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Negacionismo II: ¿Libertad total para las ideas?

Por: Esteban Vilchez Celis | Publicado: 08.01.2019
Negacionismo II: ¿Libertad total para las ideas? ignacio-urrutia-bolsonaro-jose-antonio-kast |
Pero la cuestión no es solo que ciertas ideas moralmente nefastas sean peligrosas para la convivencia y la democracia, pues aún subsiste el problema de que silenciarlas a través de la fuerza del Estado requiere una justificación adicional. Creo que esa justificación va por dos vías. La primera justificación es que mentir, al menos, desde el espacio público y los cargos públicos, es ilegítimo. La segunda justificación es simple: el derecho de expresión tiene un límite en el respeto a la dignidad y honor de los demás.

Debo iniciar esta columna con una disculpa y una recomendación. La disculpa es que me referí a un filósofo político estupendo con el nombre de Jonathan Swift. Jonathan es grandioso, sin duda, igual que los viajes de Gulliver. Me traicionó la velocidad de la escritura y la natural asociación del apellido Swift con el nombre del notable escritor irlandés. Yo me refería a Adam Swift, quien es un sociólogo y filósofo político inglés, formado en Oxford. Me disculpo, pues, por este error. Y la recomendación es leer su libro ¿Qué es y para qué sirve la filosofía política?, de la Editorial Siglo Veintiuno. La claridad con que repasa ideas como la justicia social, la libertad, la igualdad, la comunidad o la democracia es sencillamente deslumbrante. Una demostración de que la inteligencia extrema se lleva bien con el lenguaje llano y asequible.

Dicho lo anterior, hace una semana atrás, aproximadamente, expresé en mi última columna las razones por las cuales creo que la idea de castigar penalmente el negacionismo –entendido este como negar la ocurrencia de la violación de los DD.HH. consignados en documentos oficiales del Estado chileno, como la Comisión Rettig o Valech I y II, o justificar o aprobar esas violaciones– podía ser una idea sensata. La conclusión derivaba de que, por supuesto, no nos parece legítimo que circulen libremente todas las ideas que las personas tengan en sus mentes. Algunas de ellas, como las que pudieran promover la pederastia, o incitar al odio contra las mujeres o los extranjeros, o que enseñaran cómo torturar a los enemigos, o se regocijaran en el sufrimiento de víctimas de genocidios, u otras semejantes, son ideas cuya circulación libre nos parece ilegítima. Consensuado que no haya censura previa, la duda se refiere a cuál es la mejor reacción, pues lo menos que podemos compartir con la atendible iniciativa de Carmen Hertz es que habría que reaccionar de alguna manera. La reacción penal, ya lo establecimos, no es ni descabellada ni absurda, y menos puede ser acusada de un intento de totalitarismo, pues simplemente combate algo ilegítimo y declarado como tal en una ley penal democráticamente establecida. Pero, admitido ello, ¿es la mejor y más eficaz reacción posible?

Sin embargo, antes de responder esa pregunta, debemos estar seguros de que no es correcta la tesis de la derecha, devenida en amante apasionada de la circulación completamente libre de las ideas. Esta tesis postula que las ideas deben combatirse solo en el plano del debate y en la discusión pública, siendo sometidas al examen propio de las argumentaciones racionales. No se le vaya a ocurrir a alguien imponer penas a las opiniones o iniciar algún tipo de persecución contra los disidentes políticos, cosas que, por supuesto, repugnan a la derecha chilena, siempre amante de la libertad de expresión. O casi siempre. ¿Que ese amor no lo mostraron durante los 17 años de la dictadura militar? Lo sabemos, pero, ¿qué amante puede ser siempre fiel? Hoy se declaran partidarios de la libertad de expresión. No seamos tan duros y quedémonos con eso. ¿Para qué recordar los exilios, los cierres de medios de comunicaciones, periodistas degollados, amenazas de muerte, torturas o desaparecimientos de opositores? Seguro padecen de terribles insomnios producto de la vergüenza y el sentido de culpa. Nadie es perfecto, ¿o sí? En todo caso, un poco de pudor al reclamar sería, de todos modos, de buen gusto, creo yo.

Esta es la tesis: las personas pueden creer o pensar lo que quieran y tienen el derecho a emitir opiniones libremente. Si sus ideas son atroces, estúpidas, perversas o engañosas, deben ser vencidas únicamente en la arena de la dialéctica, del debate democrático, de los seminarios universitarios y de los programas de debate en los medios sociales, de manera que la población no les preste atención ni se vea permeada por ellas.

Confieso que esta tesis suena muy bien. En mi fuero interno, prefiero combatir las ideas estúpidas e inmorales desde una columna, en un debate público o en las universidades. Me parece el escenario natural.

Además, tampoco me seduce la idea de que estos defensores de lo inhumano y promotores de la crueldad circulen por ahí victimizándose y hablando de una “ley mordaza”. Prefiero que exhiban sus ideas francamente idiotas y su perversidad en impúdica desnudez intelectual, exhibiendo sin vergüenza la orfandad de rigor en sus argumentos. ¿Sueno poco respetuoso? Es que ni por un momento he pretendido ser respetuoso con ideas, si así pueden llamarse, como las que ventilan Kast, Flores o Urrutia. Me parecen intelectualmente insostenibles. Tontas, más bien. Cristóbal Bellolio, en su estupendo libro Ateos fuera del clóset explica notablemente que respetar a otros –y yo respeto a Kast y Flores y en mi vida les desconocería los derechos humanos que ellos desprecian– y respetar las ideas de otros son cosas muy diferentes, porque estas últimas pueden ser absolutamente indignas de respeto intelectual.

A pesar de esta inicial tentación de enfrentar la tontería solo armados de la pluma (o el teclado, en estos tiempos) y la argumentación, la realidad es que, como lo señalé en la columna pasada, no es posible confiar ciegamente en la “inteligencia” de la masa, proclive a creer mentiras como que la delincuencia aumenta a causa de la inmigración o que Pedro Engels (su libro es muy vendido) nos puede sugerir qué hacer este 2019.

Pero la cuestión no es solo que ciertas ideas moralmente nefastas sean peligrosas para la convivencia y la democracia, pues aún subsiste el problema de que silenciarlas a través de la fuerza del Estado requiere una justificación adicional. Creo que esa justificación va por dos vías.

La primera justificación es que mentir, al menos, desde el espacio público y los cargos públicos, es ilegítimo. Si usted, en el almuerzo del domingo, dice que en Chile no se violaron los derechos humanos, no pasa de ser un testarudo ignorante o un mentirosillo contumaz. Pero si lo dice como diputado de la República, como animador de televisión, como conductor de radio o como personaje público después de haber ganado un reality, entonces su mentira es trascedente y afecta a la convivencia. Es un acto que engaña a las personas y le otorga información falsa que podría inducirla al error de, por ejemplo, votar algún día para presidente a un violador de los derechos humanos. Y las personas tienen derecho a que no se les engañe. Por eso es moralmente condenable la mentira: porque las personas actúan sobre la base de información falsa y pierden su libertad auténtica de elegir. La mentira “mediáticamente impactante” debe ser sancionada, en cuanto ilegítima.

Y esta “verdad oficial” debe ser respetada porque fue establecida en democracia en un proceso abierto, informado, democrático y ante los ojos de la propia derecha. Sabemos que no es una verdad “impuesta”, sino simplemente “develada” y, aunque con dificultades, finalmente reconocida incluso por los que fueron entusiastas y ciegos partidarios del vergonzoso genocidio impulsado por Pinochet. Los que no lo hacen es porque prefieren abiertamente la mentira a la verdad, pero mentirosos ha habido siempre.

La segunda justificación es simple: el derecho de expresión tiene un límite en el respeto a la dignidad y honor de los demás. Lo sabemos porque hasta hoy existen los delitos de injurias y calumnias en el nuestro Código Penal. También lo tiene en otros derechos como la libertad o la vida y seguridad. Por eso no nos parece que discursos de odio que pongan en peligro a las personas o que afecten su dignidad puedan ser reconocidos como legítimos. Ni pueden serlo tampoco los discursos que aprueban o justifican las violaciones de los derechos humanos, porque ellos atentan derechamente contra la dignidad no de un grupo de personas, sino contra la dignidad de toda persona sobre la tierra. El discurso público que desconoce los derechos humanos atenta contra la dignidad de toda la humanidad y, por ello, no tiene ninguna posibilidad de reclamar la legitimidad de su expresión.

Si descartamos, entonces, esta tesis extrema de la circulación libre de cualquier idea, opinión o versión de los hechos, podremos analizar finalmente si es la penalización de la conducta negacionista la mejor y más eficaz manera de combatirla. Pero eso será para la próxima columna.

Esteban Vilchez Celis