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Opinión

La fábrica de nada, la tensión irresoluble de la izquierda revolucionaria

Por: Ivana Peric M. | Publicado: 25.06.2018
La fábrica de nada, la tensión irresoluble de la izquierda revolucionaria foto 1 |
En esta ocasión, la cámara se centra en un grupo de trabajadores de una fábrica ubicada en Póvoa de Santa Iria, Portugal que, tras enterarse del plan de los dueños de darle cierre, se ven obligados a enfrentarse a la disyuntiva de si aceptar la cuantiosa indemnización que se sigue de quedarse sin empleo, o no aceptarla para organizarse colectivamente en la operación de la empresa de ascensores ahora sin dueño.

La fábrica de nada (2017), la más reciente entrega del cineasta portugués Pedro Pinho, parece ser un filme hecho innumerables veces. Y es que con casi tres horas de extensión logra traer a escena algunos de los filmes más memorables de Charles Chaplin, los hermanos Dardenne, Ari Kaurismäki, Pier Paolo Pasolini, Béla Tarr, y Pablo Trapero, solo por nombrar algunos. De un modo particular se hace de la operación de convocar a referentes de todas las épocas y latitudes como si con ello quisiera mostrarnos que, a pesar del paso del tiempo, la misma pregunta es la que cruza toda la historia del cine. En esta ocasión, la cámara se centra en un grupo de trabajadores de una fábrica ubicada en Póvoa de Santa Iria, Portugal que, tras enterarse del plan de los dueños de darle cierre, se ven obligados a enfrentarse a la disyuntiva de si aceptar la cuantiosa indemnización que se sigue de quedarse sin empleo, o no aceptarla para organizarse colectivamente en la operación de la empresa de ascensores ahora sin dueño.

La mencionada disyuntiva va adoptando múltiples formas que se reúnen en un filme construido por capas que se van superponiendo al ritmo lento de una conversación trasnochada. Una primera capa muestra los vaivenes de la relación que un joven trabajador de la fábrica sostiene con una inmigrante que, por vivir atormentada por la tiranía del cotidiano, piensa en formas de sorprenderlo; con el gracioso hijo de la inmigrante que tararea canciones en inglés y le recuerda permanentemente que él no es su padre; y con su padre pescador que desolla conejos y lo alienta a realizar su propia ilusión de derrotar al capitalismo a través del uso de las armas. Una segunda capa muestra las complicaciones a las que se enfrenta el grupo de trabajadores ante el cierre de la empresa y lo que ocurre cuando deciden ocuparla impidiéndole el ingreso tanto a los administradores como a la policía. Y una tercera capa muestra a un intelectual español que, obsesionado por registrar experiencias revolucionarias del proletariado en todo el mundo, encuentra la fábrica de ascensores e intenta intervenir en dicho proceso que analiza a la luz de conversaciones con amigos que hablan el que parece ser el idioma del marxismo por excelencia.

Los variados puntos de contacto entre estas tres capas sirven para dirigir la mirada a la aparente tensión existente entre el interés personal y el interés colectivo, o en otros términos, a la cuestión de cómo realizar las necesidades básicas de comer, educarse, dormir, y calentarse, o las no tan básicas de tener un celular, el último artículo de moda, o cantar metal en un bar al mismo tiempo que conseguir invertir la relación de subordinación de la vida al trabajo. Dicha tensión, que es explícitamente dicha en el filme, es desplazada por la frase que hacia el final sale al unísono de la boca de los mismos trabajadores como si de un mantra se tratare; “sin hacer nada”. Es así como nos enfrentamos a escenas que parecen haberse emancipado de la cuenta del reloj en las que vemos a los trabajadores jugando al fútbol, haciendo una carrera alrededor del galpón montados sobre portas carga, o golpeando herramientas de fierro unas con otras hasta lograr una melodía; o a los rostros de los amigos intelectuales que sostienen discusiones inagotables en la tranquilidad de su hogar acerca de si es realmente revolucionario constituir una cooperativa o es más bien una forma de perpetuar el poder del capital.

Ese “no hacer nada” de los trabajadores es reflejado en la misma construcción del filme que, sin embargo exhibir recursos característicos de diversos géneros, se convierte en una pieza inclasificable; a pesar de que los trabajadores cantan y bailan, no alcanza a ser un musical, a pesar de que el intelectual interroga a cada trabajador frente a una cámara, no alcanza a ser un documental, a pesar de no utilizar actores profesionales y de lograr una sucia y azulada factura, no alcanza a ser hiperrealismo. La mezcla de recursos con la cual el filme se resiste a ser encasillado recuerda a ratos a la genialidad de Holy Motors (2012) de Léos Carax, en la que el protagonista a través de pequeños sketch formalmente diversos y no anudados bajo relato alguno interpreta de principio a fin a distintos personajes. Lo que quiere decir que en la potencia del cine de asociar elementos que en apariencia no conducen a nada está contenida la posibilidad de los trabajadores suspendan las lógicas de producción descarnada a través del “no hacer nada”.

Por lo anterior, lo importante de cara a pensar la tensión a la que se enfrenta cualquier izquierda no es la efectividad de definir una estrategia que dé lugar a una administración exitosa de la cooperativa. Antes bien, es en el solo hecho de que ocupar el tiempo y las máquinas que nos rodean en lo que no se supone que sean utilizados muestra que las condiciones en las que vivimos no son necesarias sino solo históricamente posibles. Finalmente, lo que hace que este filme no pierda actualidad sin perjuicio de haber sido hecho miles de veces, es justamente que instala otra vez la pregunta que el capitalismo pretende ocultar, cual es si es posible vivir en una comunidad de iguales.

Ivana Peric M.