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Alto Hospicio: Las heridas que no cierran

Por: El Desconcierto | Publicado: 29.07.2018
Alto Hospicio: Las heridas que no cierran IMG_8058 | Foto: Urbatorivm.
A dos décadas desde que se reportó la desaparición de la primera víctima del psicópata Julio Pérez Silva, el dolor persigue a los familias de Alto Hospicio. Patricia Jabre aún conserva la ropa, los peluches y el cepillo de pelo de su hija, mientras Magaly Lefno se convirtió en la guardiana del Mausoleo de las Reinas de la Pampa. Hoy miran con rechazo la adaptación del crimen de las 14 niñas y mujeres en TV: «Esto parece que no va a terminar nunca», cuestiona Orlando Garay, padre de Viviana Garay (16). La desidia del desierto no se detiene.

El día jueves 19 de julio, Patricia Jabre (60) está frente a la tumba de su hija Macarena, se fuma un cigarro, decora con flores blancas de plástico y en cuclillas le susurra: “Hija cuídanos y cuida a tu hermano menor”. Llora. Este es un ritual que hace cada semana, porque dice que si no la va ver al cementerio, si no siente su presencia, se pone ansiosa, se desespera y todo le da rabia. Patricia habla bajito al otro lado del teléfono, un poco somnolienta, por su casa recién había pasado “La Andreíta”, la sicóloga de la Fundación Amparo y Justicia que la conoce a ella y a las otras madres de las víctimas desde el 2002. Sabe que la serie que emite Mega puede hacerla revivir cosas, pero está tranquila. “Tendré que ver cómo pasó todo y si no me gusta, iré con un cartel gigante al diario de acá a reclamar”, dice.

Hoy Patricia vive con su hijo Juan de 23 años, está separada de su marido y tiene cinco nietos. Toma Clonazepam para la ansiedad, ocupa su cabeza en la limpieza del hogar hasta que ya no le quedan fuerzas y se va a dormir. Aprendió a pegar cerámicas, porque dice que así se mantiene distraída.

Se explaya y cuenta que de Macarena conserva su ropa, sus peluches y su cepillo de pelo. Pero lo que mantiene intacto son los recortes de los diarios en que decían que las adolescentes se habían marchado enganchadas en la prostitución o se habían ido por su propia cuenta de sus casas, mientras ella recorría el desierto buscando pistas de su hija.

Macarena Sánchez Jabre tenía 13 años y desapareció el 23 de noviembre del 2000.

-Ese día la niña tenía que sacarse la foto de graduación, se arregló, le preparé el desayuno y me abrazó fuerte como si presintiera que no la iba a ver más-, recuerda y hace una pausa antes de seguir conversando.

Ya no se junta con las otras madres, trata de ir al cementerio en la semana para no toparse con nadie. Vuelve a insistir en que limpia mucho para matar esas horas de tiempo ralentizado que puede ser el desierto. En ese mundo de Patricia, todos los días son el día posterior a la muerte de su hija. Una herida que no cierra.

Macarena Sánchez, 13 años.

En lo que sí está de acuerdo con las otras madres, es que hay otros implicados y que nunca se investigó a fondo. Vuelve al pasado: desliza algunos sospechosos y dice que Macarena estaba nerviosa los días previos de la desaparición. Que siempre tuvo la convicción que ella nunca se habría ido sin dar razones, porque estaba juntando moneda a moneda para celebrarle el cumpleaños a uno de sus sobrinos. Hoy sabe que fueron discriminadas por su pobreza y porque la mayoría de los familiares de las víctimas eran vecinos de las tomas y se les negó la justicia, al extremo de que la policía emitió informes que, al poco tiempo, y con la aparición de los cuerpos y el testimonio de una sobreviviente de Julio Pérez Silva, demostraron ser falsos.

Patricia recuerda las barreras que tuvieron que enfrentar ante el nulo interés de algunos uniformados por aclarar las desapariciones, “señora, váyase para su casa, su hija anda pidiendo plata en Iquique”, “su hija anda en Tacna pasándolo re bien”, le dijeron tantas veces. Incluso el entonces subsecretario de Interior, Jorge Burgos, creyó las versiones que hablaban de la tesis de abandono de hogar.

Esa rabia vive en permanente ebullición y las familias de Alto Hospicio mantienen la certeza de que las autoridades fueron responsables de que más niñas fueran asesinadas. No las escucharon, les cerraron las puertas en la cara. De Macarena los informes policiales hablaron incluso de consumo de pasta base. Eso, a Patricia, nunca se la va olvidar.

Dos días después de la emisión de la serie, Patricia habla al otro lado de la línea y cuenta que su salud empeora cada tanto, que su hijo Juan la ha cuidado por estos días y que vio la serie el domingo en la noche.

-Vi un pedacito la encontré buena, pero hay que ver qué pasa, si cuentan todo tal cómo fue, que hablen de los pacos que estuvieron metidos. Ah, anteayer fui de nuevo ver a la Macarena…-, dice antes cortar.

En la foto: Ivonne Carrillo, 15 años.

La guardiana del Mausoleo de las Reinas de la Pampa

Magaly Lefno estaba revisando el diario cuando una noticia le cayó como un balde de agua fría: el alcalde de Alto Hospicio propuso que los restos de las víctimas vuelvan desde Iquique —donde hoy descansan— a la comuna, que construye por estos días su primer cementerio.

—¿Y a quién le preguntan eso? Llegan y toman decisiones por su cuenta. Yo lo he adornado y toda la cuestión y a mí nadie me ha preguntado nada.

Cada tres días, Magaly visita el Mausoleo de las Reinas de la Pampa. Antes pasó tres años buscando a su hija Ivonne Carrillo, de 15 años. Es una forma de mantenerla cerca, a pesar de los años: cuando llega ahí, limpia el sector, reemplaza el libro de visitas -que siempre está lleno de mensajes de agradecimientos de quienes les piden favores a las niñas y les atribuyen milagros- y sigue en su tarea de llenar el espacio de flores, remolinos y fotografías. Las tardes pasan lento entre las paredes pintadas de rosa y ella confiesa que también tiene fe en las reinas: «Están con Diosito y hacen como secretaría. Es la única esperanza que tenemos y es lo que nos da fuerzas».

Lefno se niega tajantemente a cualquier traslado de los cuerpos. Cree que van a quedar botadas: «Yo a mi hija no la muevo, a mi hija la dejan ahí no más, a no ser que un día me vaya», recalca, agregando que algunas mamá de las víctimas no visitan el espacio porque dicen que no son sus hijas, que los huesos que están ahí no les pertenecen. Porque cuando las encontraron en el pozo, «los huesitos se entrelazaron y cómo le iban a estar haciendo una prueba de ADN a cada uno, hueso por hueso».

Magaly cuenta que hoy también pelea porque cerraron el acceso al lugar donde las mujeres fueron encontradas: «Ando haciendo el loco, yo sola. No sé si también seré psicópata o qué, pero yo voy a honrar el lugar donde fue asesinada mi hija y me gusta ponerle flores», cuenta al teléfono casi como una ironía. Pero ahora no ha podido ir y reclama que «casi tengo que andarle besándole el poto a los viejos para que me dejen pasar».

Antes siempre hubo acceso al espacio de la Mina de Huantajaya, donde el psicópata llegó a tirar a las víctimas vivas en su Nissan blanco, aunque en un principio de la investigación los policías decían que solo podría llegar ahí un vehículo 4×4:

—Yo con el viejo íbamos en una cochiná de chatarra, un Lada, y pasaba sin problemas—, recuerda Magaly.

Al aproximarse al sector hoy, solo se encuentra una barrera y un cartel que señala que es propiedad privada de la empresa. Incluso el espacio desde donde el criminal lanzó a Angélica Palape Castro (45) y a la artesana Gisella Melgarejo (34) también está cerrado y se construyó una garita, aunque nunca pasa nadie. A Lefno le angustia, para ella es importante poder acceder al sector:

«Hay mucha gente que va para allá. Tiempo atrás, vez que iba le encontraba cosas, les dejaban florcitas, les encendían velitas. Una vez casi me incendiaron la grutita porque las velas se prendían entre las flores de plástico. La gente llegaba igual ahí, aunque quedaba a 4 kilómetros de la carretera para arriba», recuerda.

Magaly Lefno.

A 20 años del caso, Lefno sufrió con el debut de la serie dedicada al caso de Alto Hospicio en Mega: «Puras rabias, tantas rabias y ahora esta lesera. Abren las heridas. Para mí es una basura y si pudiera vomitar, vomito, porque es una mugre lo que están mostrando. Qué manera de mancillar la memoria de las niñas, generalizan que todas eran así, la gente va a decir ‘ah ya, pucha, las mataron porque total eran pungas, eran pobres y eran drogadictas'», replica con rabia.

Para ella, al igual que para Patricia, cada día es volver a vivir la tragedia. «Todo el tiempo es lo mismo», dice, evidenciando el cansancio de tantos años. Cuenta que ha sido terrible, que hay que tener «sangre de horchata para estar aguantando todo esto». A su juicio, son las negligencias del caso, la discriminación que sufrieron de parte de Jorge Burgos y la inoperancia de las autoridades lo que debería mostrar la TV: «Ellos tenían un costo político por la negligencia de no escuchar a las madres», enfatiza.

Cuando los hechos se repasan otra vez frente a la pantalla, cuando la ficción se explaya sobre las vidas de las víctimas, sumando detalles, quitando otros, la verdad se deforma a los ojos de las familias. Una y otra vez, Magaly recuerda que su hija estuvo tres años desaparecida, sin que nadie supiera qué había ocurrido con ella porque simplemente nadie investigó. Reclama: «Ni siquiera me querían tomar la constancia». Y ahora, tanto interés por el caso parece refregarles en la cara todo lo que nunca se hizo.

Al recordar su búsqueda de esos años, Magaly suelta un suspiro. A ratos llegó a pensar que a lo mejor Ivonne se había enamorado, que quizás no quería volver a casa porque pudo quedar embarazada. Sin embargo, cuando por fin pudo conocer la verdad, Lefno se quedó suspendida, sin reacción, tanto así que incluso la cuestionaron por no mostrar dolor.

«Pero yo andaba volá, no podía entender lo que estaba pasando», revela. Incluso así, en todo este tiempo, la madre de Ivonne Carrillo ha evitado las terapias. Dice que no cree en los psicólogos, que los propios criminales no los respetan y manipulan. Y pregunta: «¿Qué terapia? Si uno quiere dejar algo atrás lo deja, si no, no hay caso. Es como que uno le diga a los cabros chicos ‘pórtate bien’. Hacen todo lo contrario. Una es igual, qué le van a venir a meter terapia a esta edad. No va a venir una cabra a decirle cómo es la vida a una, que la ha vivido».

El paso de los años no ha borrado en ella un recuerdo lúcido de Ivonne, a quien apodaban «La dulce Popi», por lo cariñosa que era. La joven era muy creyente y llevaba a sus hermanos y sobrinos pequeños a la Escuela Dominical de la Iglesia Evangélica, pese a la formación católica de su mamá, porque le parecían más entretenidos. Con ellos aprendía canciones.

A pesar de su corta edad, Ivonne Carrillo ayudó a organizar el rincón infantil de una biblioteca, un espacio de cuentos para los más chicos de Alto Hospicio: cuando su cuerpo fue encontrado en un basural y trascendió la noticia de su muerte, enviaron una invitación a Magaly para rendirle homenaje a su labor, aunque no pudo asistir. De esos días guarda una foto que la muestra junto a su profesora Sandra, quien la quería mucho.

A la joven le gustaba correr: participaba en competencias, corría por la Cruz Roja y en actividades de la escuela.

—Un día me dijo: ‘iba ganando, pero me dio tanta vergüenza que me quedé sentada en la vereda para que después pasaran todos corriendo», suelta su madre y ríe con el recuerdo. Tras dos décadas sin verla, todavía sube fotos de su hija a Facebook y, cuando se acerca su cumpleaños, escribe: «No se olviden que mañana es el cumpleaños de la Ivoncita».

Foto: Magaly Lefno.

Orlando y el mar

Es la tarde del día viernes y Orlando Garay recién viene saliendo del mar, trabaja de buzo marisquero, el agua es su hábitat natural. La jornada parte cuando se levanta a las seis y media de la madrugada y sale de la población La Tortuga de Alto Hospicio capeando tacos hasta la Caleta Riquelme. Una vez allí, apura un café, prepara una colación y junto a su asistente David, viaja hora y media para internarse mar adentro. El bote se llama Alis, en honor a su nieta de dos años, la niña que hoy es su alegría. Se sumerge veinte metros de profundidad, escudriña el paisaje y saca lapas, pulpos y erizos que luego van parar a las mesas de su restaurante. En esa oscuridad, como en la vida, agudiza sus sentidos y trata de estar a salvo. En esa oscuridad hay paz.

Cuenta que como los buzos y pescadores sufren de los huesos y de reumatismo, su espalda estos días no le ha dado tregua. Anda malhumorado por otras cosas también y dice que la serie de Mega no lo tiene nada de contento, que es difícil revivir algo que él define como la “burla de las instituciones”. La búsqueda de Viviana duró más de un año, vivió momentos de desesperación, incluso en ese tiempo declaró haber visto a su hija saliendo del rancho La Ponderosa en un auto en la compañía de un hombre. Luego aclaró que fueron los nervios de la situación que le hicieron decir todo eso. Nervios de impotencia ante el trabajo negligente de la policía, en particular del sub oficial José Arriagada. Orlando también buscó a Viviana en Tacna.

-¿Para qué nos hacen revivir esta herida? Mi mamá no quiere ver la serie y con solo el adelanto le dio una puntada en el pecho, ella tiene 78 años… Esto parece que no va a terminar nunca-, dice ofuscado al otro lado de la línea.

La vida se le ha pasado rápido, fue concejal por Alto Hospicio, perdió una sobrina de tres años en un accidente y fue campeón de buceo. En ese sube y baja trata de mirar siempre para adelante, pero confiesa que nada le quita el dolor del asesinato de Viviana. Ese escozor está siempre ahí, palpitante. Todos los domingos va al cementerio Parque del Sendero que queda en la entrada de Iquique, a veces lo acompaña su mamá, Gladys, o su pareja actual. En su pieza tiene un retrato con la foto de su hija para recordarla a diario antes de irse a trabajar.

Viviana Melisa Garay Moena, de 15 años, desapareció el 30 de junio del 2000. Soñaba con ser detective.

Viviana Garay, 16 años.

Desde ese día Orlando comenzó su búsqueda en la casa de distintas amigas, donde Pepe (el pololo) y luego ante carabineros y la policía. En las dos ocasiones le dijeron que la adolescente regresaría en cualquier momento. Sin embargo, Garay sospechó desde el primer minuto que algo malo le había ocurrido a Viviana y comenzó a organizarse junto a los padres de las otras estudiantes de la población que también se habían desvanecido sin dejar rastro. Extrañamente todas asistían al liceo Eleuterio Ramírez y habían desaparecido sin llevarse pertenencias o su carnet de identidad.

Revivir lo que pasó ha sido un problema para su familia, dice que son 17 años de un dolor que sigue intacto y que nadie se ha puesto en los zapatos de las familias.

-La gente no conoce el tema y las confunde con otros casos, eran otras las que tenían problemas de drogas, pero no nuestras niñas y mucha gente se enreda con eso y ahí uno tiene que volver a explicar todo con peras y manzanas. ¡Ya está bueno! Es un dolor que uno lleva encima siempre- explica.

Dicen que no hay pérdida más antinatural que la de un hijo y que el sufrimiento que causa es distinto a cualquier otro duelo. El arrebato repentino empuja a los padres a un dolor para el que nadie nunca estará preparado. De esto habla Garay y concluye que de ese tiempo hay cosas que habría hecho de otra forma. Ve a las mamás de las víctimas, la mayoría enfermas o con sus vidas detenidas y cree que una demanda al Estado al menos les habría dado cierta comodidad: un buen doctor que las revisara y un tratamiento sicológico para paliar tanto daño.

-Nos pasamos de tontos, las instituciones injuriaron a nuestras hijas, los padres al menos tendrían plata para tratarse y poder sobrellevar ese dolor, pero nadie hizo nada por nosotros, nunca nadie nos quiso ayudar… -dice antes de colgar.

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