que hoy encabeza el movimiento feminista más radical, por cada una de las millones de mujeres que en este mismo instante están secuestradas por la trata de personas internacional siendo tratadas de manera infrahumana en nombre del comercio sexual ilegal, por todas las compañeras políticas presas que resistieron aun a costa de su propia libertad, por las compañeras cautivas en angustiosas relaciones de pareja de maltrato y por todas las que han sabido denunciarlo, por todas las compañeras muertas por la misoginia, la homofobia y la xenofobia, por cada una de las amigas que pasaron un aborto o más de uno solas y asustadas en noches indescriptiblemente dolorosas, por la compañera que dejó su vocación de lado en nombre de la crianza de su hijo, por todas las pobladoras que se levantan cada día a organizar a su barrio sin perder una gota de convicción, por la compañera que nos dio alivio en una madrugada oscura sólo por su mirada cómplice al caminar por la vereda de enfrente, por todo lo que hemos callado y por todo lo que hemos vivido.

1,2,3 por mí y por todas mis compañeras.

Vicenta Pesutic García