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Todas abortamos, pero solo las más pobres mueren

Por: Meribel González | Publicado: 25.07.2018
Todas abortamos, pero solo las más pobres mueren A_UNO_968287 | / Agencia Uno
Hablar de aborto hoy en Chile es sacarlo de la oscuridad, es levantarnos por nuestros derechos sexuales y reproductivos. Es hacer frente al terrible desequilibrio de poder que nos somete a relaciones afectivas injustas, al sexo no deseado, a la continua negociación en el uso del preservativo, a ser las únicas responsables de prevenir un embarazo. Es impedir que sectores provida nos impongan su visión de mundo, aquel que habla de la vida de los niños y niñas mientras oculta los abusos sexuales de la iglesia y el saqueo del Sename que somete sus futuros a un infierno.

El año 2008 me encerré en un baño de la USACH y me hice un test de embarazo. No recuerdo en qué pensé durante la espera. Quizás intenté rezar o permanecí quieta con los dedos cruzados. Tal vez me mordí las uñas o solté algunas lágrimas. Pero cuando miré el test y confirmé que estaba embarazada, sentí el tiempo encima como una avalancha. Tenía que tomar decisiones trascendentales y aunque era responsable de mi familia y creía que la vida me había curtido lo suficiente, no estaba preparada para ser madre.

Han pasado diez años para “revelar” algo que hasta hoy consideraba un secreto. Despojarme de los miedos y la culpa que otros nos imponen por el hecho de decidir sobre nuestros cuerpos. Lo hago en el día en que miles de mujeres salen a las calles a lo largo de todo el país para exigir un aborto libre, seguro y gratuito.

Las católicas también lo hacen

Aunque el aborto ha caminado con nosotras a lo largo de toda la historia, fue con el cristianismo que se convirtió en un crimen al dotar de alma al embrión. La religión amparada además en las desigualdades, nos relegó a las mujeres más pobres al peligro de un aborto clandestino.

Yo esperé durante un mes para que llegaran las pastillas que me permitirían interrumpir mi embarazo. No me sentí sola, pues caí sobre una red de mujeres anónimas que tejen solidariamente el apoyo para un momento difícil. Cuando todo estaba listo, sentí miedo de entregar mi cuerpo a resultados inesperados, a jugar con la medicina, a preguntarme cuándo dejaría de sangrar.

No es el miedo lo peor que enfrentamos ante un aborto sino el castigo social, aquel que nace con la pregunta “¿cuándo comienza la vida humana?” y que solo pretende confundirnos, pues todos los componentes presentes en el proceso reproductivo, en todas sus etapas, desde los espermatozoides, óvulos y gametos, son humanos y están vivos. Aunque, como dijo el científico Croxactto, «una semilla puede llegar a ser un árbol y los huevos pueden convertirse en pollos, pero una semilla no es un árbol y un huevo no es un pollo» (Croxatto, 2001).

Me opongo a esa ideas defendidas con violencia por sectores vinculados a la Iglesia y la derecha que además pretenden ocultar que las mujeres católicas de todo el mundo también abortan. “En Estados Unidos, las estadísticas muestran que las católicas tienen la misma tasa de abortos que las demás mujeres de la población, pero superan a las protestantes. Por lo demás, los índices de abortos no son más bajos en países con poblaciones mayoritariamente católicas, como sucede en América Latina”, afirman los investigadores Aníbal Faúndes y José Barzelatto.

El doble estándar en el que vivimos evita preguntarnos ¿por qué las mujeres no podemos decidir sobre nuestros cuerpos?, ¿por qué la sociedad nos impide nuestra autodeterminación? Para el Estado somos madres ante todo y para asegurar que continuemos siendo esclavas del trabajo reproductivo, confiere a la maternidad un valor superior, pero somos nosotras las que enfrentamos la explotación en nuestras casas y puestos de trabajos. El capitalismo y el patriarcado avanzan juntos sobre nuestras vidas para beneficiar a unos pocos, los mismos que construyen leyes a sus medidas para impedir nuestros derechos sociales.

No bastan tres causales

Mujeres de distintos lugares del mundo se levantaron este año para exigir sus derechos. La experiencia en Argentina nos remeció, impulsándonos a enfrentar las profundas limitaciones que demostró la puesta en marcha de la ley de aborto en tres causales — inviabilidad fetal, riesgo de vida de la madre y embarazo por violación—, ante la negación de los médicos chilenos que se ampararon en la objeción de conciencia.

El aborto inducido sigue siendo una realidad en Chile y aunque no existen estadísticas anuales “según cifras del Ministerio de Salud, se realizan más de 33.000 abortos por año, es decir 90 abortos diarios en promedio. Sin embargo, otros estudios estiman la cifra entre 60.000 a 70.000 abortos al año, mientras que otros la sitúan en 160.000 abortos por año”, señala Amnistía Internacional.

En este sentido, el aborto también es un problema de salud pública pues en un país donde el aborto es legal y los servicios son adecuados, ninguna mujer que decida abortar tiene que poner en riesgo su vida. Es por esto que hablar de aborto hoy en Chile es sacarlo de la oscuridad, es levantarnos por nuestros derechos sexuales y reproductivos. Es hacer frente al terrible desequilibrio de poder que nos somete a relaciones afectivas injustas, al sexo no deseado, a la continua negociación en el uso del preservativo, a ser las únicas responsables de prevenir un embarazo. Es impedir que sectores provida nos impongan su visión de mundo, aquel que habla de la vida de los niños y niñas mientras oculta los abusos sexuales de la iglesia y el saqueo del Sename que somete sus futuros a un infierno.

Sabemos que existe el peligro en que toda esta lucha termine en un proyecto de ley hecho a la medida de quienes nos gobiernan. Es por eso las mujeres hemos decidido organizarnos a lo largo todo el país, a través de nuestros colectivos, sindicatos y asambleas territoriales para convertirnos en protagonistas de nuestra historia. El mar de Chile se ha recogido y la fuerza de la ola feminista dependerá de nuestra capacidad de unir nuestros trabajos en las escuelas, trabajos y territorios.

Meribel González