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Opinión

Neofascismos, psicología del enemigo y el amor como resistencia

Por: Camilo Barrionuevo Durán | Publicado: 09.11.2018
Neofascismos, psicología del enemigo y el amor como resistencia inmigrantes | Foto: Agencia Uno
La exaltación del odio/rechazo al prójimo es una poderosa herramienta política, usada desde tiempos inmemoriales como forma de control sociopolítico. En ese sentido resulta más que alarmante reconocer que en nuestro país existan señales consistentes de la instauración de parte de la clase gobernante actual de un lenguaje simbólico, de marcado tinte bélico-militar, que se ancla en el acto performativo de dividir la realidad social entre el nosotros/ellos.

El triunfo en Brasil del ultra derechista Jair Bolsonaro ha vuelto a poner el foco de atención en el fenómeno mundial del resurgimiento de movimientos políticos de marcadas características autoritarias, conservadoras y neofascistas.

Permítame ser claro de entrada respecto al uso de este último concepto. Cuando empleo el término “neofascista” lo hago sin asomo alguno de entonación peyorativa o despectiva (como suele esgrimirse en la discusión pública, donde se le usa a modo de insulto), sino más bien, como un intento de describir -siguiendo algunas de las ideas de Eco al respecto- una perspectiva política que engloba ciertas características fundamentales, a saber, la idealización de lo autoritario, la exaltación del sentimiento patrio y la tradición, la adoración de una praxis de apariencia efectivista (la acción por la acción que rechaza todo asomo de pensamiento crítico), la apropiación religiosa de creer ser el portador “de la voz de Dios” en la tierra; y una validación de la violencia (o al menos desprecio/rechazo) hacia las minorías sociales que encarnan “lo diferente”, “los otros” (judíos, inmigrantes, mujeres, homosexuales, etc.).

Lo complejo es que el fascismo, en tanto fenómeno psicosocial, se expresa de forma transversal en nuestra “cotidianidad civilizada”, muchas veces de forma sutil y subrepticia, hasta que ciertas condiciones colectivas permiten su expresión aguda y abrupta, tal como ha vuelto a suceder en el mundo hoy. De esta forma, es posible plantear que los espacios sociales que habitamos muchas veces se ven moldeados e influenciados por un estilo relacional ligado a discursos simbólicos y políticos vinculado a este “fascismo eterno”, del que nos precavía Eco.

De las características recién enunciadas respecto a los discursos neofascistas, hay una que me parece particularmente relevante en el caso de nuestra realidad nacional. Me refiero al uso político instrumental de “la psicología del enemigo”. Con ello quiero hacer alusión a la instauración en el imaginario simbólico social de una fuerte demarcación entre dos bandos político-culturales contrapuestos: aquellos que están “de nuestro lado” y aquellos que están “contra” ese nosotros: los enemigos. Lo complejo de dicho proceso es que la creación simbólica de este “us and them”, va a operar como un trasfondo imaginal que permitirá y facilitará el surgimiento de la violencia como estilo vincular social; pues diremos que la violencia puede emerger solamente cuando existe un proceso de des-humanización del prójimo. Para que emerja la violencia y el deseo de dominación, debe existir un quiebre en la relación yo-tú (una relación de mutualidad donde hay un reconocimiento del otro en tanto ser humano), para que se instaure un estilo vincular yo-ello, en que al otro se le trata como un objeto-enemigo.

En la serie Black Mirror existe un capitulo -llamado Men Against fire– donde este proceso esta lúcidamente ilustrado. En dicho capitulo se muestra un escenario postapocalíptico en que militares, que cuentan con unos sofisticados implantes visuales computacionales, deben enfrentar unas especies de mutantes, a los que despectivamente llaman “roaches” (cucarachas). El problema sucede cuando a un soldado le deja de funcionar el implante visual, y se da cuenta de que los mutantes son, en realidad, otros seres humanos igual que él. El implante lograba crear una distorsión perceptiva en que el otro aparecía con un aspecto demoniaco, no-humano, lo que facilitaba el acto de perseguirles y asesinarlos. En contraposición, el reconocimiento del otro en su calidad de ser humano permite la instalación de un estilo vincular donde el eros puede emerger y la violencia/dominación se ve dificultada.

La exaltación del odio/rechazo al prójimo es una poderosa herramienta política, usada desde tiempos inmemoriales como forma de control sociopolítico. En ese sentido resulta más que alarmante reconocer que en nuestro país existan señales consistentes de la instauración de parte de la clase gobernante actual de un lenguaje simbólico, de marcado tinte bélico-militar, que se ancla en el acto performativo de dividir la realidad social entre el nosotros/ellos. La ‘guerra contra la delincuencia” (contra los delincuentes pobres por supuesto), es decir, la cotidiana criminalización de la pobreza; el uso político del “miedo/rechazo al migrante” (al inmigrante moreno y marginal principalmente), el desprecio y la caricaturización de las reivindicaciones feministas (el discurso contra las “feminazis”), sumado a la reactivación política de movimientos religiosos de carácter fundamentalista, son todas señales inquietantes de un clima social que responde a lógicas binarias nosotros/ellos, en que al otro -el “enemigo”- se le cosifica y se pierde la posibilidad de establecer un real vinculo humano.

Otra compleja y peligrosa dimensión del proceso de construcción político de un imaginario simbólico que permite la emergencia del otro-enemigo, se relaciona con el proceso de proyección de la sombra colectiva. Con ello quiero referirme al mecanismo psíquico en que se deposita todo lo oscuro, negado y reprimido que habita en la propia personalidad en el otro-enemigo, con lo cual éste adquiere, además, cierta cualidad numinosa, demoniaca y persecutoria, volviéndose una suerte de “portador del mal”. La ilusión psicopolítica de la instauración de enemigos, que atentan contra el buen y civilizado pueblo/grupo propio, implica entonces la emergencia de chivos expiatorios, que, igual como en los ritos antiguos veterotestamentarios, se cargan con todos los pecados/defectos del pueblo para que puedan ser expulsados/echados fuera de las murallas de la ciudad, hacia territorios desiertos. La proyección del mal personal en el prójimo, convertido ahora en un-otro-que-amenaza, es un suelo fértil para la instauración de cruzadas contra los infieles, soluciones finales, o llamados a limpiar/ordenar la casa (es decir, expulsar al mal depositado en el otro-enemigo-cosa), procesos que si bien son cuantitativamente diferentes, comparten una misma estructura psíquico simbólica: la eliminación de todos aquellos sin los cuales ‘todo andaría tan bien” entre nosotros, los buenos y nobles cristianos de este lado de la muralla.

En este complejo e inestable clima político y social, y ante la irrupción de estos líderes caudillos autoritarios, pro hombres que, “sin complejos”, irrumpen con mensajes llenos de una abierta violencia, haciendo gala de un racismo acentuado y un marcado desprecio por las minorías, surge la inquietante pregunta de qué hacer, que vías relacionales construir como forma de hacer frente a dicho fenómeno. Personalmente, intuyo que la respuesta se vincula con una resistencia político-social en que prime el caritas y la experiencia del amor como acto contracultural. Afirmo esto en el contexto de que he observado que, paradójica y tragicómicamente, no han sido pocas las voces que han llamado a combatir esta “ola neofascista” mediante la implementación de sus mismos mecanismos discursivos: la caricaturización del otro, la violencia, y la deshumanización del prójimo. Esto implica, como resulta evidente, el mismo proceso de proyección del mal e investimento de lo numinoso oscuro en el enemigo-otro…pero ahora en el otro “fascista” (ahora sí léase con entonación despectiva de asco/rechazo). Con ello, tristemente, lo que se está realizando es el mismo mecanismo de arrojar lo maligno bien allá afuera, lejos de la realidad que habita en la propia casa.

Mientras haya quienes llamen a luchar y exterminar a los “fachos pobres”, a las “bestias incivilizadas”, al “familiar simio-conservador”, y se intente combatir la violencia con más violencia estaremos errando seriamente el sendero.

Con ello, por cierto, no estoy diciendo que haya que tomar posiciones políticas pusilánimes respecto de la intolerancia y el odio; falacia lógica muy usada por ciertos personajes de ultra-derecha que, haciendo una pirueta argumental luego de esgrimir posiciones de abierta intolerancia e incitación a la violencia, se pasan rápidamente al papel de victimas de ser “perseguidos” por aquellos “intolerantes”, que no aceptan su libertad de expresión (como si se pudiese tolerar la intolerancia, sin que la convivencia democrática se autodestruyera con dicho acto). Enfrentar movimientos neofascistas requiere -la mayoría de las veces- de una fuerte, activa y enérgica resistencia. Pero el lugar interior simbólico desde el que se ejecute dicha resistencia va a hacer la mayor de las diferencias. La violencia de los movimientos neofascistas convoca más violencia, y es en extremo fácil caer en la tentación de deshumanizar a quien está agrediendo, discriminando, llamando a la xenofobia y el racismo. Pero en el ejercicio de “pagar con la misma moneda” terminamos perdiendo nuestra alma y nos convertimos en aquello que habíamos prometido hacerle frente. Sólo la experiencia interior del amor, de intentar mantener un vínculo humano con el prójimo, puede abrir sendas de transformación, personales y sociales.

Por cierto la experiencia del amor compasivo no significa aceptación del horror, tibieza de espíritu, ni una actitud “light”, “buena onda”. Amar a alguien implica un acto de valentía, de entrega radical, muchas veces teniendo que enfrentar fricciones complejas, duras, y confusas. Amar compasivamente al prójimo que se yergue en un acto destructivo implica sostener un vínculo con la profundidad de su humanidad fracturada, mientras se intenta desarticular y contener los alcances de su violencia.

En estos tiempos desafiantes, inestables y políticamente peligrosos, el amor nos convoca a todos y todas a tomar respuestas decididas frente a situaciones de abuso, odio y discriminación. Nos impele a tomar un activo compromiso en lo político y en lo comunitario cotidiano, pero nunca a ejercer el acto de resistencia desde el volver unidimensional al ser humano que se tiene al frente. Solo este amor apasionado y decidido es lo que nos  podrá salvar de no convertirnos en aquello contra lo que, hoy, nos volvemos a enfrentar.

Camilo Barrionuevo Durán