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De Rusia con amor: Buscando el alma rusa

Por: Daniel Noemi | Publicado: 27.06.2018
De Rusia con amor: Buscando el alma rusa DSCN2496 |
Recuerdo haber visto un par de bares al otro lado del Kremlin. Cruzar el puente, cruzar la plaza y llegar a la parte moderna de la ciudad. Por lo menos 20 minutos. Pero no me queda otra y allá voy, apurando el paso. Un tipo toca el acordeón y un par de trotadores pasan sonrientes. En el puente unos chicos saltan al agua: diez o quince metros. Más allá una mujer, bella e imposible, le dice a un hombre, cierto y devastador, que esto no puede seguir así (a una hora de aquí, Dostoievski escribió Los hermanos Karamazov).

Alexander Nevski, santo de la Iglesia rusa y héroe de una obra maestra de Eisenstein, fue príncipe de estas tierras de Veliky Novgorod por allá en las primeras décadas del siglo XIII. Santo y guerrero y, ciertamente, no futbolista, su estatua al final de una hermosa costanera por la ribera del Volkhov, contempla el futuro y el pasado. Y fue aquí, en esta ciudad donde se fundó Rusia (dicen), llena de iglesias con cúpulas de ensueño y frescos de una ingenuidad maravillosa, que vine a buscar eso que llaman el alma rusa entre tanto partido de fútbol. Digamos de partida que no la encontré —probablemente mi condición pneumática me lo impide—; digamos, también, que el aire fresco, la llovizna leve (a lo Pezoa Véliz) y el rumor de los árboles, fueron un bienvenido respiro en el camino a la gran capital rusa.

Decía que Rusia dizque se fundó por estos lados. Curiosa expresión aquella: ¿Dónde y cuándo se fundó Chile? ¿En la Plaza de Armas en 1810 o en 1818? ¿Cuando Almagro llegó? ¿Cuando alguien dijo esto es Chile? ¿Cuando Neruda escribió el Canto General o Ercilla La Araucana? Pero yo ando por Rusia y no me voy a poner a discurrir sobre asuntos de los que poco y nada sé.

El Kremlin de Novgorod se conserva perfectamente. Una muralla rojiza que defendía al pueblo y su alma de las invasiones de apátridas, bestias y salvajes que, como siempre, resultaron ser más humanos y más simpáticos que los locales. En fin, las cosas no han cambiado mucho. Hay un monumento mandado construir en 1862 por uno de los Alejandros para conmemorar los mil años de la nación rusa. Saco la cuenta: 1156. Algunas de las iglesias comenzaron a construirse antes. ¿Qué hubo en ese antes?

En un bar de la calle Moscovaya, bebiendo una cerveza, masticando una pizza no tan mala, esperando el partido de Argentina, tocan música ochentera en inglés. El barman, flaco y muy joven, conversa con un amigo. No hay nadie más en el local. Me empiezo a preocupar: capaz que la pantalla gigante que proyecta los videos sea empleada para avatares más importantes. Le pregunto en mi ruso inexistente si van a dar el partido (fútbol se dice más o menos igual). Lo único que entiendo de la respuesta es niet. Lo que, según las películas que he visto, quiere decir no o algo parecido. Acabo mi chela y pizza, pago 400 rublos (como cuatro lucas) y salgo en busca del partido. Son casi las 9 y está totalmente claro —hoy es el día más largo del año y yo soy un pelotudo. Recuerdo haber visto un par de bares al otro lado del Kremlin. Cruzar el puente, cruzar la plaza y llegar a la parte moderna de la ciudad. Por lo menos 20 minutos. Pero no me queda otra y allá voy, apurando el paso. Un tipo toca el acordeón y un par de trotadores pasan sonrientes. En el puente unos chicos saltan al agua: diez o quince metros. Más allá una mujer, bella e imposible, le dice a un hombre, cierto y devastador, que esto no puede seguir así (a una hora de aquí, Dostoievski escribió Los hemanos Karamazov). Una mujer pide limosna. Pasa una familia en bicicleta. En una playa aún juegan vóley. Los leones de la entrada del museo, bostezan lánguidos.

Miro el reloj. Nueve y cuarenta minutos. Todo mal, calculé pésimo el tiempo. Pero no importa: veo un bar que promete. Entro, casi seguro de mi fortuna. Hay una pantalla plana, grande, impecable, impoluta… Está apagada. Miro a mi alrededor. Unas diez o doce personas conversan alegres o no y escuchan música en ruso. Me hago una pregunta leninista: ¿qué hacer? (¿matar un chanco a balazos?) Pido una cerveza, me armo de valor y le preguntó a la barwoman si dan el partido (indico con el dedo a la pantalla y digo: ¿fútbol?). Sin sonreír (sin decir una palabra), toma un control remoto y enciende el televisor. Cabellero le da un pase a un delantero croata.

La noche sigue iluminada, tenuemente la luna se asoma entre las nubes, cuando salgo de regreso al hotel. Puedo oír el rumor del río, el pasar de unos autos, unos pocos gritos, incluso el sonido de mis pasos sobre los adoquines. Nadie celebra, nadie tiene pena. La cúpula dorada de la iglesia de Sofía reverbera. El tipo del acordeón ya no está. Más a lo lejos, la estatua de Nevski, cabellera ondulando al viento, continúa su perpetuo mirar hacia el futuro y hacia el pasado. Su alma rusa debe andar buscando quién sabe qué y quién sabe cómo. Le deseo suerte. Mientras pienso en mi viejo y en su alma tan poco rusa y en la mía tan nada.

Daniel Noemi