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Opinión

El arte del poder

Por: Luciana Echeverría Ch. | Publicado: 22.10.2018
El arte del poder nico lopez | Foto: Agencia Uno
El caso de Herval Abreu y el de Nicolás López versan sobre aquello. El primero era un “monstruo” de las teleseries que se sentía medio galán, y el segundo un hijo de papá, feo, pero con dinero, y con algún talento para engendrar obras capaces de sacar alguna carcajada en medio del placement y la publicidad. En común tenían el poder, un poder total y una falta de empatía y respeto frente a la labor del otro. Ambos concebían la relación laboral como un algo asimétrico que se extendía a la vida cotidiana, donde aparecían como los dioses o los seductores capaces de tener mujeres y generar atracción.

Tanto en el cine como en la televisión existe una relación jerárquica, claramente definida, con todo tipo de jefaturas, donde el director aparece como cabeza de la pirámide. Efectivamente es quien dirige el proceso y, en muchos casos, esta responsabilidad sobre la obra -película, serie o teleserie- y su buena o mala calidad, llevan a que éste adquiera una gran cantidad de poder y que, consecuentemente, sea visto como una figura que ejerce un enorme dominio.

Se trata de un sistema que viene funcionando así desde hace muchos años y que, hace un tiempo ha ido mostrando las más evidentes perversiones entre quienes están a la cabeza del proceso, o sea directores, y quienes se encuentran del otro lado y han sido abusados, en la mayoría de los casos actores y actrices.

Evidentemente en la relación entre ambos, se entiende que quien tiene mayor responsabilidad sobre “la obra” es quien ostenta más poder, y quien tiene menos responsabilidad, tiene menos. Si se considera que el director es el responsable de todo, entonces efectivamente sobre él recaerá la mayor responsabilidad, pero aquí surge la disyuntina. Me parece que es posible también concebir el proceso de producción de una “obra”, como algo menos personal y más colectivo. Y quizás parte del problema se puede encontrar justamente en la asignación de roles dentro del proceso, y en la determinación de quién carga la responsabilidad sobre “la obra”. Hablando desde la actuación, por ejemplo, si entre el director y el intérprete se concibe la obra como algo realmente en que ambas partes tienen una responsabilidad vital, entonces es probable que la relación entre ambos tienda a volverse menos vertical y más horizontal, basado en una colaboración mutua y no en una relación de explotación de uno sobre otro.

Esto no es negar el conocimiento adquirido por la experiencia de un determinado director, sino de verdad asignar contenido a la relación de éste con el actor. Entre la imagen caricaturesca del director que todo lo controla, pues todo lo sabe gracias a su inagotable experiencia, y, del otro lado aquel que muchas veces se disfraza de un cierto espíritu libertario, atribuido así para esconder que, en realidad, no sabe dirigir actores, existe un abismo común: la mala o nula relación con el actor.  En el primer caso el director con mucho conocimiento debiera aprender humildad para lograr una relación ética aceptable con el actor. En el segundo, el director que disfraza su desconocimiento con entrega de libertad al actor, debiera aprender sobre actuación. Y en ello, el actor también debiera desarrollar habilidades para comunicarse con los directores y establecer claramente sus confusiones cuando estas existen, sobre todo debido a que él es quien de verdad más sabe de actuación en cualquier set o rodaje.

En muchos casos la realidad plantea relaciones complejas que ilustran lo señalado como, por ejemplo, aquella establecida entre un actor de vasta experiencia y un director novato, pero talentoso. El primero aparece con un poder naturalmente asimétrico sobre la interpretación de la escena. Si el actor se muestra así y ejerce de forma omnímoda su poder, es probable que el director se sienta pasado a llevar y que, por falta de herramientas, entregue libertad al actor, dejándolo en verdad a la deriva. Pero también es posible que se tome en serio el juego del poder que le da el cargo y ejerza como una especie de emperador. Detrás de la actitud del actor es probable que se encuentre la incertidumbre y la frustración frente a un trabajo en el que se siente solo, sin la guía que le podría dar un director experimentado. Detrás de la actitud del director, es probable que esté el miedo al ridículo y la ignorancia enmascarada.

Ahora, si el actor experimentado encontrara las herramientas para comunicarse con el director, tanto en sus necesidades como en sus posibilidades de colaboración para el proceso de la obra, es probable que esa sensación de frustración pudiera morigerarse y hasta resolverse. Para lograr aquello, aparece evidente que primero se deberá limitar el poder de uno sobre otro lo que, de cualquier forma, no asegura ni de lejos una relación virtuosa. Para aquello es necesario un aprendizaje que incluye el cariño por el oficio como muchos actores y directores lo tienen; el mencionado respeto entre ambas partes dentro del proceso, y un trabajo de aprendizaje sincero en que tanto uno como el otro se pueda nutrir del conocimiento ajeno, con más ganas de aprender y menos susto a quedar como ignorante o en ridículo. Menos ego y más colaboración.

Señalar también que existen, y me ha tocado comprobarlo, directores con experiencia y que saben generar una relación creativa con los actores. Pero esto, lamentablemente, no es la norma. Un ejemplo concreto y general del ejercicio del poder omnímodo por parte del director con los actores se da en el rodaje, sobre todo de teleseries donde el tiempo apremia. En muchas ocasiones, por falta de ensayos previos, el director se apoya en cierto autoritarismo para ejercer sus criterios. Del otro lado, un actor sin herramientas y sin ensayos suficientes, inseguro de su actuar, sucumbe frente a esta carencia. Este error es responsabilidad del director, pues con ensayos previos esto se superaría fácilmente y la colaboración del actor durante ese proceso sería vital, ayudando también a establecer una relación que no se basara en el autoritarismo para esconder la falta de ensayos.

Pero hay que comprender que para generar este mundo de opciones primero se debe considerar que la balanza del poder, por el solo hecho de ostentar el cargo, lleva demasiado tiempo cargada hacia los directores. También se debe comprender que el “abuso de poder” se produce cuando, siendo superior, se excede en el ejercicio de sus facultades frente a un subordinado, exigiéndole cuestiones que van más allá de las tareas de este último, incluso forzándolo a cumplir dichas tareas.

El caso de Herval Abreu y el de Nicolás López versan sobre aquello. El primero era un “monstruo” de las teleseries que se sentía medio galán, y el segundo un hijo de papá, feo, pero con dinero, y con algún talento para engendrar obras capaces de sacar alguna carcajada en medio del placement y la publicidad. En común tenían el poder, un poder total y una falta de empatía y respeto frente a la labor del otro. Ambos concebían la relación laboral como un algo asimétrico que se extendía a la vida cotidiana, donde aparecían como los dioses o los seductores capaces de tener mujeres y generar atracción. Niños queriendo atención, mostrando sus logros, machos ignorantes sobre lo que significa ser un hombre integral en una sociedad que los puso a la cabeza.

Abreu y López funcionaban como cabezas no solo de una obra, sino al lado de su financiamiento, de su propuesta estética global y responsables también de los actores y su elección. Ambos, más que directores eran los “dueños del rancho”, “los amos y señores”, de “sus obras”. Así eran conocidos y así también era conocida su impronta artística, más o menos valorable según la visión de cada espectador.

Dentro de este mundo, donde muchos directores funcionan así, también actores y actrices sin experiencia confunden su rol, disminuyen sus capacidades y ahogan sus potencialidades, formando parte de una relación en la que, en vastas ocasiones sienten que deben agradar excesivamente a “su patrón” para no perder un papel, para tener acceso a uno determinado, para estar dentro del medio o para no caer en la desgracia de ser señalado por alguno de ellos. Sin ser abusada sexualmente, sobre todo al principio, cuando la experiencia no abundaba y sí las ganas de ser mejor profesional, tuve que adaptarme a este sistema.

Aquello fue así hasta los casos que se destaparon en Estados Unidos y la posterior réplica que llegó a Chile. Los ejemplos de abusos sexuales en el mundo del cine y la televisión nos indican que es el momento de escuchar y hacernos responsables de algo que no va a ser precisamente agradable, pero que es fundamental para construir una mejor relación en sociedad. Porque la relación que existe en este medio es un común denominador o una muestra para explicar muchos otros “micro mundos”, que coexisten en Chile en distintos niveles y que, en total, conforman lo que llamamos “nuestra realidad”.

El director que abusa de su posición de privilegio, abusa también de “la obra”, si esta se considera como algo colectivo. Aquello podría interpretarse como una negligencia inexcusable, pues está afectando el cumplimiento de su obligación principal, que es entregar una buena obra. Pero si se entiende que el director tiene una responsabilidad moral y ética en la relación que establece con su equipo, al abusar de su poder extiende entonces la negligencia también a él, donde los actores son parte.

Por eso es importante que, independiente de que serán los tribunales quienes dictaminen la verdad y la justicia en los casos puntuales que nos afectan, respetemos a las potenciales víctimas. Escuchar no es creer, necesariamente, sino dar un espacio de respeto para acoger, analizar y derivar lo denunciado. No hacerlo, sería una negligencia.

Tampoco se puede olvidar, y no se olvida, que quienes se han atrevido a hablar han llevado a cabo un acto doloroso e incómodo, un acto que también es noble con el resto de sus colegas y la ciudadanía. Muchas veces no se entiende de verdad que quienes padecen abusos traumáticos, como el caso de las torturas o los abusos sexuales, pueden pasarse una vida tratando de salir adelante para reparar lo irreparable, pues nadie tiene el poder de volver el tiempo atrás.

Por eso esperamos que de aquí salga una verdad que sea significativa, relevante para subsanar las situaciones que pudieran haber existido. Somos actrices, pero primero somos personas. Esto que está ocurriendo ha pasado a lo largo de la historia, con mujeres, niños, hombres, en las familias, en los trabajos y en la iglesia. Por lo mismo, repetimos que el poder omnímodo no puede ser el motor para transgredir los derechos humanos.

Las cartas que se deben tomar en el asunto deben apuntar a dejar registrado en nuestra memoria que este tipo de actos nunca más pueden ser tolerados en Chile, que algo cambió radicalmente y que nuestra identidad comienza a marcar nuevos límites al ejercicio del poder.

Nuestro deber como actrices es tener un rol social activo para visibilizar estas demandas y apoyarlas para darnos el trabajo como sociedad de reflexionar con respeto.

Luciana Echeverría Ch.