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Opinión

Miraba las gaviotas por la ventana mientras me violabas

Por: Antonio Toño Jerez | Publicado: 26.01.2019
Miraba las gaviotas por la ventana mientras me violabas mujer-foto-recurso_EDIIMA20180406_0685_20 | Foto: David Conde.
Ese amor, suponemos que el verdadero, estaba cerca, a unas cuantas aulas de la tuya, realizando la misma labor de educar a párvulos en todos los sentidos. Los cuerpos mejoran con el movimiento y esta profesora de Educación Física miró tus ojos desbordados en el segundo exacto, cuando tu inspección permanecía perdida en el engorro de esa relación que respondía a la sociedad y no a tu genuina identidad.

Me baso en hechos reales para esta crónica cruel. Hechos que al puntualizarlos, incineran la yema de mis dedos tan sólo imaginando el pavor sufrido. Esa atrocidad que, poco a poco, estiraba su croquis y que finalmente desencadenó -en una sola noche – toda la barbarie de la ferocidad doméstica.

UNO: Las niñas y los niños crecen

Mi sobrina, la pequeña que siempre sonreía y disfrutaba las olas de la playa El Arenal en Tocopilla. La misma que llevada a Bolivia, luchó contra la puna para no quedar tirada con la lengua afuera y sin pulmones en los llanos pigmentados del altiplano. Sí, la rubita famélica con semblante de querube mientras se tragaba las estrellas de un suspiro, la de cachetes inflados raídos por la altura y el aire salado de la costa; la que comía como si las próximas mañanas no existieran. La que cantaba, la que se paseaba sonriente y coquetona con los vestidos coloridos hilvanados por la abuela y los zapatos barnizados confeccionados por el bisabuelo.  La niña que resguardaba sus muñecas feas, para no ser descuartizadas por nosotros, los más grandes, cuyo único fin era destruir algo, lo que fuera; un pollo o un lagarto. Lo que fuera para constituir alguna novedad en ese puerto abandonado del norte grande… destruir por destruir; desojando así aquel abandono divino de crecer entre terremotos, rocas y chismes…

Después, los traslados. Dejar el norte grande para acercarnos a la costa central y reemplazar el secreto de los cerros nortinos por la abundancia frutal de los del centro. Crecer hermosa junto a los tuyos y continuar metiendo las patas, esta vez, en la arena barrosa de San Antonio, respirando los sustos y las miserias de los trabajadores, entre los que hay tanta gente buena siempre. Sentir desde la adolescencia que servir es la mejor leña para tu corazón de fuego.

Me baso en hechos reales para describir tus habilidades de maestra, tus juicios sanos y certeros con respecto a la educación, a las relaciones humanas y a esa posibilidad abnegada de ir transformando nuestro Chile en un país sensato y no tan indolente frente a cualquier tipo de sufrimiento como ocurre hoy en día…

Te hiciste profesora cuando mirábamos el puerto de San Antonio convencidos de que la educación y del mismo modo aquellas calles desfallecidas, necesitaban un afeite, una manito de gato, un maquillaje que le proveyera de letras y palabras. O, quizás, más prosa que lo facultara para lucir aún más sus colores y secretos de ciudad cutre. Te hiciste profesora cuando mirábamos el puerto destartalado en ese puzzle inevitable de taconeos nocturnos, crónicas inesperadas de crímenes pasionales e incendios zampones provocados –todavía- por amantes efervescentes en el escondite de arbustos y árboles viejos.

DOS: El amor peligroso

El amor llega planeando los flechazos y convenciéndonos de que es el exclusivo, que no es posible que pueda haber algo más profundo que aquello burbujeando por dentro. Nos da igual lo que digan los demás; no es la voz la que habla, no son nuestros ojos los que miran, ni es el cuerpo el que respira, es fusión, es indecoro, osadía e idiotez. Tal vez, una cuota irresponsable de actuar solo motivados por las pasiones, dejando que el cuerpo reaccione -a esa edad temprana-  con toda la piel erizada y  los pezones endurecidos de ternura. Se buscaba entonces el escondrijo para encuentros indispensables donde lenguas afligidas imploraban el más húmedo de los besos concedidos. Eso se espera cuando se es joven y  no que reflexionemos como se supone, lo hacen los adultos. Es entonces cuando todo lo echamos a suerte. Es, en ese momento, que las fuerzas existentes inician el relato. Este relato sobrecogedor, sobrina mía…

Miles de voces discordantes aventuran el fracaso con el tipo que jugaba a la pelota: que es un poco bruto, basto, trivial y mandón. Todos auguraban la adversidad, los remezones y la calamidad familiar. ¿Pero qué hacer cuando ya todas  las paredes de la casa están cubiertas de corazones rojos, rosas desmelenadas y cupidos drogados lanzando flechas a diestra y siniestra? ¿Qué hacer si apenas respiras cuando le ves? ¿Cómo detener ese flujo calentorro que sube y baja toda vez que le miras, te mira, te habla y le sigues mirando abstraída…? El amor, dicen y escriben por ahí, no tiene descripción ni control, por lo que supongo, fuiste perjudicada por su aleta punzante de pez glotón y te ahogaste en sus ilusas aguas orgiásticas sin presentir siquiera, la crueldad que vendría más adelante…

Aquel amor llegó como llegó el embarazo. ¿Qué importaba, entonces, interrumpir un semestre de carrera, enajenar a tu madre, sobrecoger a tu padre ausente si tú y él lucharían, ambos se empecinarían, ambos vagarían por la travesía de ser padres jóvenes y darle lo mejor a esa hija que iba a nacer pronto? Esa niña de luz que, afortunadamente, no pudo extinguirse con la comparecencia del ensañamiento y surge ahora como surgen los valientes después del caos. El amor es así, un poco de cal y otro de arena. Una canción y un grito fornicario. Una caricia, un empujón que fue sin querer. Perdóname, no fue mi intención. Que te confundes, que estoy nervioso, que con quién estabas, que adónde vas y por qué vas y por qué vienes, que no lo sabía. Y otro empujón. Que te agarro del cuello y te lanzo a la cama. Que calles a la niña que llora. Que golpeo la mesa y ladran huidizos los perros de la calle… Que me pongo nervioso y comienzo a romperlo todo. Que me dan igual los vecinos, que me mientes, que eres una puta, que si te miran es porque haces algo, que esa falda no porque provocas, que te aprieto y te muerdo, que te sigo adondequiera que vayas. Que debo saber todo lo que haces porque así funcionan las verdaderas parejas.

Que te calles nuevamente. Que te vuelve a empujar. Que lo perdonas…

Entonces  viene el primer puñetazo y estalla la nariz, el primer zarandeo de pelo y los silencios… Te recompones, pero aquel segundo ensangrentado lo cambia todo. Y callas, callas –sobresaltada por dentro– mientras todo se anega de sustos y vigilia. Y abres tu boca mecánicamente para disimular un beso al miserable en el momento que se vuelve a servir de tu entrecot herido y subyugado.

Tú, entonces, examinas las aves sobrevolar San Antonio con tu mirada hacia la ventana… Y así día tras día, noche tras noche, semana tras semanas; silencio tras silencio…

TRES:     Terror, amor y sorpresas…

Pero el amor cambia, modifica su ruta, sorprende en ese minuto que jamás pensabas que podría acercarse.

Una mujer aparece en tu vida y lo desarregla todo. Es otra mirada, un peculiar flirteo que  quita el sueño llenando los insomnios lésbicos de madrugadas húmedas que  sí entibian. Se abren las ventanas y entran nuevos esbozos e idearios, nuevas fuerzas y convicciones que parecían  atadas en el fondo marino de los deseos. Emergen las gaviotas con sus bocinazos inacabables de hambre, juego y sensualidad.

Aparece el cariño. Después de tanto tiempo el cariño. Y tu cuerpo habita, de nuevo, en la dulzura de las costas.

Ese amor, suponemos que el verdadero, estaba cerca, a unas cuantas aulas de la tuya, realizando la misma labor de educar a párvulos en todos los sentidos. Los cuerpos mejoran con el movimiento y esta profesora de Educación Física miró tus ojos desbordados en el segundo exacto, cuando tu inspección permanecía perdida en el engorro de esa relación que respondía a la sociedad y no a tu genuina identidad. Una relación que había dejado atrás el querer y extendía, cada vez más, la angustia y la zurra. Esa simple mujer devolvía los colores primarios a la mesa de tus desayunos secretos. Los abrazos comenzaban a apestar a amor y esos labios despertaban la necesidad de anexar la sáfica espuma de aquellos besos forasteros.

Esa mujer te miraba, por primera vez, como se mira a una mujer.

Ambas se curiosearon los segundos exactos que se necesitan para trazar leyendas. Ambas respiraron insondables las pausas, los temores y aquel amor extranjero que aterrizaba, por vez primera, en esta tierra vuestra; en fin, respiraban la osadía de ambicionar un abrazo de la otra… Las gaviotas aumentaron aún más el graznido festivo de olas y orillas, las brisas fueron huracanes, las lluvias tempestades y la tradición odiosa y obligada comenzaba a desmoronarse –una tras otra– hasta liberar los aires de la poesía epistolar en el más  estricto de los secretos. No se puede decir nada, no se puede emitir ni el más mínimo sonido del lápiz rasgando la hoja en la que grababan lo nuevo, lo seductor y lo que, tarde o temprano, despertaría los monstruos machos que dormitaban cerca, al acecho, camuflados en la aparente convivencia de familia perfecta…  En ese camuflaje varón se fraguaba la venganza…

CUATRO:    La violación

Un macho posicionado en su parcela de mandamientos e inspección no iba a encajar bien la necesidad del divorcio. Era obvio un berrinche, la ira, el hervor volcánico emigrando de aquel hocico déspota distribuyendo la ruta y los horarios para evitar este disparate entre dos mujeres. No, en esta casa quien da las órdenes soy yo, quien programa soy yo, quien decide  follar a pesar de la resistencia soy yo, así tenga que sacar tus ropas con el forcejeo aprendido en la vida. Así tenga que masticar tu pulpa confundida si te rehusas a mis fricciones. Así tenga que matar…

El hombre desapareció siete meses, obligado a masticar su frustración bocado a bocado, lijando su esófago toda vez que pensaba que un hombre no debe ser vencido por esa fiebre tortillera que había traído la tragedia a la vida en pareja que él concebía. La mujer era suya. Ante todo suya, de nadie más.

Pero el animal, intranquilo, planeó su ataque mientras las mujeres reían paseando y fotografiando sus tardes junto a la niña.

Una noche, en verano, cuando muchos de los vecinos estaban ausentes, subió sigiloso las escaleras y cargó sus puños, sus dientes y sus piernas con la munición de su tormento. Entró pateando la puerta, arrinconando a su víctima sobre el sofá que meses antes había roto en otro de sus ataques. La hora de la barbaridad había llegado. La muchacha –absorta– contemplaba la escena con el pavor-dictador que no permite reflexión alguna. Intentó coger su celular, pero la pericia del bruto pudo más que ella y se lo quitó para meterlo en sus bolsillos.

Desde el cuarto piso, arrojaba adornos, sillas, cuadros y tantas cosas coleccionadas por ellos mismos y otras que fueron regalos en la etapa de su amor fraudulento. Su noche era perfecta: fin de semana con algunos vecinos ensimismados en sus historias televisivas de reguetón y farándula, por lo que el socorro sería escaso. Le arrancó la ropa en ese santiamén que descontrola el tiempo y transforma los minutos en una eternidad satánica. La muchacha intentó escapar, pero la cogió de los pelos y la arrastró hasta la habitación gallardeando por la captura triunfal entre sus manos. Ahora vas a saber lo que es un macho, perra maraca. La mujer escapa, pero su baja estatura no puede con un gorila de un metro ochenta. Este la agarra por la cintura, le muerde el cuello y la insta a ceder declamándole que es bueno, que nada canalla va a pasar, que siete meses es  mucho tiempo de continencia, que verás que te gusta, que no puedes reemplazar mi herramienta para ponerte a lamer alfombras ahora, que siempre has sido puta y fácil, que lo de esa mujer es sólo un desajuste.

Un primer golpe certero, un segundo golpe, un tercero… El cabello en la mano del tirano y ella llora por dentro. ¿Qué es esto? ¿Cigarros? ¿Fumas ahora con la otra hija de puta?  Y entonces abre el paquete y le mete diez o quince en la boca. Ni chillidos ni clamor salían. No existía el grito para pedir ayuda. Sólo aquel vendaval de emociones internas que había bloqueado todo, sin poder asumir la turbación y el dolor de esos momentos.

Ella logra zafarse y se encierra en el baño. No puede pedir auxilio porque el hombre –planeado todo paso a paso– tiene el teléfono y ríe a carcajadas cuando la mujer quejosa le implora que se calme. El monstruo patea la puerta del baño hasta despedazarla y entrar. La inmoviliza y la empuja a la cama desnudándola cintura abajo con la pericia del crimen, con el acierto técnico de quien conoce las andanzas de la transgresión.

Se introdujo en la muchacha con el filo aberrante de su profanación erecta. Cogiéndola nuevamente del pelo para gritarle en su cara –satánico y endiosado–  cuánto le gustaba el asalto… Y le aprieta las piernas a sabiendas que están en tratamiento por dolencias. Los besuqueos dan paso a los mordiscos. Los abrazos que antes fueron de amor, ahora trituraban a la que fue la mujer de sus sueños. Ahora vas a disfrutar de lo bueno, huevona de mierda,  ¿cómo pudiste hacerme eso? Me dejas en ridículo frente a mi familia y amigos.

Ahora es el silencio el único testigo de la desnudez de esta mujer. Abre las piernas, date vuelta mierda. Cállate. Las piernas abiertas no fue cosa difícil: miraba las gaviotas que habían detenido su vuelo en la ventana frente a aquella hazaña bravucona.

Fue entonces que ella soltó, por fin, ese grito esclavo que liberaba su terror. Comenzó a dar patadas y golpes incapaces de vencer frente a tal bestia. El hombre, de pronto, cogió la almohada y sobre su cabeza la aprisionó dejándola sin respiración. “Me muero. Quizás es el momento. Me ha tocado y no hay nada que hacer. Me entrego a su furia con este llanto que, por lo menos, ha nacido en el último momento. Mi hija a salvo porque está con la bisabuela en Valparaíso horneando galletas…”.

Las patadas de la mujer dieron en el lugar preciso y lanzó al tipejo contra la pared gimoteando por sus huevos desconsolados. Ella, rápidamente y quizás en un segundo de consciencia, agarró el teléfono de la casa para llamar a los carabineros. El sujeto se reía infame en la escena, contemplándola colérico y creyéndola incapaz de hacerlo,  pero cuando se dio cuenta que la llamada era real, arrancó escalera abajo para desaparecer, acróbata, en el estiércol de su histórica cobardía…

Rato después, la policía llegó y escribió observando minuciosamente aquel destrozo.

-¿Todo esto hizo él, señora?

-Sí, todo.

– Vaya al hospital a constatar lesiones… Y por favor no deje de hacer la denuncia, porque es peligroso – Le dijo, mosqueado, aquel carabinero desde su desasosiego.

-Iré.

Había pasado la noche con la velocidad de las desdichas y la congoja de las catástrofes, pero había que denunciar. Había que exponer detalladamente, menudencia tras menudencia, la aflicción de un cuerpo roto en manos de un opresor repugnante. Caminó la madrugada despoblada hasta llegar al hospital, dejando tras de sí, las gotas rojas de la tortura y el indescriptible tormento de una mujer  violentada y fragmentada por dentro.

CINCO:    Otra vez el amor…

Queda el esmero de tu mujer que no sólo embriaga tus tardes en Llolleo si no que permanece alerta porque en cualquier momento, zopencos como este necesitan liberar el furor retenido y deambulan ofuscados buscando la presa distraída.  Se queda, con tu mujer en casa, su mirada estimulante que aúpa la tuya para que puedas ver el sol y escuchar los graznidos de las alocadas gaviotas de la costa. Quedan sus curas y sus palabras analgésicas, sus compresas tibias y su mirada afectuosa después de la tortura. Queda la militancia a favor del respeto. Sobre todo quedan vuestros abrazos liberados que transfiguran  el terror y lo reducen a un capítulo minúsculo en la vida. Se queda esta mujer, sobrina mía, que te lleva y te trae las veces que debes renovar la orden de alejamiento. Pero, cuidado, porque el hombrecito sigue libre, porque la justicia todavía no le reprende. Han tardado tres años en reaccionar…Y mientras el caso se reabre con lentitud burocrática enfermiza, el fulano podría estar diseñando sus próximos pasos perversos.

Ya no estás sola. Ella –contigo- guerrea heroica cualquier episodio y desenfunda su palabra ante la tromba de mofas y ultraje.

Sí, sobrina amada, con cada beso de mujer a mujer zarparán siempre los enemigos, se desvanecerán, poco a poco, los idiotas y sucumbirán, finalmente, a la belleza de la piel y a la restregadura preciosa de senos, lenguas y dedos traviesos. Sí, besos y abrazos hay de todos los colores y  de todas las intensidades.  Y dos mujeres en la cama se adormecen exactas, como tú y como yo, en la siesta de los deleites.

He visto mujeres generando estática por las esquinas de algunos puertos, inquietando la mirada asustadiza y escandalizada de los más recatados. He visto cabellos enredarse bajo caricias temerarias, oídos temblar con el susurro de un vocabulario excitado. He visto dos mujeres penetrar sus bocas en la matriz de la otra hasta gritar juntas el clímax de su estremecimiento. He visto el amor puro renacer una y otra vez, arrebatando a la noche su oscuridad con el lamer fosforescente del delirio.  Porque cuando el amor llega, entra donde quiere, con la misma ilusión de los niños jugando en la playa, con la misma tranquilidad de las mariquitas en su siesta de hojas frescas. Dibujando mapas con nuevas apariencias y nuevas banderas. Sin prestar tanta atención a las fronteras del amor.

Sí, me baso en hechos reales.

Antonio Toño Jerez