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Opinión

Lo que queda fuera de la política

Por: Fernando Balcells | Publicado: 14.08.2018
Existe una dignidad en los conversos. Los que han estado sometidos a la obligación de transformar su alma tienen derecho a todas las máscaras. La obligación no obliga a nadie. Ni los colaboradores de los nazis, ni los marranos españoles, ni la policía interna de los campos de concentración tienen la bajeza de los ‘conversos’ chilenos. Nada los obligó ni los impulso más que su ego, la liviandad de su cultura y el olfato de las oportunidades políticas.

Hay un punto de quiebre en la tolerancia y el Gobierno lo acaba de descubrir. Declaraciones como las del breve Ministro de las Culturas actualizan la realidad de la tortura y el asesinato masivos en Chile. Nada prohíbe que se manifieste una diferencia conservadora o tecnocrática en la política chilena, pero la hostilidad a los derechos humanos es inaceptable porque abre y repite sus violaciones. Se nos notificaba que ante todo abuso, ante abusos y femicidios, se nos dirá que hay que investigar lo que la víctima hizo para merecer su suerte.

Entre el Estado y la Cultura, entre la cultura y la producción artística, hay una comunidad de lenguaje, una continuidad, una traducción posible de los gustos y un paso por éticas comunicables. En ellas está el nexo inteligible que establece el punto de reparto de la razón y el interés, de la voluntad, el gusto y los apegos. Esa losa, ese piso de lo común, fue quebrado por el ex ministro.

Lo que los artistas y los trabajadores de la cultura han hecho en estos días es marcar el punto de lo inaceptable. Toda vacilación en materia de derechos humanos hace presente sus violaciones y llama a dibujar una línea de intransigencia.

La memoria a la que apelamos es el punto de quiebre en que retomamos las vidas perdidas y las agresiones que no estamos dispuestos a repetir ni a tolerar. Estas agresiones no tienen tiempo solo tienen cuerpo. Y es necesario que la herida permanezca abierta a través de todos los actos intencionados o fallidos que la producen incansablemente.

Responsabilidades de la palabra

«Creo que en ciertos momentos, con polémicas distintas y momentos distintos uno expresa ideas que al leerlas después uno dice: ‘esto no debí haberlo expresado así’. Ese es el espesor moral y político del escritor de discursos; el hombre tiene sus momentos.

Es necesario insistir ante comunicadores y políticos en la necesidad de la veracidad; debemos exigirnos hablar como si lo que se dice fuera la última palabra, no el final de un juicio sino el inicio de una responsabilidad.

El señor Rojas intentó refugiarse en la ligereza de lo que se dice y en la diferencia de un pensar no dicho y auténticamente imaginario. El escritor de discursos divide el decir y el pensar, el decir y el hacer. Decir, sería solo la adecuación persuasiva de un pensamiento formado antes de ser expresado en el lenguaje. Esta creencia de un pensamiento de fondo es lo que seduce a Piñera porque facilita la impunidad de la falsificación discursiva. Se puede decir lo que se quiera ‘según las polémicas del momento’. Nada importa sino ‘comunicar’ que somos técnicamente capaces y bien intencionados. El desapego por la verdad facilita el tránsito por la falta de integridad y el desenfado. Los arreglos retóricos del ministro, en la superficie misma de sus palabras, revelan que en el fondo no hay nada más que lo que se muestra.

‘Ya no piensa como antes’

¿Qué piensa, qué ha pensado alguna vez? La verdad es que no tiene importancia. Importan sus actos; incluidos los actos realizados con palabras. El ex ministro retrocede el reloj al momento de la instalación del terror pinochetista y a sus argumentos instituyentes. El mal se diluye en sus causas. La historia y los contextos son el argumento con el que los antisociales lavan sus desastres, al mismo tiempo que declaran inadmisible el valor de los contextos que afectan a los otros ante la justicia. El estándar no es doble, está plegado sucesivamente entre lo unilateral y lo desvergonzado.

Las capas de la desvergüenza están formadas por los argumentos, los silencios y los empujones de los funcionarios justificadores que en cada momento permiten seguir con la tranquilidad de conciencia que caracteriza a los que no han asimilado el dolor de una vida de apremios.

La conversión como impostura

Mauricio Rojas y Roberto Ampuero se llaman a sí mismos ‘conversos’. La conversión es un quebranto político y cultural de una envergadura que el discurso de Rojas parece ignorar. Su relato no alcanza a tocar el dolor y la complejidad de una experiencia verdadera de agonía y resurrección. Una experiencia de conversión son palabras mayores y en este caso las epifanías fingidas son detectables.

Existe una dignidad en los conversos. Los que han estado sometidos a la obligación de transformar su alma tienen derecho a todas las máscaras. La obligación no obliga a nadie. Ni los colaboradores de los nazis, ni los marranos españoles, ni la policía interna de los campos de concentración tienen la bajeza de los ‘conversos’ chilenos. Nada los obligó ni los impulso más que su ego, la liviandad de su cultura y el olfato de las oportunidades políticas. Da la impresión de que M. Rojas y su compañero de aventuras editoriales y ministeriales el señor Ampuero, han desarrollado estrategias exitosas de vida pero no han entendido la manera en que funcionan los mecanismos del desprecio que van junto a la cooptación del poder.

C.S. Lewis y Pablo de Tarso son conversos, lo mismo que Fidel Castro, Mussolini y Al Gore. Sus procesos espirituales están expuestos para que cualquiera pueda seguir su itinerario. Su exposición pública es parte del desgarro y del camino de reconversión. El señor Rojas y el Canciller Ampuero son tan conversos como Andrés Chadwick u otros adolescentes desencantados tempranamente de sus sueños húmedos.

Estos señores nunca pertenecieron a la cultura que ofrece su folleto publicitario. El paso de creyente a inquisidor es el camino, inverso al de San Pablo, de los que se mueven por resentimientos y en contra del amor. Jóvenes que se atribuyen un pasado y lo asocian a un rencor oportunista –rápidamente acogido por la derecha como ’prueba de la verdadera fe’-. Nunca supieron a qué adherían y no hicieron ningún proceso de ruptura cultural del que podamos aprender.

Fernando Balcells