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Opinión

Lukaku

Por: Federico Galende | Publicado: 17.07.2018
Lukaku lukaku 2 | Foto: Agencia Uno
A Connolly, Lenin lo leyó en un tren precintado mientras cruzaba los Alpes en dirección a Finlandia, inspirado en un Marx que en una de esas mismas calles de Bruselas tan despreciadas por Sebald, y tan justamente reclamadas hoy por Lukaku, se sentó una noche a redactar de un tirón el que sería a la larga el panfleto político más consultado de la historia: El Manifiesto Comunista.

A un fútbol de pases rápidos y tres o cuatro puntadas, donde lució anticuada la necesidad de tener la pelota y brillaron con mezquindad las estrellas más esperadas (Messi, Ronaldo, Neymar), se puede sumar como dato la total revelación del inmigrante africano, con los consabidos énfasis en un Pogba, un N’Gola Kanté, un Umtiti o los imparables Mbappé y Lukaku, este último hijo de un jugador pobre de las ligas menores de Bélgica nacido en El Congo. Casi dos metros, casi cien kilos en puro músculo, huesos y fibra le son suficientes para que lo vitoree, como si se tratara del Coliseo, una de las plateas más amnésicas de la historia de Europa, lo que no es poco decir.

Que cuando no andaba bien la prensa blanca pasara por alto su crianza en Bruselas llamándolo “el congoleño” y que, en cambio, lo bautizara como “el tanque belga” cuando hacía una diagonal o se iba a toda velocidad por una de las bandas, tratando de convertir a su delantero en un trofeo exótico más (los otros son muebles de teca maciza tallados por esclavos adolescentes bajo el látigo de los colonizadores, horribles colecciones de pitones embalsamadas, un monumento al león e hileras de palmeras cocoteras de varios metros imitadas a escala real), no es de extrañar. Joseph Conrad, de quien no se diría que hizo de la piedad una gala o del sedentarismo una carta de presentación, tuvo que prestarle la palabra a Marlow (tenebrosa horma de La tierra baldía de Eliot, del apocalipsis de Coppola, del célebre The End de los Doors) para que pormenorizara los revoltijos de estómago que él mismo sufrió mientras se internaba en un vapor por las tierras de Lukaku, de aquellos antepasados suyos, de aquel abuelo con menos suerte.

A orillas del segundo río más grande del mundo, descubrió el horror del que es capaz la ambición humana y la absoluta demencia con que los belgas llevaron a cabo su oprobiosa empresa colonizadora.

“En toda la historia del colonialismo, en su mayor parte aún no escrita, apenas hay un capítulo más lóbrego que el de la colonización del Congo”. La frase es de Sebald; en Los anillos de Saturno recuerda haberse alojado, hace ya cuatro o cinco décadas, en uno de esos hoteles horripilantes del Bois de la Cambre donde los belgas acumulan, junto a filas de colibríes disecados, cocodrilos repletos de hule y plantas de interior que emulan la selva congoleña, placas que conmemoran, a contracara de los arrepentimientos de Europa, sus masacres más espantosas en África.

El mal gusto va por partida doble y de todo esto Tintín en el Congo, conservador revés cómico de las melancólicas observaciones de Conrad –quien vio en los niños hambreados y los miles de esclavos sin manos, sin pies, enfermos y ejecutados a sangre fría cuando no tenían ya en qué ser útiles, la agonía de un pueblo que le desgarró el corazón–, no es más que un ejemplo. Tal vez por esto Sebald menciona que Roger Casement, encargado de redactar los primeros informes sobre los crímenes cometidos en “el curso civilizatorio del Congo contra la población autóctona”, trajo a la memoria exactamente lo mismo que Conrad trataba con todas sus fuerzas de dejar atrás.

El informe de Roger Casement data de 1903, cuatro años antes de que Conrad, a quien en medio de la locura dicen que el inglés que no hablaba comenzó a salirle a borbotones, publicara El corazón de las tinieblas y trece años antes de que lo condenaran a la horca en Irlanda, en el mismo 1916 en que fusilaron a su compatriota James Connolly.

A Connolly, Lenin lo leyó en un tren precintado mientras cruzaba los Alpes en dirección a Finlandia, inspirado en un Marx que en una de esas mismas calles de Bruselas tan despreciadas por Sebald, y tan justamente reclamadas hoy por Lukaku, se sentó una noche a redactar de un tirón el que sería a la larga el panfleto político más consultado de la historia: El Manifiesto Comunista. Fue en la Rue d’Orléans, donde trabajó premunido de una gran cantidad de cerveza belga y una pila de cigarros que fumó uno tras otro dejando a sus espaldas una inmensa nube de humo.

La nación de salvajes colonizadores, retratada por Casement, puede jactarse desde ese día de contar con el primer partido comunista del mundo. La feminista Helene MacFarlane, encargada de traducir el panfleto a la lengua que terminó por adoptar Joseph Conrad para el periódico Red Republican, no saboreó la palabra “fantasma” y en cambio prefirió la palabra “duende”:

“Un duende temible recorre Europa”.

Entre tanto Lukaku, a contrapelo de Conrad, cuyo fraseo comenzaba en polaco y terminaba en inglés, dice no tener problemas en iniciar una oración en francés y terminarla en lingala, su lengua y la de su abuelo, a quien confiesa querer dirigir una tarea imposible: contarle que acá en Europa, aunque él no lo crea, todo ha empezado a andar bastante mejor para ellos.

Federico Galende