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Opinión

La izquierda y los principios, una respuesta a Axel Kaiser

Por: Rodrigo Ruiz | Publicado: 25.08.2018
La izquierda y los principios, una respuesta a Axel Kaiser memoria |
Dejemos entonces que sea Kaiser el defensor de los derechos de ese falso hombre genérico. Dejemos que el liberalismo pretenda que estos son temas que no tienen “color político”. En el siglo XXI, lo nuestro será hacernos cargo de los procesos que deshumanizan, exterminan, persiguen, empobrecen, someten, a cada vez más amplias masas de seres humanos carentes de derechos verdaderos, sean cuales sean las banderas que el capital agite para ello.

“Ninguno de los así llamados derechos humanos va, por tanto, más allá del hombre egoísta, del hombre tal y como es miembro de la sociedad burguesa, es decir, del individuo replegado en sí mismo, en su interés privado y en su arbitrariedad privada, y separado de la comunidad. Lejos de que se conciba en ellos al hombre como ser genérico, aparece en ellos la vida genérica misma, la sociedad, más bien como un marco externo a los individuos, como limitación de su independencia originaria. El único vínculo que los cohesiona es la necesidad natural, la necesidad y el interés privado, la conservación de su propiedad y de su persona egoísta.”

Karl Marx, La Cuestión Judía (1844)

Hace unos días Axel Kaiser publicó una columna titulada “La centroderecha y los principios”. Una crítica dura al gobierno de Piñera, que concluye repitiendo un lugar que por estos días se ha vuelto demasiado común: “la defensa de los derechos humanos debe ser transversal, condenando los atropellos de regímenes de izquierda y de derecha, hoy y en el pasado”, dice, y lamenta que esa transversalidad la instale la izquierda.

Antes que Kaiser, el tema de los derechos humanos fue colocado en la agenda de la peor de las formas por Mauricio Rojas. Luego de ello, el debate dio un giro con el texto publicado por Gabriel Boric. La polémica abierta permitió, y ese es quizás uno de sus valores mayores, someter a examen unos derechos humanos a estas alturas naturalizados en su vulgata, aparentemente incuestionables, convertidos en cita obligada de toda pose bienpensante.

Resulta más fácil declararse en favor de los derechos humanos que preguntarse por la real aplicación de la Declaración Universal, es más sencillo aferrarse a ella que interrogar su sistemática pérdida de sentido en una sociedad global donde un puñado directores de megacorporaciones –cuyo poder económico supera al de varios estados nacionales–, pueden tomar decisiones que dispondrán la pobreza, la enfermedad, la explotación o la muerte de millones de seres humanos sin que ello pueda considerarse una violación a los derechos humanos.

En lugar de un debate en el campo del derecho, se trata, una vez más, del carácter social de la violencia. Pues mientras menos se le nombra, mientras menos se interroga su politicidad, más conveniente se vuelve el asunto al saber domesticado que nos llega desde arriba, reclamando la universalidad de una Declaración codificada por los ejercicios civilizatorios de las elites occidentales; que, en un gesto muy propio de ellos, moviliza la palabrería que los acuerdos “transversales”, como si debiésemos acudir al consenso sin pasar por la historia, como si la democracia fuese una abstracción a salvo de la explotación (y viceversa), como si fuera posible encontrar a un humano genérico a resguardo de sus propias circunstancias sociales, más allá de los múltiples sometimientos del presente. Como si, en definitiva, los derechos humanos reclamados en la calle con las negras siluetas de los desaparecidos fuesen los mismos que invocan los estados imperiales para desembarcar sus ejércitos más allá de las costas europeas.

No. Lo primero que revela la mirada social de la violencia es una evidencia histórica al alcance de la mano: no han sido nunca los pueblos los que han desatado la represión, menos aún quienes han organizado y planificado la matanza. Resituar eso resulta imperioso para quienes nos buscamos una vez más en el campo de las izquierdas.

Pero la definición del campo real de la izquierda tampoco puede darse por sentada en el presente. La construcción de un nuevo ideario, de una nueva izquierda del siglo XXI, contemporánea y actualizada, requiere volver a su sentido de compromiso social, y cuidarse de recaer en las narrativas de autoafirmación nostálgica. Una vez más, importa mucho más lo que se hace que la bandera que se le pone. Ser de izquierda tiene mucho más que ver con recuperar una práctica decidida de lucha, activación y organización de la sociedad, que con abrumarse en la geografía de las siglas. Si reconocemos entonces el campo de la izquierda como el de los esfuerzos sistemáticos y organizados de lucha por la emancipación humana, requerimos hacernos cargo de la complejidad de su historia, particularmente tras un siglo XX que nos mostró formas desconocidas de contra apropiación de nuestras referencias por parte del capital. No todas las banderas rojas que flamearon a nombre del socialismo o el comunismo lo hicieron del lado de los pueblos y su libertad verdadera. ¿Dónde buscar entonces a la izquierda del siglo XXI?

Aunque la pregunta excede este espacio, digamos un par de cosas: el retorno donde buscar el futuro de la izquierda, la memoria edificante en ese sentido, está una vez más del lado de los múltiples mundos subalternos, esos que más de una vez las propias izquierdas partidizadas abandonaron. Si las izquierdas no son prácticas de superación del sometimiento de la vida toda al capital, si no son alternativa a su capacidad dirigente, entonces no son nada, o solo una entelequia vacía en cuyo nombre se pueden instalar regímenes de fuerza, allá lejos, pero también, ojo, alianzas de gestión civil del neoliberalismo a nombre de la democracia, acá cerca. Pero ese es el nombre solamente, expropiable, malversable, nombre que la marca, y sin embargo no la agota.

Dicha distinción no debe perderse de vista, pues así como nadie pensaría en la derecha como una opción por la justicia social, no hay lugar para pensar a la izquierda a cargo del atropello. No es la izquierda la está allí –si es que el término connota principalmente idearios y prácticas, en lugar de una existencia burocrática–, sino la victoria de una exterioridad que habiendo proclamado su crisis teórica y consumado su derrota política, puede actuar, a la vez en contra y a nombre de la izquierda. Frente a la acción de esas fuerzas no cabe la autocrítica que nos propone Gabriel Boric. La izquierda no aprende nada, no avanza nada pretendiendo que esos son sus errores. No existe una misma izquierda en la que se alinean desde el Che hasta Stalin, desde Allende hasta los tanques en Praga. No hay por qué asumir tal cosa. Se les podrá incluir en una misma fila, como hace el discurso del poder, se les podrá identificar con algunos símbolos comunes, pero al hacerlo se estará invocado otra superstición de la que nos es imperioso salir cuanto antes. Los errores y los problemas de la izquierda son otros, seguramente no pocos ni poco relevantes, pero definitivamente no son los de clase dominante alguna. Si queremos entonces volver a mirar al socialismo y la emancipación, debemos encarar de forma crítica la derrota histórica de la izquierda, como se ha hecho en muchos procesos políticos latinoamericanos indudablemente fecundos.

En ese empeño, puestos a debatir el problema de las violaciones a los derechos humanos, el cuestionamiento del contenido social de la violencia constituye, como decía, un paso obligado. En La Cuestión Judía, Marx aborda precisamente ese contenido. Examinando la famosa Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1791, la Constitución francesa del mismo año, y otros documentos, interroga la abstracción que habita en el centro de los derechos humanos. Ese hombre, dice, no es otro que “el miembro de la sociedad burguesa. ¿Por qué es llamado el miembro de la sociedad burguesa «hombre», llanamente hombre, hombre por naturaleza, y se nombran sus derechos derechos del hombre? ¿A partir de qué explicamos este hecho? De las relaciones entre el Estado político y la sociedad burguesa, de la esencia de la emancipación política”. Es entonces el déficit de reflexión crítica sobre la emancipación política la que empobrece las citadas reflexiones sobre los derechos humanos, es la débil atención que en ellas se presta a las relaciones sociales reales lo que les quita filo político, es la suposición mística de una democracia real en pleno reino de la rentabilidad del capital, la que merma sus posibilidades críticas.

¿Y aun así debemos defender los derechos humanos? ¡Sin duda! Defenderlos en toda la amplitud de su conflictividad. Pero defenderlos en tanto la suya sea la defensa de las condiciones concretas en que las vidas sometidas se vuelven significativas, retornan a la comunidad y se hacen efectivamente más libres.

Dejemos entonces que sea Kaiser el defensor de los derechos de ese falso hombre genérico. Dejemos que el liberalismo pretenda que estos son temas que no tienen “color político”. En el siglo XXI, lo nuestro será hacernos cargo de los procesos que deshumanizan, exterminan, persiguen, empobrecen, someten, a cada vez más amplias masas de seres humanos carentes de derechos verdaderos, sean cuales sean las banderas que el capital agite para ello.

Rodrigo Ruiz