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Tres veces en que el cine pareció un sueño

Por: Nicolás Ried | Publicado: 15.10.2018
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Desde el gorila dentista que quiere apropiarse del diamante en la boca de Björk (Army of Me, 1995), pasando por la compleja ruta de un libro autobiográfico que se termina convirtiendo en best-seller y en la peor pesadilla de la cantante (Bachelorette, 1997), hasta esa máquina de complejos tejidos que produce un himno decolonialista de la independencia política (Declare Independence, 2008), o incluso hasta ese pequeño universo que crea con su voz la diosa-chamán en que se ha convertido la cantante (Crystalline, 2011). Todas muestras de esa versión del cine en que la pantalla se convierte en el medio por el cual se muestran las imágenes presentes en la mente de su creador.

En la cultura griega clásica, se asociaba al dios Apolo con la experiencia del sueño. Dormir se consideraba una vivencia indisociable de esa secuencia de imágenes de significado poco claro que son los sueños, una vivencia privada que solo podía ser descrita y relatada, pero nunca completamente compartida con otros. Es por eso, que el soñar se consideraba una experiencia privada.

Muchos siglos después, el cine vino a ser el medio por el cual los sueños podían ser compartidos, rompiéndose esa barrera de la vivencia individual: en la sala, todos quienes fueran espectadores de las imágenes que se proyectaban veían lo mismo. Y eso permitió una comprensión del cine mediante la cual un cineasta era capaz de exponer ante otros las imágenes que pasaban por su cabeza, que es lo que hace el cineasta francés Michel Gondry en gran parte de sus obras, en específico en los videoclips que dirige de la cantante islandesa Björk. Desde el gorila dentista que quiere apropiarse del diamante en la boca de Björk (Army of Me, 1995), pasando por la compleja ruta de un libro autobiográfico que se termina convirtiendo en best-seller y en la peor pesadilla de la cantante (Bachelorette, 1997), hasta esa máquina de complejos tejidos que produce un himno decolonialista de la independencia política (Declare Independence, 2008), o incluso hasta ese pequeño universo que crea con su voz la diosa-chamán en que se ha convertido la cantante (Crystalline, 2011). Todas muestras de esa versión del cine en que la pantalla se convierte en el medio por el cual se muestran las imágenes presentes en la mente de su creador.

Por otra parte, tenemos esa comprensión del cine asociada con la versión más popularizada del psicoanálisis, donde los sueños son ese oscuro lugar en el que se manifiestan nuestros más oscuros deseos y se esconden nuestros más secretos traumas. Una obra clave en ese sentido es Paprika (Satoshi Kon, 2006), que sirve de base para filmes tan populares como Inception (Christopher Nolan, 2010) o Black Swan (Darren Aronofsky, 2010): un potente dispositivo  permite a unos especialista meterse en los sueños de las personas, a fin de ayudarlos a superar los traumas que les impiden llevar una vida normal. Paprika es la agente y psicóloga encargada de alterar de manera positiva los sueños recurrentes de sus pacientes, hasta que descubre que un malévolo terrorista también maneja el dispositivo a fin de usarlo de manera inversa, es decir materializar los sueños en la realidad, destruyendo el mundo tal cual lo conocemos. Este filme da un salto respecto de las formas en las que se comprende la relación entre el cine y el sueño, mostrándonos que tanto el cine como los sueños estarían hechos de la misma materialidad, dejándonos entender que podríamos pensar en la influencia real del cine en nuestras vidas. Podríamos diseñar un dispositivo en donde podamos vivir las películas que queramos, o los sueños que queramos, pero a diferencia de los dispositivos de realidad virtual, sería una experiencia colectiva.

Finalmente, tenemos la comprensión del cine como lo opuesto de los sueños. El cine siempre estaría imposibilitado de representar a los sueños, por lo que solo le quedaría mostrar el movimiento de los actores y actrices que están condenados a no poder compartir sus sueños, restándoles solo la posibilidad de relatarlos. en este sentido se presenta un reciente estreno chileno, Trastornos del sueño (Sofía Paloma Gómez & Camilo Becerra, 2018), que nos cuenta la historia de Joel y sus problemas para dormir, causados por sus incómodas relaciones familiares, sentimentales, sociales y laborales. Joel vive con su madre y su abuela senil en un diminuto departamento, donde deben compartir un sillón para descansar después del trabajo; tiene una enfermiza relación de tono sexual con una prima; es despedido de su trabajo como cuidador nocturno de un edificio, para luego comenzar a trabajar como guardia de un mall de baratijas. Todas estas circunstancias que le impiden tener un sueño regulado, van de la mano con una serie sueños que le son relatados, siendo destacado el de una luz verde que se aparece de noche, de la cual emergen un grupo de hombres-pollo que intentan llevarse a quienes aún se encuentren despiertos. Trastornos del sueño muestra cómo es que el cine se queda corto de mostrar eso que los griegos calificaban como una experiencia de carácter privado.

Con todo, que el cine sea como los sueños no es algo definitivo. Más allá de esa caracterización de los sueños como una experiencia privada y personal, los griegos concebían otro tipo de sueño, que no era vigilado por Apolo: el sueño de la borrachera, cuidado por Dionisio, dios de la juerga y las alucinaciones. La borrachera, a diferencia de los sueños cotidianos, nos abre la posibilidad de vivir sueños colectivos, y quizá esa sea la forma en que deba ser comprendido el cine, es decir como una gran borrachera.

Nicolás Ried