Avisos Legales
Opinión

Se hace camino al hablar

Por: Belén Valdés V. | Publicado: 26.01.2019
Se hace camino al hablar SAMSUNG CAMERA PICTURES |
Es muy frecuente escuchar en la Casa del Encuentro a padres preocupados porque sus hijos “todavía no hablan”, porque al no hacerlo su relación con el mundo se vuelve más expuesta en la medida que “si le pasa algo cuando yo no estoy, no podrá contármelo”. Observamos que este temor muchas veces repercute de manera directa en la decisión de los padres de ese niño que no habla, en relación a si será tiempo o no de llevarlo al jardín infantil, a la escuela de lenguaje o al colegio. Es decir, la posibilidad de hablar resultaría fundamental para poder conocer y confiar en el mundo exterior.

Podría decirse que gran parte de los misterios de la vida están concentrados en los primeros años de vida de alguien. Lo que recordamos de ese tiempo sin embargo es tan difícil de evocar y precisar que siempre necesitamos de otros que hayan acompañado nuestros primeros pasos para “reconstruir” ese recorrido, esa historia. ¿Cuál es el recuerdo más antiguo que podemos evocar? ¿Qué recordamos de nuestra primera infancia?

Siempre me ha sorprendido la buena memoria de mi hermana (melliza) quien es capaz de evocar olores, colores, espacios y palabras de tiempos tempranos de nuestra infancia compartida. Valoro la sutileza de su memoria y la tranquilidad que aporta a mi vida el hecho de que otra persona haya estado ahí para hablar de otro tiempo.

Además de los hermanos y hermanas, están los adultos: padres y madres, abuelos, tíos, cuidadores queridos que acompañaron nuestros primeros llantos, caídas, alegrías y nuestra exploración por el mundo. La primera infancia está llena de hitos que conmueven y frustran, tanto a los niños como a quienes los sostienen.

Los primeros pasos, dejar el pañal, la primera papilla, el primer diente, la primera fiebre, ¡las primeras palabras!

Ocurren demasiadas cosas en tan poco tiempo y de pronto,ese niño o niña que requería estar en nuestros brazos para poder crecer, comienza a desenvolverse de manera más autónoma, necesitando a los adultos que lo rodean de manera diferente. Como mencionaba Daniel Saavedra en una anterior columna, el desafío de este tiempo supone cierta balanza entre esfuerzo y placer, y agregaría que esto es así tanto para los adultos que acompañan, como para los niños que crecen: “golpe a golpe, verso a verso” agrega Manuel Serrat en su diálogo y homenaje a Antonio Machado.

En esta oportunidad, y volviendo a la curiosidad por la forma que tenemos los seres humanos de recordar nuestros primeros años de vida, insisto en la sorpresa que supone para la experiencia humana que nos hayan ocurrido tantas cosas antes que empecemos a hablar, antes que nos podamos referir en primera persona a esas cosas importantes que nos ocurrieron. ¡Aprendimos a caminar antes de poder hablar! Se aprender a andar, luego a hablar.

Tuvo que pasar un tiempo para que pudiéramos decir nuestras primeras palabras, nuestra primera oración, nuestro primer no.

¿Qué tiene que ocurrir para que un niño o una niña se lance a hablar?

Es muy frecuente escuchar en la Casa del Encuentro a padres preocupados porque sus hijos “todavía no hablan”, porque al no hacerlo su relación con el mundo se vuelve más expuesta en la medida que “si le pasa algo cuando yo no estoy, no podrá contármelo”. Observamos que este temor muchas veces repercute de manera directa en la decisión de los padres de ese niño que no habla, en relación a si será tiempo o no de llevarlo al jardín infantil, a la escuela de lenguaje o al colegio. Es decir, la posibilidad de hablar resultaría fundamental para poder conocer y confiar en el mundo exterior.

Si bien no se pretende agotar ni responder a la pregunta por el lenguaje y la confianza en la primera infancia, me parece importante decir que ambos temas están fuertemente relacionados entre sí. Agregaría además que si bien hablar permite tanto al niño como a sus padres habitar el mundo de manera distinta, mucho antes de hablar, el niño y la niña ya han comenzado a decir algo acerca de sí mismo y de los demás.

Que un niño o niña comience a hablar permite no sólo que pueda contar a sus padres algo que le ha pasado en un espacio en el que ellos no estuvieron, sino también aclarar o disentir respecto de lo que pueden pensar otros que le sucede a él o a ella. Al comenzar a hablar, puede elegir las palabras de su propio libreto el cual ha requerido de otras personas para poder inaugurarse.

Sin embargo, ¿bastarán las palabras ofrecidas a un niño para que éste o ésta pueda lanzarse a hablar?

La experiencia – fundamental y desafiante – de interpretar el llanto o el acto de un niño, de un hijo, nos muestra desde ya que la crianza es un esfuerzo constante de traducción en ese juego singular que es crecer. Padres y madres se lanzan constantemente a adivinar lo que quiere decir ese llanto, se afina – o desafina – ese “sexto sentido” que al parecer tuvieran que tener los padres para desempeñar “bien” la tarea. Cuando el llanto cesa, algo se calma… ¡al parecer hemos acertado!

Sabemos que estos primeros años de vida están marcados de sentido. El olfato, el gusto, la audición, el tacto y la vista. Sabemos también que incluso faltando alguno de ellos, la experiencia sensible del niño y niña que crece resulta fundamental para los distintos logros de su desarrollo. Pero ¿qué es esto del sexto sentido? ¿No bastan acaso los cinco anteriores para poder crecer?

Al parecer, el hecho de que padres y madres acierten y calmen la incomodidad de un hijo que llora, grita o lanza objetos como forma de expresar molestia, correspondería a una “habilidad parental” positiva. El hecho de reconocer lo que un hijo necesita y poder ofrecer algo de aquello supondría un logro para la crianza. Sin embargo, además de la exigencia que puede suponer esto para los padres, ¿será que ese sexto sentido tiene que apuntar siempre a la adivinación o la telepatía?

Efectivamente los niños requieren de la posibilidad de los adultos que los quieren y cuidan de “leerlos” y ser empáticos respecto de sus necesidades, pero me pregunto si ¿acaso este sexto sentido pudiera resultar “exitoso” justamente ahí donde falla?

Pensemos un momento en alguna ocasión en la que un padreo una madre justamente no entiende lo que su hijo o hija quería decirle.

¿Qué ocurre cuando no entendemos lo que un hijo nos expresa o cuando nos demoramos en responder a lo que una hija que aún no habla – como nosotros- nos pide?

Hablar toma tiempo y requiere de ciertas condiciones que en última instancia dependerán del encuentro de cada niño y niña particular con ese traductor sensible que intentará acompañar el baile de las palabras. El adulto ofrece palabras a un niño que escucha y es escuchado, pero también ofrece tiempos de espera: se tarda en responder, lo insta a nombrar lo que desea y lo que le inquieta, y lo acompaña en el descubrimiento de su propia voz.

El intento de traducir por parte del adulto, incluye entonces tanto el juego de la adivinación como las preguntas y la espera, lo cual permitirá a cada niño y niña, arreglárselas e inventar nuevas soluciones y jugar ellos mismos a adivinar, hacer preguntas y esperar las palabras de los demás.

Habrá niños que comiencen a hablar para ofrecer a sus padres un descanso en el intento constante de traducir a otros lo que se quiere. Habrá otros niños que lo hagan por el placer que implica para ellos escuchar su voz y el efecto que tiene darse a entender. Otros lo harán para lograr por fin lo que sus gestos no consiguen. Cada niño a su tiempo, cada quién a su ritmo.

La palabras y el uso que cada niño y niña pueda darles corresponderán a uno más de sus inventos que les permitirá referirse a las cosas en su ausencia, decir lo que sienten y piensan y participar con sus propias frases de los recuerdos propios y de los demás.

Al hablar los niños pueden separarse de la experiencia directa de las cosas, pueden transformarlas y crear otras nuevas.

Cada niño, cada niña que hizo camino al andar, hará lo suyo al hablar, convirtiéndose en cantante y poeta, en un caminante que deja estelas en la mar.

Belén Valdés V.