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Opinión

De Rusia con amor (crónicas un poco futboleras): El puntapié inicial

Por: Daniel Noemi | Publicado: 15.06.2018
De Rusia con amor (crónicas un poco futboleras): El puntapié inicial DSCN1878 |
Comienzan las bengalas pero el sol no se pondrá y si lo hace solo lo hará por unos minutos. Noches blancas. Dostoievski vivía por estos lados. Raskolnikov merodeaba por estas calles. Claro que a él poco le debe haber importado el fútbol.

Llegamos a Leningrado demasiado tarde, me dijo un nostálgico peruano, que de seguro se sabía a Vallejo enterito de memoria, en el tren de Helsinki a San Petersburgo. Un trayecto elegido por muchos fanáticos: volar a Finlandia suele ser más barato y, quizá, hace que el impacto del viaje sea menor. Vaya a saber uno. Yo venía con mis ideas de los rusos, de las películas gringas, de los malos de las películas, de hackers de primera y caviar, de chicos y chicas duras, de chicos guapos y chicas ídem; en fin, Rusia, una película de Bond pasada por el cedazo de la Copa Mundial. Una Copa, claro está, sin Chile, lo cual hacía el viaje aún más extraño.

En el tren todos viajábamos con nuestras identificaciones mundialeras. Aunque eran las 8 de la mañana, la cerveza y el whisky pasaban de mano en mano. Un kiwi se ríe al saber que soy chileno. Me dice que estuvo en Brasil y compartió con muchos chilenos. Que lo que más recuerda son los insultos en las canciones. Lo repite. No sé si es algo de lo cual sentirse orgulloso o al revés. Supongo que más lo segundo. Lo bueno, pienso, es que al menos eso no se va a repetir.

El control de pasaportes es menos duro de lo que esperaba. Hasta creo que la policía me sonríe. Puede que esté exagerando, pero no mucho. Llegamos a San Petersburgo. No logro encontrar el lugar donde hospedo. Mi teléfono no funciona. Una mujer se acerca, me pregunta si puede ayudar. Llama con su teléfono al número que tengo. Todo se arregla. Ella fuma. Le doy las gracias. Se va. Mi imagen de Rusia cambia como el amor (o como el cielo en una tarde de tormenta).

En un par de horas juega Rusia con Arabia Saudita. Pero en las calles poco importa quién juegue. Poco a poco la fiesta comienza a armarse: gente de todos los colores, muchos iraníes, hombres y mujeres (¿no que tenían que andar con velo?) —grito de Ru-Sí-A, respondidos por Irán, irán— que se abrazan y confunden las banderas con los mexicanos que caminan por Nevsky Prospect e intentan convencer a unas chicas suecas que el futuro esta noche es posible y alguien destapa una cerveza y otra.

San Petersburgo es una ciudad donde el imperio de siglos se nota y sigue mostrando su caparazón: grandes edificios, monumentales iglesias, parques que en algún momento fueron el lujo de pocos y la explotación de muchos, hoy asombran y continúan marcando las diferencias radicales de un sistema salvaje. Pero hablemos de fútbol mejor. ¿No es Robbie Williams el que está cantando? ¿Y qué dice Putin? Mi ruso no es muy bueno, lo siento. Spasiba, pashalusta. No mucho más.

5 a 0. Un paseo. Un regalo. Demasiado fácil. Las vuvuzelas—ese ambivalente regalo sudafricano al fútbol mundial—se escuchan desde todos los palacios, desde las barcazas llenas de pequeños burgueses borrachos y post-proletarios soñadores. RuSÍa. Los mismos colores de la bandera chilena (y de tantas otras). Pienso en Pizzi. No me da pena. Hasta una leve alegría. Las nubes cada vez más majestuosas hacen su fiesta aparte. Paso a comprar unas cervezas y unos vinos (el Casillero está en oferta, cuatro lucas y media). Comienzan las bengalas pero el sol no se pondrá y si lo hace solo lo hará por unos minutos. Noches blancas. Dostoievski vivía por estos lados. Raskolnikov merodeaba por estas calles. Claro que a él poco le debe haber importado el fútbol. Pero quién sabe: quizá Crimen y castigo es una metáfora futbolística y los hermanos Karamazov un trío de goleadores melancólicos.

Las bocinas y la luz no me dejarán dormir. Mejor sumarse a la marea, dejarse perder en el mar de gente, en la algazara y algarabía de esta noche sin fin. Mañana será otro día, pienso, mientras veo a una pareja iraní besarse sin apuro, como si toda la ciudad, toda la historia —la pinche Catarina la Grande y el pinche Pedro y los Ivanes— no importasen nada. Y yo quiero prender un pucho, pero no tengo y voy a tener que ir a comprar o pedirle uno a alguien que camine, pensando (soñando aún) que esta ciudad tuvo otro nombre y que siempre termina de anochecer. Alguien que sepa que esto es lo que importa y que el resto, el resto son cosas del fútbol.

Daniel Noemi